La duquesa rebelde

21 / 11 / 2014 Luis Algorri
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Cayetana de Alba pertenece a un tipo de aristócrata único y difícilmente repetible. A pesar de atesorar el mayor número de títulos nobiliarios del mundo, hizo siempre lo que le dio la gana. O quizás por ello mismo. Esta es la historia más desconocida de la duquesa rebelde.

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 “¿Qué estoy haciendo aquí? Yo lo que quiero es irme a mi casa”.

Lo primero que hizo en cuanto pudo abrir un ojo fue protestar. No sabía dónde estaba. O sí. Pero no le gustaba, nunca le gustaron los hospitales. Ante ella estaban los médicos, las enfermeras, varios de sus hijos (faltaban solo dos de los seis, que llegarían después), todos con cara de circunstancias. Se hallaba en la clínica Quirón Sagrado Corazón. En Sevilla, sí, pero en la calle de Rafael Salgado, a dos pasos del estadio del Betis. Demasiado lejos de casa, de su casa, del bellísimo palacio renacentista de las Dueñas, al que se entra pasando por un arco en cuyo luneto está, hecho en azulejo, el espectacular escudo de armas de los Alba, ajedrezado en blanco y azul. Y, como casi dijo una vez un personaje de Antonio Gala en la obra Anillos para una dama, lo que le quedaba por hacer quería hacerlo en su casa. Donde vivió lo mejor de su vida. Donde nació y correteó Antonio Machado. En las Dueñas, en el barrio de Santa Cruz, a cinco kilómetros de aquella habitación de hospital con la que no tenía nada que ver.

Hubo que llevarla a su casa. Los médicos insistían en que no, en que mejor atendida que en el Quirón no iba a estar en ninguna parte, pero no hubo nada que hacer. Cayetana, una vez más, había impuesto su santa voluntad y en esta ocasión sí que nadie se iba a atrever a llevarle la contraria, como le pasó tantas otras veces. La rebelde Cayetana, la imprevisible, la indomesticable Cayetana, se había vuelto a salir con la suya.

Llenaron a toda prisa el dormitorio de aparatos clínicos, de botellas de oxígeno, de médicos y enfermeras (los mismos del Quirón), pero todos sabían que no se trataba de eso. La duquesa de Alba había decidido que, si había que partir a un viaje importante, quizá el más importante de todos, quería salir desde su casa. No desde el cuarto de un hospital. Y apenas pasada la medianoche del 18 de noviembre la sacaron de la unidad de cuidados intensivos y, con el ahogo de su neumonía, su insuficiencia respiratoria, su arritmia apenas controlada, sus leucocitos que no remitían y su casi altanera indiferencia a los antibióticos, la llevaron a donde ella quería. A su casa.

María del Rosario Cayetana Paloma Alfonsa Victoria Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paula Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay, decimoctava duquesa de Alba de Tormes, fue siempre una rebelde. Desde niña. De familia le venía, eso es verdad. Su padre, el duque Jacobo, que la adoraba, era un hierro con todos menos con ella, su única hija. Aquel sorprendente híbrido de aristócrata a machamartillo, conservador, intelectual y librepensador bebía los vientos por la niña. La pequeña Cayetana, o Tana como la llamaron siempre (también Tanuca), estaba acostumbrada a ver cómo aquel león, que tuteaba al rey Alfonso XIII, que sabía de arte y de historia más que la gran mayoría de los catedráticos que pasaban por el palacio de Liria (donde ella nació); que tuvo los arrestos suficientes para ganar, con 41 años, una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes, jugando al polo; aquel hombre enjuto e hiperactivo que fue dos veces ministro con el efímero Gobierno del general Berenguer porque el rey se lo pidió; aquel tipo temible que, después de ser embajador de Franco en Londres, tuvo el valor de poner en su sitio al dictador a causa de una mesa, se derretía con ella, y su rigor se deshacía cuando Tana entraba y sonreía, y todo se lo consentía. O casi todo.

