Los fallos del CNI en la muerte de sus espías en Irak

28 / 11 / 2011 10:27 Fernando Rueda
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Cuando se cumplen ocho años del asesinato de siete agentes en Latifiya, Tiempo pasa revista a los fallos que rodearon aquella tragedia.

Los mandos del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) sabían al menos dos meses antes del asesinato de siete de sus agentes en Irak, hace ahora ocho años, que dos de ellos estaban amenazados de muerte, a pesar de lo cual decidieron que siguieran allí. Los mandos del servicio secreto ocultaron este hecho y algunos otros a los familiares de las víctimas y a la opinión pública. El 29 de noviembre de 2003 antiguos miembros del servicio de espionaje de Sadam Husein tendieron una trampa a un grupo de ocho agentes del CNI en Latifiya y consiguieron matar a siete de ellos, en lo que hasta el momento es el peor desastre vivido en toda su historia por el servicio de inteligencia español. Lo que no se había contado de aquella desgracia, según ha podido descubrir Tiempo, es que se tuvieron indicios claros del grave riesgo que corrían algunos de ellos, pero se optó por no sacarles de Irak.

Unos meses antes del atentado, el CNI tenía destinados en el país a cuatro agentes que estaban al mando de Alberto Martínez, un comandante del Ejército que llevaba varios años en el país acompañado de su ayudante, el suboficial José Antonio Bernal. Los dos fueron destinados a Bagdad bastante tiempo antes de que Estados Unidos lanzara la invasión que acabó con el poder de Sadam Husein. Su trabajo fue de vital importancia para la coalición gracias a los buenos contactos que mantenían con el espionaje iraquí y con influyentes grupos chiís.

Antes de comenzar la guerra, Martínez y Bernal fueron los últimos españoles en abandonar Irak, pero regresaron en cuanto pudieron. Se encontraron con que el panorama había cambiado considerablemente: muchos iraquíes del antiguo régimen que habían confiado en ellos se habían dado cuenta de que los españoles habían servido a los intereses de la coalición invasora. La presencia de agentes del CNI aumentó y, entre ellos, llegó Carlos Baró, otro comandante del Ejército, que no tardó en darse cuenta de que en el país ocupado todos tenían identificado a Martínez y que corría peligro. Alertó en la sede central de Madrid y recomendó que su compañero regresara a España cuanto antes. El CNI abrió una investigación y llamó a declarar a Luis Ignacio Zanón, el agente que había pasado en los últimos meses a ser el ayudante de Martínez, tras haberse quedado José Antonio Bernal destinado en la embajada española en Bagdad. Luis Ignacio Zanón, suboficial del Ejército del Aire que estaba de descanso en Madrid, realizó una larga declaración en la que contó que recibía en su teléfono móvil amenazas de muerte, que no habían cesado en los días de descanso que estaba pasando en España.

En aquella investigación, obviamente secreta, debió quedar claro que grupos rebeldes la tenían tomada contra Alberto Martínez y José Antonio Bernal, que tan buen trabajo habían realizado. Unos aseguran que fue porque habían engañado a los partidarios de Sadam para obtener información -el trabajo de cualquier agente- y otros porque habían prometido a algunas de sus fuentes a cambio de información una ayuda –sacarles del país y dinero- y no cumplieron la promesa.

Investigación transcendental.

Ninguna de las dos posibilidades ha sido nunca confirmada por fuentes autorizadas, pero lo novedoso, según la información en poder de Tiempo, es que en la decisión de mantener a los dos agentes en Irak, con el consiguiente riesgo que entrañaba para el resto de sus compañeros, fue determinante que estuvieran llevando a cabo una investigación de suma importancia –algunas fuentes apuntan a que estaban tras el paradero de Sadam Husein-. El riesgo era alto, pero el trabajo muy importante. Al final, los mandos decidieron primar el segundo aspecto.

El criterio no cambió después de que el 9 de octubre de 2003 fuera asesinado en su casa de Bagdad José Antonio Bernal. Un clérigo chií llamó a la puerta y el experimentado agente le abrió sin llevar encima su pistola, lo que denotaba que le conocía sobradamente. Cuando escuchó lo que tenía que decirle, se dio cuenta de que iban a matarle e intentó huir, se tropezó y los tres hombres que acompañaban al clérigo le mataron de un tiro en la nuca. Estaba claro que habían ido a por él y que sabían cómo y cuándo matarle. Si lo hubieran intentado el día anterior se habrían encontrado con Luis Ignacio Zanón, que se había quedado a dormir en casa de su amigo para al día siguiente coger el avión de regreso a España, donde pasaría unos días de descanso. Nadie atendió ni interpretó adecuadamente este nuevo aviso. A final de año el equipo de cuatro agentes encabezado por Martínez debería regresar definitivamente a España, y decidieron mantener los planes como estaban. A mediados de noviembre los cuatro agentes que deberían tomar el relevo tras las navidades viajaron a Irak para preparar un trabajo que consistía en presentar a los colegas de otros servicios y traspasar a las fuentes de información.

