Los Panero vuelven a casa

31 / 07 / 2014 Antonio Puente
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Ya se han muerto todos: el último, Leopoldo María. Ahora comienza la recuperación de su obra y de su memoria, con la transformación de la casa astorgana de los Panero en un museo.

Entre el encastillamiento del big-brother, Juan Luis (1942-2013), el mauditismo a la vez egocéntrico y centrífugo de Leopoldo María (1948-2014) y el diletantismo afable y canallesco de Michi (1951-2004), los tres hermanos vivieron en una perenne y turbulenta orfandad, con la ascendencia estigmatizada y sin descendencia, bajo el perpetuo lema de “Panero para hoy y hambre para mañana”... Al tiempo que se acaba de publicar el libro testamentario del último de la saga, Rosa enferma (Huerga & Fierro);  se cumplen 20 años de Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, el cinéma-vérité de la imposible terapia de familia, donde se percibe la desfavorable evolución de los pacientes de El desencanto, (1976), de Jaime Chávarri, quince años atrás. En septiembre se cumple un año de la muerte de Juan Luis, desaparecido en el centenario de la matriarca de la saga, Felicidad Blanc (1913-1990), que quedó viuda prematura del poeta de adscripción franquista Leopoldo Panero (1909-1962); este, muerto a los 53 años (a la misma edad, por cierto, que su hijo menor, Michi), no alcanzaría a saber que sus vástagos serían poetas, ni personas tan convulsas; y, en cambio, en su poema Epitafio escribió: “Ha muerto acribillado por los besos de los hijos”...

El último en partir.

El libro póstumo de Leopoldo María, que, nadie lo hubiera previsto, ha sido el último en marcharse (el pasado marzo, el mismo mes y diez años después que el benjamín de la saga), se ha presentado en la casa familiar de Astorga. Y tras años de ausencia y telarañas, con la saga/fuga dispersa e incomunicada (hasta la muerte de Michi, que era quien mejor se llevaba con los otros dos hermanos, y hacía de discreto intermediario, compusieron un logrado tres en raya: este en Madrid; Juan Luis, en Gerona, y Leopoldo María en el psiquiátrico de Las Palmas), se planea ahora recuperar la mansión como museo y centro cultural, aglutinante de la saga. Una atinada primera piedra es que, entre sus paredes, se hayan leído los versos póstumos de Rosa enferma: “Todo hombre tiene la estatura del desastre”, dice ahí Leopoldo María, cuyo padre habría preferido, seguramente, para la placa de la entrada, algo semejante a “Miré los muros de la casa mía”.

Quienes protagonizaron la cuota de malditismo oficial en la España de la Transición, a través de un obsceno y reclamado striptease endogámico, ¿se desharán ahora de esa morbosa imagen, con un apacible retrato post mórtem de reagrupación familiar? Por si acaso, no está de más un poco de arqueología. En torno a la figura de la vulnerable y, por momentos, vulnerada matriarca del clan, Felicidad Blanc, los cachorros leoneses cumplieron hasta el final con su papel de apuntalar la lábil frontera que separa la freudiana muerte del padre del imaginario de Saturno devorando a sus hijos... Como comentaba Juan Luis, a propósito de El desencanto, “todo aquello consistió en un ritual de máscaras”. Más mutista y pánico en sus respuestas, Leopoldo María subrayaba por la tangente: “Toda la vida he sido una larga noche”. Y, más filósofo-cronista que poeta, Michi aseveraba: “La lucidez solo sirve para constatar la soledad”.

El origen del magnetismo mórbido de la saga radicó en su condición de eslabón perdido, en el paso del franquismo (encarnado por el patriarca) al desencanto (de los vástagos y la anegada y frágil madre), en la incipiente Transición. Casi como póstumos en vida, los Panero se convirtieron pronto en blanco propiciatorio: el negativo de la foto de cierta obscena memoria intrahistórica. En sus observaciones sobre El desencanto, proseguía Juan Luis: “Fue el primer reality show de las pantallas españolas. A la gente le importan un rábano los poetas; y si suscitó la curiosidad, fue solo por la chismorrería. Lo único que ha interesado de esa cinta es que tres hermanos y la madre nos ponemos todos a parir”. Lo que parecía ser una atmósfera de canibalismo familiar tornaría, a la postre, en autofagia: cada miembro devorándose a sí mismo, víctima del estereotipo de su propia leyenda intransferible.