La misma Cayetana contó alguna vez aquella anécdota de la mesa. Esto es poco conocido. Franco había ganado la guerra y el palacio de Liria, casa generalicia de la familia, había sido bombardeado... por la aviación franquista mientras los Alba estaban exiliados en Inglaterra. El duque Jacobo, monárquico hasta la última célula de su sangre, había abandonado el puesto de embajador de Franco en Londres cuando el nuevo rey (sin corona) de España, don Juan de Borbón, así se lo pidió a todos los aristócratas después de firmar el manifiesto de Lausana, en 1945, convencido de que al general le quedaban semanas en el poder. El duque de Alba fue el primero en obedecer a su rey. Una bofetada en toda regla para el dictador.

Pero Franco sabía que, en aquellas circunstancias, no podía enfrentarse al primer aristócrata de España, por más que se dijese que pertenecía a la Masonería, que era algo que a Franco le ponía literalmente enfermo. Y llamó al duque Jacobo para que tomase café con él en El Pardo. Trataba de hacer las paces.

Cayetana, riéndose, contó alguna vez cómo el tremendo duque le dio largas a Franco y le dijo:

–Muy bien, ya veremos. Pero de momento, general, devuélvame esta mesa. Es mía. Estaba en Liria y ya la había echado de menos. La verdad es que no me explico cómo puede haber llegado aquí... Si quiere le digo lo que hay en los cajoncitos que tiene ahí a la derecha.

Franco se puso rojo como un pimiento, pero le devolvió la mesa. Qué otra cosa podía hacer.

Padre y madre.

El duque Jacobo adoraba a Tana y la trataba como a una diosa quizá porque sabía que su deber era hacer con ella dos papeles a la vez: el de padre y el de madre. María del Rosario de Silva y Gurtubay, la esposa del duque y madre de Cayetana, marquesa de San Vicente del Barco, pasó por la vida de aquella niña con extrema brevedad: murió a los 34 años, cuando la cría tenía apenas 8. Se la llevó la tuberculosis. La enferma estaba en Suiza. Cuando tuvo claro que se moría, decidió irrevocable, obstinadamente, regresar a España para emprender el último viaje. A su casa. También.

Tana apenas la recordaba: una sombra tímida de la infancia, muy delgada y triste, que falleció más o menos cuando Gil Robles ganó las elecciones de 1934 y Tana era una criatura rubita que ya sabía cómo sonreír para hacer de su padre lo que quisiese.

O casi. No entendía muy bien por qué Miss Willison, su institutriz desde que nació, se inclinaba ceremoniosamente para saludarla, pero lo aceptaba como cosa completamente natural: no conocía otra cosa. Tampoco se hacía una idea clara de qué significaba aquella retahíla que la nanny y su abuela Rosario, que había sido dama de la reina Victoria Eugenia, se empeñaban en enseñarle contando por los dedos: futura duquesa de Alba de Tormes, duquesa de Berwick y de Huéscar; marquesa de San Vicente del Barco (como mamá, que ya no es-taba) y condesa de Siruela, de Salvatierra y de Modica. Esos eran sus títulos
 a los 8 años.

Pero la infancia fue, además de breve, a veces triste y en algunas ocasiones muy negra. Cuando, en 1931, el rey Alfonso se fue al exilio empujado por la República, el duque Jacobo creyó un deber seguirle y se fue con toda la familia a París. Tana lo pasó mal y tampoco habló casi nunca de esto. Para empezar, tuvieron que operarla de apendicitis. Luego, el duque la metió (con harto dolor de su corazón) en un colegio, el parisino de la Asunción, que Cayetana ha recordado siempre como algo bastante semejante al infierno o a un internado sacado de una novela de Dickens. Se sintió sola y abandonada. Pero no se doblegó. Tenía conciencia, aunque fuese muy nebulosa, de ser una Alba. Puede que ahí comenzase su rebeldía, que no la abandonaría jamás.

La mendiga.

