Los estrenos de la semana

04 / 04 / 2014 Antonio Díaz
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El veterano Tavernier se estrena en la comedia con una sátira política. Aronofsky dirige una versión laica de la epopeya bíblica de Noé. Aaron Paul protagoniza la fallida adaptación del videojuego Need for speed.  

Crónicas diplomáticas (Quai d’Orsay).

Dirección: Bertrand Tavernier.
 Reparto: Thierry Lhermitte, Raphaël Personnaz, Niels Arestrup y Julie Gayet.

Quai d’orsay es el nombre del muelle parisino a orillas del Sena en el que se sitúa el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. Por eso, los franceses se refieren al templo de su diplomacia como Le Quai, un lugar distinguido donde se enhebran las amarras de la Historia. Eso, al menos, es lo que creen las personas que han jurado el cargo de ministro, convencidos de estar a un salto de la eternidad. Abel Lanzac fue asesor del exministro Dominique de Villepen cuando éste ostentaba la cartera de exteriores y su experiencia demuestra que el muelle es lo más parecido a un frenopático. El veterano director Bertrand Tavernier adapta con ingenio el cómic en el que este exasesor caricaturizó algunos de los episodios más marcianos de sus años en el cargo -crisis internacionales fáciles de reconocer incluidas-. El filme, que se desarrolla en torno a la escritura de un discurso vital para el máximo representante de la diplomacia gala, es una sátira feroz que arranca carcajadas.

Noé

Dirección: Darren Aronofsky.
 Reparto: Russell Crowe, Jennifer Connelly, Emma Watson y Anthony Hopkins.

Puede sorprender que un director como Darren Aronofsky, autor de películas de profunda exploración psicológica y sociológica, se haya embarcado en una superproducción de más de 100 millones de dólares inspirada en uno de los más famosos pasajes del Antiguo Testamento. Lo cierto es que éste, su proyecto más ambicioso hasta la fecha, es perfectamente coherente con su producción. El cineasta aprovecha el material para darle otro sentido a la epopeya. En primer lugar para fundamentar una versión laica de un mito sagrado -presente en las tres religiones monoteístas, pero también en la epopeya de Gilgamesh- que se sostiene a partir de un lenguaje ambiguo (se habla en todo momento de un “Creador”, jamás de “Dios”); y en segundo lugar para conectarlo con el mundo actual como fábula ecologista. El diluvio universal, por tanto, no es un castigo divino consecuencia de la lujuria y la violencia, de la perversión, en definitiva, de los humanos, hijos del Creador, sino más bien una forma que el Creador tiene de reequilibrar el ecosistema, dado que sus creaciones han abusado de todos los recursos puestos a su disposición -vegetales y animales- hasta el punto de acabar con ellos.

La premisa, por tanto, y la forma que tiene de desarrollarla a continuación Aronofsky -coguionista junto a Ari Handel- tiene un potente interés alegórico, pero a veces roza el ridículo por extemporáneo o por pura extravagancia difícil de asir intelectualmente. Noé (Russell Crowe) es una especie de fundamentalista que se aferra a esa idea de diseñador supremo y todopoderoso como descendiente que es de la casta más pura de todas las que engendró el Creador y cumple a rajatabla las tradiciones familiares, como es el rechazo absoluto al consumo de carne animal. Por otro lado, su relato de la creación, de raíz cientifista, resulta del todo confuso. A saber: el Creador impulsó una suerte de big bang que como resultado dio origen al universo conocido, la Tierra y su vida, que evolucionaron a la manera descrita por Darwin hasta llegar al punto en el que los humanos, como especie elegida, reinaron sobre la faz del planeta hasta llegar a ese punto en el cual el Creador pretende enmendar la plana a golpe de tormenta. Esta suerte de equidistancia entre la ciencia y el mito le hace flaco favor a la potencia de la metáfora. Y todo eso por no hablar de los seres mágicos que ayudan a la familia de Noé a cumplir con el encargo y a protegerlo de la amenaza de los humanos malvados que han arrasado con el mundo, unos ángeles encerrados en barro, gigantes de piedra luminosos con poderes mágicos que se sacrifican por el bien de la Tierra.

La insostenibilidad lógica del agumento y la torpeza de la narración de la acción -sobre todo en el último tramo- ahogan las interesantes intenciones del autor: su indisimulada intención alegórica de describir las consecuencias de un cambio climático y su más que curiosa moraleja en torno al conflicto entre racionalidad (empirismo y conocimiento científico) y la fe.  

Need for speed

Dirección: Scott Waugh.

Reparto: Aaron Paul, Imogen Poots, Dominic Cooper y Michael Keaton.

Need for speed es una saga de simuladores de conducción altamente adictiva. Frenética, divertida y macarra, consiste, en sus últimas entregas, en manejar bólidos de ensueño a velocidades inconscientes y evitar en todo momento que la Policía nos atrape, ya sea embistiéndonos con sus no menos veloces automóviles o reventándonos los neumáticos con una banda de clavos colocada en mitad de la carretera. Es un entretenimiento puro, un desafío a nuestros reflejos y por tanto, de alguna forma, una peculiar escuela de conducción (entrenarse en las contingencias que pueden tener lugar en una simulación de conducción a 200 kilómetros por hora son muy prácticas para enfrentarse a las que se puedan presentar en velocidades más razonables). Pero el videojuego, ninguno de los que conforman la veterana saga, tiene un argumento -porque no lo necesita, básicamente-. Por eso trasladarlo al cine de manera casi literal es del todo absurdo: es inconsistente y resulta difícil empatizar con este rebelde sin causa a todo trapo que pone en peligro la vida de otros conductores para competir en una carrere ilegal para demostrar su valía y limpiar su honor (no robó el coche en el que se mató su colega, aunque igualmente cometió otros delitos). Pero sobre todo porque carece del principal atractivo: la interactividad, estar a los mandos y sentir la verdadera adrenalina, que la película, a pesar del despliegue técnico, es incapaz de transmitir.

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