La muerte y los chipirones.

Michi, que en El desencanto parecía el contrapunto encantado, el más ufano y vitalista, vivió sus últimos años, en Madrid, enfermo terminal y en una pobreza extrema. Según su testimonio, le cortaban la luz por falta de pago y, al caer de la cama, no tenía quien lo recogiera. El detonante de la desmembración familiar fue –explicaba– la muerte de la madre, cuyo funeral, en la máxima intimidad desolada, solo pudo ser sufragado gracias a una amante rica de entonces. “Y ahora nos vamos todos a comernos unos chipirones”, ha contado que pronunció Leopoldo María a pie de crematorio. Durante su convalecencia terminal, Michi ponía así el dedo en la llaga de la saga: “Una especie de mano negra envuelve a la familia, una maldición: mis padres tuvieron un mal morir; mi hermano Juan Luis tiene cáncer debajo de la lengua, yo también tengo cáncer en la boca; mi hermano Leopoldo está como una rosa, pero como una rosa después de ochenta cárceles y ochenta psiquiátricos”. (Como una “rosa enferma”, cabría agregar un decenio después).

El padre nunca lo supo.

Su testimonio sobre el padre “ausente” (cuando murió él apenas contaba 10 años de edad), coincidía con la visión de sus hermanos mayores. Leopoldo Panero, hombre de derechas y autor de una correcta poesía existencial y religiosa, no alcanzó a saber que sus dos hijos mayores también escribirían versos. “Siempre quiso tenerme lejos”, expresaba, cáustico, Juan Luis, quien por edad pudo conocerlo mejor. “Yo no había cumplido 20 años cuando falleció. Estoy seguro de que si hubiese conocido luego mi poesía, volvería a la tumba, pero si leyera la de Leopoldo, se enterraría del todo...”.

Los tres hermanos solían admitir que la poesía de su padre no era santa de sus devociones. “Si edité su obra completa fue por dinero; su poesía no es mi clima, como sí lo son Cernuda o Eliot”, declaraba Juan Luis. “Del 36, solo me interesan Luis Rosales y diez poemas de mi padre”, llegó a cuantificar Leopoldo María. “Claudio Rodríguez me retiró el saludo por rebatirle que mi padre fuese un poeta genial”, revelaba Michi.

Según la aportación del benjamín, que era el más elocuente y afable de los hermanos, la madre mimaba con mucha culpa a Leopoldo María, porque creía que le había transmitido los genes de una hermana loca. Y el padre se quedaba perplejo, sin saber muy bien cómo reaccionar con él, “pues, cuando le reñía, Leopoldo María igual se tiraba tres días en silencio, sin comer ni llorar ni decir nada...”.

Pese a su perpetua reclusión en psiquiátricos y a sus recurrentes salidas de madre, siempre se ha desconfiado de la autenticidad de la locura del último de la saga, que era más bien, como se ha dicho de él, “un perchero vacío cargado de lucidez”. Más bien, su caso encaja en el certero diagnóstico del clásico, que no excluye al resto de los Panero: “El loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, absolutamente todo, menos la razón”. En sus últimos años, en el psiquiátrico de Las Palmas, donde redactó esa Rosa enferma (“Tengo amigos que me envenenan sistemáticamente y dicen que me quieren”, aseveraba) solía referir una elocuente anécdota. Hablaba de una reclusa que le había prometido a otra que, en cuanto muriera, le dejaría sus únicos enseres, “la manta y el transistor”, y esta última, “iba todos los días al cuarto de la otra, y le preguntaba: ‘¿Te has muerto ya?”. Bien mirado, es lo que han hecho siempre con los Panero los círculos académicos y los medios de comunicación. Esperar a que terminaran de morirse. Y ya está hecho.

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