Su padre siempre le dijo lo mismo: viaja y comprenderás el mundo; aprende idiomas y conocerás gente interesante. Eso hizo. Desde niña se acostumbró a Londres, a París, a Italia. Pocos saben que cuando viajaron a Egipto, al duque y a Tana les acompañaba a todas partes nada menos que Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón. Pero Tana era mucha Tana. Siempre ha recordado el día en que dio esquinazo a todo el mundo, se vistió con harapos, se sentó en una calle de El Cairo y se puso a pedir limosna. La riñeron mucho, por rebelde, pero luego la quisieron más. Quizá de eso se trataba.

Londres tampoco fue precisamente fácil. Se fueron allí cuando estalló la guerra. El duque Jacobo había aceptado el nombramiento de embajador de Franco, pero la otra guerra, la grande, la segunda mundial, hizo ver a aquella niña de 13 años lo que era el sufrimiento de verdad. El de todos. Las bombas de los nazis caían por toda la ciudad mientras los reyes ingleses, Jorge y María, también amigos de papá, habían decidido quedarse en la ciudad para compartir las penalidades de sus conciudadanos. Tana, ya una adolescente, trataba con mucha cortesía al primer ministro, sir Winston Churchill, quien se empeñaba en explicarle que él era, en realidad, pariente suyo. Era verdad. Doscientos cincuenta años antes, el rey Jacobo II Estuardo tuvo un lío con una dama llamada Arabella Churchill. Debió de ser algo más que un simple lío porque la pareja tuvo nada menos que cuatro hijos, desde luego bastardos, como se decía entonces. Uno de ellos fue James Fitz-James... de quien viene el apellido Fitz-James Stuart (Estuardo) de la familia Alba. Así que el ceremonioso y sonriente sir Winston, cuyas hijas saludaban a Tana con una estudiada reverencia, y aquella rubia rebelde tenían architatarabuelos comunes. Eran los días en que la hija del duque Jacobo, cuando no estaba en su colegio londinense de Kensington, jugaba y compartía confidencias con otra chiquilla que tenía casi exactamente su misma edad: Lilibeth, la futura Isabel II de Inglaterra.

Iban y venían. El duque, embajador de Franco en Londres mientras volvía el Rey al trono (pero aquello se retrasaba, se estaba demorando mucho), no quería que su hija, que ya hablaba cinco idiomas, perdiese contacto con España justo en la adolescencia. Le puso profesores de español. También una institutriz cuyo cometido era enseñarle cultura española, como si fuese una reina exiliada.

El primer amor.

Quizá se sentía así a veces. Pero en 1942, cuando estaba en Madrid, la invitaron a la plaza de las Ventas y uno de los diestros le brindó la muerte de un toro. Cayetana se quedó sin respiración. Acababa de cumplir 17 años y no había visto nada más hermoso en toda su vida. Aquel magnético mozo de 20 años se llamaba Pepe Luis Vázquez.

Los dos dijeron siempre que aquello fue muy inocente, pero al duque Jacobo, que veía crecer la hierba, le faltó tiempo para llevarse a su hija de nuevo a Londres, a que llorase ausencias todo lo que quisiese. El torerito guapo se las ingenió, sin embargo, para meterse en la impresionante fiesta de puesta de largo de Cayetana, que se celebró en Sevilla (en las Dueñas, naturalmente) en abril de 1943, con 2.000 invitados, muchos alojados en barcos amarrados en el Guadalquivir; fue cuando su padre le regaló el ducado de Montoro. Ellos sabrán lo que pasó, porque Cayetana ya sabía entonces aquella copla española del Renacimiento: “Madre, la mi madre, / guardas me ponéis; / que, si yo no me guardo, / mal me guardaréis”.

Cayetana, que había nacido en Liria, ya era la que sería para siempre: sevillanísima, espontánea, presumida, divertida, rompecorazones... y, desde luego, una Alba de los pies a la cabeza. Tenía a gala no maquillarse porque decía que no lo necesitaba, pero era fama que nadie llevaba la mantilla española como la llevaba ella. Siempre presumió de que iba por la calle provocando desmayos de cuanto galán se cruzaba con ella.

