El español extremo

20 / 03 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

Lo que vemos ya lo hemos visto. Parece que hoy vuelve la figura de Felipe Ducazcal, célebre personaje del XIX.

Hace ya muchos años que dejé de creer que todo lo que nos pasa sucede gracias a un plan, a un designio del Cielo. Sí hay casualidades, sí hay azar y aquella frase de Jorge Luis Borges, “llamamos azar a los mecanismos que no entendemos del funcionamiento de las cosas”, no pasa de ser una boutade medio poética del gran argentino. Como tantas más de las suyas.

Pero me hace gracia que precisamente ahora, cuando el descrédito de la profesión periodística es mayor que nunca, y cuando a los escribidores nos acosan, amenazan y acojonan no ya los Gobiernos (eso ocurrió siempre) sino aquellos chicos románticos que venían a regenerar la democracia, porque sí se puede y porque lo llaman democracia y no lo es, aparezca por la redacción un compañero nuevo que me descubre la figura de un español de hace poco más de un siglo que se me antoja fascinante. Les hablo de Felipe Ducazcal Lasheras.

A ustedes seguramente no les sonará de nada. Es tremendo esto. Felipe Ducazcal tuvo, en Madrid, un entierro que habría dejado al de Tierno Galván reducido a la categoría de grupito de amigos.  Era uno de los personajes más populares del Madrid de su tiempo (la segunda mitad del XIX) gracias a prendas, que se decía entonces, que nadie más reunía en grado tan extremo.

La más notable era una simpatía extraordinaria, un don de gentes que no tenía nadie más. Iba Ducazcal por la calle haciendo amigos, saludando, abrazando a gentes de todo pelaje cuyos nombres y peripecia recordaba sin titubeos. Como le pasaba a Adolfo Suárez, cuando este señor te daba la mano te hacía sentir que eras, para él, la persona más importante del mundo.

Luego estaba su impresionante generosidad. Este masón apasionado (lo documenta Nicolás Díaz y Pérez, que es algo así como el índice onomástico de los masones españoles de aquel siglo) empezó desde muy abajo, en la imprenta de su padre (los Ducazcal fueron siempre una larga estirpe de impresores), e hizo un poco de todo para buscarse la vida. Fue mancebo de botica y también algo tan curioso como jefe de la claque del Teatro Real: es decir, el que mandaba en la bien adiestrada tropa de aplaudidores a sueldo que podían convertir, el día del estreno, una birria en un éxito. Y también al revés.

Pero era, vuelvo a decir, un tipo extremo. Los daba la época. Eran los tiempos en que un español de tamaño medio podía ser cualquier cosa, pero siempre ardiente, apasionadamente. Contemporáneo y sin la menor duda amigo de Ducazcal fue Antonio Rodríguez García-Vao, que en 23 años tuvo tiempo de licenciarse en Filosofía y Letras y en Derecho, de ejercer de abogado, profesor, periodista, escritor, republicano furibundo, masón apasionado, anticlerical ardiente, de escribir llameantes artículos contra el clero y de morir apuñalado en la glorieta de Bilbao por un sicario de la extrema derecha, todo eso a enorme velocidad. Hoy tiene un mausoleo imponente en el Cementerio Civil de Madrid, costeado por suscripción popular.

Ducazcal era algo parecido. El crío que mandaba aplaudir en el Real acabó siendo uno de los empresarios teatrales de mayor éxito de Madrid, y en su Teatro Felipe se estrenó nada menos que La Gran Vía, de Federico Chueca. Llegó a regalar el aforo entero del teatro solo por hacerle un favor a un amigo. Aquel tipo irresistible parecía vivir la vida como si fuese una ópera de Verdi, seguramente Il Trovatore, cuyo apasionadísimo héroe muere por sus ideas. Ducazcal no podía ser menos y –aquí la historia y la leyenda se mezclan de manera impenetrable–, amigo fidelísimo del masón general Prim como era, se ofreció a sustituirle en un duelo a pistola que había de enfrentar al militar con un mal bicho, José Paúl y Angulo, que hacía con su periódico El combate más o menos lo mismo que hacen hoy las juventudes tuiterianas con los periodistas que no escriben al gusto del podemisticismo. Como quedaba medio feo que el jefe del Gobierno se batiese en duelo, el arrebatado Ducazcal se ofreció a sustituirle... pocos días después de su propia boda. Eligió padrinos. En aquella helada mañana de noviembre de 1870 estuvo ensayando los disparos en un descampado de la Castellana. Era un hacha con el gatillo. Pero cuando llegó a las tapias del cementerio de San Isidro y vio al otro canalla, se le encendió la sangre, se sintió Manrico cantando Di quella pira, arrojó teatralmente el carrick al suelo y... falló. Acabó recibiendo un balazo en la cabeza que lo mató... veinte años después, porque hasta en eso era extremo aquel hombre, aunque sí es verdad que entre el balazo y la muerte tuvo algunos dolores de cabeza: la bala seguía allí.

Ducazcal, apasionado defensor de la libertad de expresión, entendió este concepto como la obligación de descalabrar a palos a los que escribían contra sus ideas (que fueron cambiando bastante con el paso del tiempo), y así fue el fundador de la Partida de la Porra, temido grupo que hacía con los escribidores de derechas lo que muchos de los actuales tuiteros dicen que harán con quienes no comulgan con las ruedas de su molino.

–¿Está usted comparando a los tuiteros con una banda de matones?

–No. Tampoco comparo una manzana con un manzano. Son cosas distintas.

Hasta de subir en globo tuvo tiempo aquel tipo fascinante que no dudaba en arruinarse para favorecer a los pobres o a las víctimas de una tragedia. Esto se decía del fundador del Heraldo de Madrid:

“La cuestión piramidal / que ocupa en este momento / a toda la capital / es el viaje por el viento / de Felipe Ducazcal”.

Lo que daría por haberle conocido.

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