Camino a Trinidad

09 / 03 / 2017 Ignacio Vidal-Folch
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¡Gracias!

Las frases finales de la primera novela de José Andrés Rojo resuelven todo el libro.

“Yo tuve mucho tiempo un jersey blanco con motivos indígenas de color marrón a la altura de la cintura. En Trinidad hace mucho calor, pero yo me acuerdo de Nicolás con ese jersey blanco”. Las últimas frases de la novela –mejor sería aquí el término anglosajón “a memoir”, que como todo escrito autobiográfico incorpora también elementos de ficción–, que sin duda sonarán factuales y banales para quienes no hayan leído el libro, estas frases sobre uno de los protagonistas, desaparecido en confusas circunstancias, punzan con la agudeza de una aguja la conciencia del lector y resumen o resuelven el libro entero. Que desde luego no va de jerséis blancos ni negros sino que es un baile, a ritmo adagietto, que bailan la tragedia de la vida y el naufragio del recuerdo. Efectivamente, el desaparecido –aquí, Nicolás–, no sabemos cómo murió ni exactamente dónde, ni legítimamente podemos preguntarnos el porqué, ya que en ese terreno de última frontera no se atiende a ninguna pregunta racional; y no solo no supimos hacer nada para frenar el curso de los acontecimientos (no digamos ya frenar el Tiempo) sino que ni siquiera acabamos de entender por qué, al recordar a aquel muchacho en el viaje fluvial que hicimos juntos treinta años atrás, le vemos llevando puesto el jersey blanco, si hacía tanto calor... La memoria no es que tenga estos fallos de racord sino que el fallo de racord es su pura sustancia.

Hablo de Camino a Trinidad, primera novela de José Andrés Rojo. Algunos comentaristas han subrayado elementos que hacen especialmente interesante y raro ese “retorno boliviano”; entre ellos, el puente que tiende entre los imaginarios, experiencias y contextos de una generación iberoamericana con su gemela española, que resulta ser la del autor y la mía, y quizá por esta proximidad me afectó más la lectura, pero en cualquier caso un puente de este tipo es una ampliación del campo para la mirada, un elemento civilizador. Yo valoro también episodios realistas y extraños: la dinámica grupal que lleva a unos chicos universitarios de izquierdas, unos pipiolos, a la decisión de alzarse en armas o sea a ir a los barrios bajos de La Paz a comprar una Smith & Wesson, la mar de cohibidos; o el paseo por la prisión para visitar a un viejo camarada que se sacó el título de piloto de avión y se metió en el tráfico de cocaína; o la reconstrucción de la ruinosa aventura guerrillera del Che Guevara; y claro, el viaje fluvial amazónico donde en una atmósfera pegajosa, tropical, el narrador va leyendo Así habló Zaratustra, libro a la vez libertador y de una pomposidad grotesca, que tan importante fue para quienes lo leímos hacia 1976, aunque no fuese en aquel escenario asombroso.

Experiencia y meditación, historia, naturaleza y personaje están muy bien ligados en el escenario del recuerdo, escenario en cuya confusión de destellos y nieblas alcanzo a distinguir a Nicolás, con un jersey blanco, aunque no entiendo por qué lo llevaba, si hacía tanto calor y era mío.

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