Algo de esto debía de saber el duque, porque en octubre de 1947 casó a aquella rebelde ingobernable no con quien ella quería (que habría querido a tantos) sino con quien debía, como entonces hacían los reyes. El elegido fue un muchacho apuesto, tímido, perfectamente educado y, desde luego, noble: Luis Martínez de Irujo y Artázcoz, siete años mayor que ella, hijo de los que eran duques de Sotomayor y marqueses de Casa Irujo.

En veinte años, entre 1948 y 1968, llegaron los seis hijos: Carlos, Alfonso, Jacobo, Fernando, Cayetano y, por fin, Eugenia Martínez de Irujo y Fitz-James Stuart. Poco antes de la llegada del tercero murió el duque Jacobo. Cayetana puso su nombre al siguiente hijo y, de la noche a la mañana, se hizo dueña de más títulos nobiliarios que ninguna otra persona en el mundo; incrementaría su colección hasta reunir seis ducados, un condado-ducado (el de Olivares, nada menos), 19 marquesados, 20 condados y un vizcondado, que entre todos reúnen hoy 16 grandezas de España.

Su voluntad.

Cayetana ha vivido siempre en una contradicción insoluble. Estaba en este mundo –y ella lo sabía– para hacer lo que le diese la gana, pero esa voluntad tropezaba con un obstáculo imposible de sortear: ella misma. Era la duquesa de Alba de Tormes y todo el mundo repetía la tontería de que, si se cruzase en un pasillo con la reina de Inglaterra, su vieja amiga Lilibeth, sería esta quien debería cederle el paso, cuando es obvio que el rango regio (Isabel es tres veces reina: también de Australia y Canadá cuando está allí) prima sobre todos los demás.

El caso es que era la mayor y más conocida aristócrata de España, y su carácter extravertido y espontáneo hizo muy pronto que la prensa llamada social la convirtiese en protagonista de sus páginas. Hiciese lo que hiciese. Y eso ha sucedido desde los pacatos años 50 hasta hoy mismo. En esas condiciones, con los periodistas siempre detrás, es muy difícil hacer lo que a uno le apetece. Por más duquesa que se sea.

Sus hijos, además (sobre todo algunos) salieron más al abuelo Jacobo que a ella. Eran más Alba que nadie. La han tenido que vigilar (o lo han querido así) para que no se excediese en sus alegrías.

Que las ha tenido siempre. Pero también una conciencia muy clara de quién era. A la duquesa por antonomasia, a aquella duquesa que no se parecía a ninguna otra, le han gustado siempre mucho los toros, y ha ido cuanto ha podido, pero jamás se le vio perder la compostura por más que sonriese. Le entusiasmó siempre el baile flamenco, pero se hizo enseñar por los mejores maestros porque no debía jamás hacer el ridículo, ni aunque bailase (como siempre le gustó) descalza. Tuvo sus veleidades de pintora y hasta colgó cuadros alguna vez en exposiciones benéficas, pero una persona que ha nacido entre murillos, goyas y tizianos; una persona que tiene en casa (o en sus casas) una de las más asombrosas colecciones privadas de arte que existen en el mundo, como bien pudo verse en la reciente exposición celebrada en el palacio de Cibeles de Madrid (El legado de la casa de Alba, 2013), no hace el tonto creyéndose lo que no es y dándoselas de genio de la pintura: así se refleja en las entrevistas que le hicieron, en las que se muestra con una humildad que para sí quisieran muchos.

Nunca fue una gran lectora ni una sesuda intelectual, como fue su padre, pero es que tampoco presumió de ello. Le bastaba con su educación y con el ambiente en que vivió desde niña para no desentonar entre escritores, arquitectos, académicos o músicos.

