El diario de Léautaud

29 / 12 / 2016 Ignacio Vidal-Folch
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Como persona, Léautaud no fue agradable ni generoso, pero fue honesto.

Paul Léautaud (1872-1956) no fue un ser humano admirable. Nada diré de su aspecto físico harapiento y zarrapastroso, ni de su voz aflautada y chillona que puede escucharse en las entrevistas radiofónicas que circulan por Internet; ni del hedor corporal que le acompañaba, ya que en eso no tenían la culpa él sino los veinte gatos con los que convivía y compartía lecho en la casa sin luz eléctrica pero con jardín selvático (para que los gatos se sintieran a sus anchas) cuyo alquiler se llevaba buena parte de los emolumentos con los que la revista Mercure de France pagó sus leales servicios editoriales durante décadas. Nada diré de su mezquindad. Solo diré que como persona no fue agradable ni generoso pero fue honesto.

Aunque no esculpida en mármol travertino sino más bien en fango humano, demasiado humano, la personalidad de Léautaud fue escultórica, pues fue un personaje único en su honestidad impúdica y en su materialismo raso, incesante, orgulloso: todo un carácter. El autorretrato minucioso que sale de las miles de páginas del Diario literario, y los juicios que en él se dictan sobre los escritores contemporáneos –entre los cuales solo Valéry le parecía invariablemente estupendo–, constituyen una lectura adictiva, ahora accesible a los lectores españoles que no dominen la lengua francesa, gracias a la edición en la nuestra de una competente antología de cerca de mil páginas, las mismas que desde hace unas décadas circulan en su lengua original, seleccionadas por especialistas de la misma editorial de Mercure de France. Dudo que estemos ante un monumento indiscutible de la literatura o ante una mente prodigiosa. ¿Cómo podría calificarse de gran inteligencia la de un autor que, cuando la Wehrmacht arrolla al Ejército francés y se acerca vertiginosamente a París, señala que todo eso apenas le importa, que lo que le preocupa de verdad son sus gatos, y que es un fastidio que en todas partes la gente esté atenta a sus transistores a todo volumen, porque ahora, con tanta radio, hasta los bulevares más tranquilos se han vuelto estrepitosos? “Pauvre con.”

El Diario de su contemporáneo (aunque murió mucho antes) Jules Renard, del que traduje una somera antología que sigue reeditándose periódicamente, sí es la obra maestra diarística de la literatura francesa. Y el de Léautaud, no. Hay muchos motivos, pero uno de ellos lo explica la anécdota del encuentro de este con Ernst Junger, oficial de las fuerzas de ocupación alemanas. Hablaron y se entendieron. Si de nosotros dos dependiese, dijo Léautaud, la paz se firmaría en cinco minutos. Junger comentó que esa noche se sentaría a corregir sus diarios, a reescribirlos. Léautaud le censuró: él postulaba que, para constituirse en valioso documento de época el diario no se debe reescribir ni corregir, no, debe permanecer fiel al momento en que se escribió. Craso error, que explica su inferioridad respecto a Junger y a Renard.

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