La corrupción y el síndrome del colesterol bueno

28 / 07 / 2017 Agustín Valladolid
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La tesis de que la corrupción de menor cuantía es algo inevitable incorpora un pernicioso factor de tolerancia.

Primera sesión del macrojuicio por la trama Gürtel. Foto: Chema Moya/EFE

Un relevante personaje argentino, residente en Estados Unidos y de paso por España, me decía hace unos días que no entendía el quilombo que teníamos montado aquí con la corrupción. Que para corrupción la de Iberoamérica, donde la mayoría de los Gobiernos vaciaban sistemáticamente la caja del Estado y en algunos casos la siguen vaciando. Que al lado de ese latrocinio estructural, lo nuestro, lo de España, es peccata minuta, una gota en el océano de la corrupción mundial.

He escuchado muchas veces argumentos parecidos, habitualmente, ahora que hago recuento, por boca de personas ajenas a la política que se sentían con libertad para exponer sus opiniones sin miedo a que fueran reproducidas en algún medio de comunicación. Sin embargo, esta línea de razonamiento, por lo común bienintencionada, valedora de esa otra tesis compartida por muchos y que reivindica un país mucho mejor del que pintamos los propios españoles, se asienta en una lectura incompleta de las causas de la corrupción en nuestro país. Y, sobre todo, introduce en el debate un pernicioso factor de tolerancia frente al fenómeno.

Hay corrientes académicas que defienden la teoría de que un nivel bajo de corrupción puede ser incluso beneficioso, en tanto ayuda a superar las ineficiencias burocráticas del sistema. Se trata de una visión exclusivamente economicista, reforzada por quienes se sienten obligados a patrocinar la idea de que en España la corrupción no afecta al crecimiento. Así lo manifiestan con reiteración algunos responsables públicos, como el Alto Comisionado del Gobierno para la Marca España, Carlos Espinosa de los Monteros, que no se cansa de repetir que, “por fortuna, la corrupción está teniendo una repercusión escasa en nuestra imagen internacional”.

Ocurre, sin embargo, que es esta una verdad a medias, por cuanto no existe un cálculo fiable, en clave de balanza de pagos, del impacto exterior de la corrupción. Sí lo hay, en cambio, sobre el coste de esta en términos de calidad de vida de los ciudadanos, lo que Alma Agustí llama en Agenda Pública el “coste social de la corrupción”: 40.000 millones de euros, según la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC). Eso sin contar otros 48.000 millones negativos que supone, siempre según la CNMC, la falta de competencia, una forma más sutil de corrupción, herencia todavía no amortizada de la autocracia.

Deterioro institucional

Para concluir con las cuentas imposibles de la corrupción en España, deberíamos tener también en consideración la factura en euros de la inestabilidad política provocada por la desconfianza en las instituciones, y que deriva de las conductas corruptas. Así que, en lugar de afirmar tan rotundamente que el latrocinio de las tesorerías públicas no afecta al crecimiento, sería más honesto reconocer que lo que de verdad ocurre es que no hay demasiado interés por saber la verdad. Los casos Gürtel, Púnica o ERE, pueden ser el chocolate del loro en términos absolutos, pero pagan un peaje social y político, y por tanto también económico, incalculable.

Si nos atenemos a la corrupción estrictamente política, aquella que tiene su origen en la creciente dificultad a la que se han enfrentado los aparatos de los partidos para sostener estructuras descomunales; o esa otra que nace del descubrimiento de que la política es el camino más corto hacia la prosperidad; si nos atenemos a una de estas variables, debiéramos concluir que estamos en el buen camino, que en España los mecanismos de control funcionan razonablemente, incluso que los excesos provocados por el afán justiciero de algunos son un tributo asumible para alcanzar aceptables niveles de limpieza. Pero la corrupción es más que eso; y la complacencia siempre viene acompañada de un aumento en los niveles de riesgo.

La declaración de Mariano Rajoy ante el tribunal de la Gürtel es una señal de normalidad democrática; pero no es más que eso, una tenue señal. Lo que es urgente es lograr que en España la corrupción deje de ser un factor determinante de empobrecimiento, de desigualdad, de desconfianza institucional. Y para ello, hay que esquivar el riesgo de tratar la corrupción de perfil bajo, de menor cuantía, como algo parecido al colesterol bueno, y empezar a considerar como tal prácticas ideadas para saquear impunemente los bolsillos de los ciudadanos, como las cláusulas suelo.

Cataluña

Iceta, el mediador

Desde el Gobierno se vienen cuidando desde hace tiempo determinadas relaciones con políticos catalanes que podrían jugar un importante papel tras el 1-O. Uno de ellos es Miquel Iceta, con quien la vicepresidenta Sáenz de Santamaría conversa con cierta asiduidad. Al primer secretario del PSC se le ve desde Madrid como una de las pocas personas que podrían jugar en el futuro un papel relevante de cara a reconstruir puentes con el Estado.

Miquel-Iceta-F
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