Otra anécdota desconocida que dice mucho de su salero: cuenta cierto prestigioso crítico musical que, hace ya bastantes años, acompañaba a Cayetana de Alba en Roma, en la representación de la ópera Lucrezia Borgia, de Donizetti. Uno de los personajes, en el primer acto, se resiste a cometer una tropelía porque teme “il furor della Duchessa”. Cuando Cayetana lo oyó (siempre habló perfectamente italiano) se echó a reír en el palco, zumbona: “No lo dirán por mí –bromeó–, porque no es para tanto. Qué mala fama me ponen, hasta en la ópera...”. Evidentemente, Cayetana no era tan tonta como para creer en serio que alguien había metido aquella frase (que está en el libreto de Felice Romani) por ella. Solo estaba gastando una broma. Una de esas bromas que tantas veces le han costado caras, porque Cayetana confió siempre (sin duda imprudentemente) en la bondad natural de cuantos se le acercaban. Tremendo error que jamás pudo evitar.

El plantón real.

Cuando el duque Luis, su marido, murió en 1972, Cayetana se sintió verdaderamente sola, si no por primera vez en su vida, al menos sí desde los terribles tiempos del internado parisino. Luis Martínez de Irujo había sido para ella no solo un marido sino también un padre y un protector. Ambos sufrieron mucho con la leucemia de aquel hombre bueno que la quería y la comprendía. Cayetana parecía destinada por el tremendo peso de la historia (y por algunos de sus hijos, particularmente puritanos) a convertirse en algo así como una viuda perpetua cubierta con tocas negras. Una estatua.

De ninguna manera. Un día se tropezó con un intelectual de verdadero peso en la España de la Transición: Jesús Aguirre. Hijo de madre soltera. Cura secularizado. Con fama algo turbia (para la época, al menos) en ciertos ambientes de la noche madrileña. En fin: cualquier cosa menos un tipo recomendable para la “buena sociedad”.

Pero la hacía reír, la comprendía, la consentía y era su cómplice. La duquesa de Alba, con sus cincuenta y tantos títulos nobiliarios a cuestas y sus 52 años, se casó contra viento y marea con el cura Aguirre, que en pocas semanas pasó de ser un “rojo peligroso” a comportarse con un empaque, una distinción y una prosopopeya que habrían pasmado incluso a don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba en el siglo XVI, conocido en la historia como el Grande.

Uno de los principales obstáculos que tuvo que vencer fue el de sus hijos, por lo menos algunos. Pero allí salió, y como nunca, la rebelde, la obstinada, la determinada Cayetana. Logró que la familia diese la bienvenida “a la casa de Alba”, como dijo uno de ellos, a aquel señor tan raro. Y preparó una venganza colosal para los aristócratas que muy pronto comenzaron a dar, altivos, la espalda al duque advenedizo y parvenu.

Fue el 12 de junio de 1991. El rey Juan Carlos, que siempre tuvo con los nobles españoles una distancia más que prudente (no quiso nunca “corte” al estilo de su abuelo, ni siquiera al de su padre en Estoril), había convocado por fin a la Grandeza de España en Palacio. Estaban todos, como es natural. Todos... menos la primera. Cayetana de Alba, quién sabe si de acuerdo con el Rey (al menos don Juan Carlos fue el único que se rio de aquello), no se presentó porque, según dijo, tenía “una agenda muy abultada” para aquel día. Más chusca aún fue la excusa del ninguneado duque: aseguró que tenía un flemón tan tremendo que casi le tapaba un ojo. Puede que fuese cierto, aunque la verdad es que nadie vio aquel flemón. Pero fue mano de santo. La aristocracia (hay que admitir que no toda, pero sí muy buena parte) acabó por aceptar a aquel señor súbitamente tan atildado y ceremonioso que estaba poniendo orden en el gigantesco e inextricable archivo documental y artístico de la casa de Alba: un trabajo que Aguirre hizo con asombrosa pulcritud y eficacia.

Las malas bodas.