Armados solo con pistolas.

El 29 de noviembre los cuatro agentes destinados allí y los cuatro que iban a sustituirles estaban en el sureste de Bagdad, en una localidad llamada Latifiya. Se desplazaban en dos vehículos todoterreno que fueron ametrallados desde un Cadillac blanco. Las primeras ráfagas mataron a dos de ellos e hirió a otros dos. Sin duda, aseguran los especialistas, con coches blindados eso no habría ocurrido. Uno de los coches terminó atrapado en una zona enfangada, lo que impidió que los agentes vivos pudieran aprovechar los minutos en los que habían desaparecido los cinco ocupantes del vehículo agresor para largarse de la escena de la trampa. Nadie quería dejar a sus compañeros heridos en aquella ratonera. Así que con Alberto Martínez muerto, Carlos Baró tomó el mando y decidió telefonear a Madrid al responsable de la misión en Irak.

Según la información en poder de Tiempo, no es al centro de comunicaciones del CNI donde llega esa llamada, sino al móvil personal del coronel responsable, que en esos momentos está de compras en el sótano de unos grandes almacenes. Escuchó la voz de Baró: “Nos han atacado, tenemos por los menos dos muertos. Avisa a la Brigada. Que manden helicópteros”. La llamada se cortó porque no había cobertura en los grandes almacenes. Se repitió al rato y Baró intentó darle al coronel las coordenadas de donde estaban, pero la comunicación se interrumpió sin poder hacerlo. Algunos exagentes se preguntan cómo es posible, con los adelantos que había en el mercado, que los coches no llevaran un sistema de localización. Pues no lo llevaban.

Minutos después del primer asalto, los atacantes, de los antiguos servicios secretos de Sadam Husein, se colocaron en diversos edificios estratégicos en los que podían disparar sin problemas a los españoles. Tenían todo tipo de armas pesadas y de repetición, mientras que los españoles solo contaban con sus pistolas, algo también imposible de justificar, pues con otro tipo de armamento quizás habrían podido ganar tiempo para transmitir su posición. Los agentes fueron cayendo uno tras otro. En veinte minutos quedaban con vida tres agentes, uno de ellos con una herida en el estómago. En los últimos minutos de ataque se sabe que Luis Ignacio Zanón abrazaba al herido animándole a presionar fuerte en el hueco de la bala para tratar de parar la hemorragia, mientras que con la otra mano disparaba las balas que le quedaban en la pistola hasta agotarlas. Podía haber dejado al herido allí e intentar salvarse, pero nunca se le pasó por la cabeza esa idea. En España, donde había estado un mes antes, sus padres le habían pedido insistentemente que no regresara a Irak. Tenía una hernia discal que le molestaba mucho y que le obligaba a inyectarse continuamente para no andar doblado. Además, iba a nacer su segundo hijo, con la mujer que tan feliz le había hecho en los últimos años. Pero nada pudo apartarle de su deber: “Tengo que volver”. Luis Ignacio murió allí abrazando a su compañero y acompañándole hasta el último segundo.

El otro agente que quedaba vivo optó por salir corriendo. José Manuel Sánchez Riera, que no llegó a disparar ni una sola vez su pistola porque dijo que se le había encasquillado, según la versión oficial “se decidió que cruzara la carretera en busca de ayuda”. Pero la versión en medios no oficiales del CNI apunta con toda claridad a que optó por buscarse una solución personal. Al regresar a España tuvo que informar de todo lo que había ocurrido, con problemas psicológicos graves. Como premio, los mandos le mandaron a un codiciado puesto en Estados Unidos.

Los cuerpos de los siete agentes, que fueron pisoteados por una masa de gente histérica que celebraba la muerte de los extranjeros, fueron recuperados y trasladados a España. Se desconoce cuál fue el análisis que se hizo del caso, pero las consecuencias por los errores fueron casi nulas. A Alberto Martínez, Luis Ignacio Zanón, Carlos Baró, Alfonso Vega, José Carlos Rodríguez, José Merino, José Lucas Egea y José Antonio Bernal se les levantó un monolito en la explanada de la sede central y hubo un comportamiento muy encomiable con sus familiares. A cambio, la única consecuencia, también ocultada, pero conocida ahora por este semanario, es que el coronel responsable de la operación fue trasladado a Málaga.

Un portavoz del CNI ha informado a Tiempo de que en su día se publicó una versión oficial de los hechos y que “hay unas lecciones aprendidas para mejorar la seguridad”. Reconoce que “emocionalmente, el Centro lo siente como algo muy próximo”: “Fueron unos hechos dramáticos, de los que no gusta hablar, aunque sí recordar a las personas que dieron sus vidas por España”. Recientemente, los mandos del CNI han dado a una de sus principales salas de reunión el nombre de Héroes de Irak como homenaje a sus compañeros. Preguntado por los detalles del atentado, el portavoz se remitió a una instrucción llevada a cabo en su día por la Audiencia Nacional que no llegó a nada: “No voy a entrar en más detalles”.

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