Cayetana tuvo la desdicha de ver cómo a sus hijos les pasaba lo que le pasaba a muchísima gente en la España moderna: que sus matrimonios, invariablemente celebrados con grandes fiestas y alegrías, iban naufragando uno tras otro. No lo entendía. Quiso siempre a sus nueras y exnueras como si siguiesen formando parte de la familia. Pero el preferido fue su yerno Francisco Rivera, que se casó con la pequeña, Eugenia, la debilidad de su madre. Pocas veces se vio a Cayetana tan ilusionada como con aquel torero tan guapo que tanto le recordaba a su primer amor, Pepe Luis Vázquez. Tenía la sensación de que la historia se repetía y, esta vez, con final feliz.

No fue así. Menos de cuatro años después, las infidelidades de Fran, como le conocía todo el mundo, hicieron que Eugenia (tan parecida a su madre) sacase a relucir la casta de los Alba y se divorciase, a pesar de que Cayetana no perdió la esperanza de una reconciliación hasta el último segundo y trató de reunir de nuevo a la pareja hasta que, por una vez, la realidad pudo más que ella.

Y casi al mismo tiempo, en 2001, llegó el peor de los golpes: su segundo marido, Jesús Aguirre, once años más joven que ella, fallecía de un cáncer de laringe. Cayetana volvió a quedarse sola. Las imágenes de aquel funeral son inolvidables. Cayetana estaba deshecha de dolor y, por primera vez desde que tenía uso de razón, ni se molestó en ocultarlo. Por más Alba que fuese.

El final feliz.

La última parte de esta historia es reciente y más conocida. Cuando nadie lo esperaba en absoluto –ni ella misma–, aquella mujer de 82 años, que se empeñaba en no perder la sonrisa y que seguía atendiendo a los periodistas del corazón creyendo que todos ellos la respetaban y la tomaban en serio (y no era así: la telebasura había hecho estragos desde hacía años en la buena educación de algunos profesionales), empezó a dejarse ver, cada vez con más frecuencia, acompañada de un señor casi un cuarto de siglo más joven que ella. Un antiguo amigo del fallecido Jesús Aguirre. Se llamaba Alfonso Díez Carabantes, era natural de Palencia y funcionario. Cuando no hubo forma de ocultar que aquello era un noviazgo y que acabaría en boda, estalló la guerra civil en el palacio de Liria.

Cayetana tuvo que sacar fuerzas de donde ya no las tenía para doblegar la rebelión de sus hijos, que veían en Alfonso a un advenedizo que se estaba aprovechando de una anciana y que pretendía quedarse con lo que no era suyo. Alfonso tuvo que enfrentarse a los Alba y renunciar terminante, explícitamente, a cualquier beneficio futuro. Lo que él quería era acompañar durante el resto de sus días a una persona por la que sentía sincera devoción. La rebelde volvió a salirse con la suya. En octubre de 2011 se casaron en el palacio de las Dueñas (cómo no) la duquesa de Alba, de 85 años, y Alfonso Díez, que iba a cumplir 61. La indoblegable Cayetana logró que el padrino fuese su hijo Carlos, duque de Huéscar, dos años mayor que el novio. La duquesa volvió a sonreír. Le pesase a quien le pesase. Sabía que nunca más estaría sola. Mucha gente pensó que aquello no fue verdadero amor sino necesidad de compañía. Algo comprensible en una octogenaria.

La última vez que se vio en público a Cayetana de Alba fue muy pocos días antes de su ingreso en el hospital. Estaba buscando por la calle personalmente, a sus 88 años, un regalo sorpresa: era el cumpleaños de Alfonso, su marido. Y más que eso: su mejor amigo.

Luego vino el ahogo, la insuficiencia respiratoria, la arritmia, el ingreso en el hospital. Y la última rebeldía:

–¿Qué estoy haciendo aquí? Yo lo que quiero es irme a mi casa.

Y allí se fue. Pero lo hizo, como siempre había hecho, a su manera. Como ella quería. Como la última de una especie que se acaba y que no se repetirá jamás. La de los aristócratas más parecidos a los cuadros de Goya que a la España del siglo XXI. La de aquellos que se permitieron el lujo de ser rebeldes.

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