El pasajero 23

31 / 07 / 2015 Sebastián Fitzek
  • Valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

Martin Schwartz, psicólogo de la Policía, perdió hace cinco años a su mujer y a su hijo durante unas vacaciones en el crucero Sultan of the Seas. 

Ilustraciones: Ajubel

Sangre humana:

• 44 por ciento de hematocrito.

• 55 por ciento de plasma.

• Y un cien por ciento de cochinada cuando sale a chorro y sin control por una vena puncionada.

El “doctor”, como le gustaba llamarse, aunque nunca había cursado el doctorado, se pasó el dorso de la mano por la frente. Es verdad que así se limitó a extender las salpicaduras que le habían alcanzado, lo que quizá resultaba bastante asqueroso, pero al menos esta vez no le había caído nada de ese caldo en los ojos; como el año pasado durante el “tratamiento” a la prostituta, tras el cual se había pasado seis semanas con miedo de haberse contagiado de VIH, hepatitis C o cualquier otra porquería.

Detestaba que las cosas no salieran según lo planeado. Cuando se administraba la dosis equivocada de anestesia. O cuando los “elegidos” se resistían en el último segundo y se arrancaban la vía del brazo.

–Por favor, no... no –balbuceó su “cliente”. El “doctor” prefería esta denominación. “Elegido” era demasiado rimbombante, y “paciente” en cierto modo le sonaba incorrecto, pues en realidad solo unos pocos de los que trataba estaban realmente enfermos. También el tipo de la mesa estaba sanísimo, aunque en ese momento parecía como si se hallase conectado a una línea de alta tensión.

El atleta negro puso los ojos en blanco, echó espuma por la boca y arqueó la espalda mientras tiraba desesperadamente de las ataduras que lo mantenían tumbado. Era un deportista, estaba en forma y, a los veinticuatro años, en el punto culminante de su rendimiento. Pero ¿de qué sirven todos los años de duros entrenamientos cuando un narcótico circula por las venas? No era suficiente para desactivarlo por completo, pues la vía estaba arrancada, pero de todos modos bastó para que el doctor pudiera volver a empujarlo contra el catre sin esfuerzo una vez pasado el peor ataque. Además, la sangre dejó de salpicar después de que lograra ponerle un vendaje compresivo.

–Chitón, chitón, chitón... –dijo para tranquilizarlo, le apoyó al hombre la mano en la frente. Notó que tenía fiebre y el sudor brillaba bajo la lámpara halógena–. ¿Y ahora qué le pasa?

El cliente abrió la boca. El miedo se asomó a sus ojos como una navaja. Apenas se podía entender lo que decía.

–No... quiero... mor...

–Pero estábamos de acuerdo –dijo el doctor con una sonrisa tranquilizadora–. Todo está preparado. No se me eche atrás ahora, tan cerca de la muerte perfecta.

Miró de reojo por la puerta abierta que daba a la habitación contigua a la mesa del instrumental con los escalpelos y la fresadora de huesos eléctrica que ya colgaba lista y enchufada.

–¿Acaso no se lo he explicado con claridad? –preguntó, suspirando. Claro que lo había hecho. Durante horas. Una y otra vez, pero por lo visto este imbécil desagradecido sencillamente no lo había pillado–. Resultará muy desagradable, por supuesto. Pero solo puedo permitirle morir de este modo. No funciona de otra forma.

El atleta gimió. Tiró con violencia de las correas, pero con mucha menos fuerza que antes.

Satisfecho, el doctor percibió que ahora la anestesia sí estaba produciendo el efecto deseado. Ya no faltaba mucho, y podía empezar el tratamiento.

–Verá, podría interrumpir todo aquí –dijo con una mano todavía en la frente del deportista. Con la otra, se colocaba bien la mascarilla–. Pero después su mundo solo consistiría en miedo y dolores. Dolores inimaginables.

El negro parpadeó. Su respiración se calmó.

–Le he mostrado las fotos. Y el vídeo. Lo del sacacorchos y el medio ojo. Usted no quiere algo así, ¿no?

–Ay –gimió el cliente como si tuviera una mordaza en la boca, después sus rasgos se relajaron y su respiración se volvió superficial.

–Lo interpretaré como un “no” –dijo el doctor y con el pie soltó el freno de la camilla para desplazar al cliente a la habitación contigua.

“Al quirófano”.

Tres cuartos de hora más tarde, había completado la primera parte del tratamiento y la más importante. El doctor ya no llevaba guantes de látex, ni mascarilla, y la bata verde de usar y tirar que había que atar a la espalda como una camisa de fuerza la había arrojado a la tolva de la basura. No obstante, se sentía mucho más disfrazado con el esmoquin y los zapatos oscuros de charol que llevaba ahora que con su atuendo de quirófano.

“Disfrazado y achispado”.

No sabía cuándo había empezado a tomarse una copa después de cada tratamiento exitoso. O diez, como ahora. Maldición, tenía que dejarlo, aunque jamás había bebido antes, sino siempre después. Aun así. El matarratas lo volvía descuidado.

Le daba ideas estúpidas.

“Como, por ejemplo, llevarse la pierna”.

Miró el reloj riendo entre dientes.

Eran las 20:33; debía apresurarse si no quería llegar demasiado tarde al segundo plato. El primero ya se lo había perdido. Pero antes de poder centrarse en la pintada que había hoy en el menú, debía deshacerse de una vez de los restos biológicos: las bolsas de sangre innecesarias y la pantorrilla derecha, que había serrado justo por debajo de la rodilla en un trabajo extraordinariamente limpio.

La pantorrilla estaba envuelta en una bolsa de plástico degradable que, de camino a la escalera, tenía que llevar con las dos manos porque era muy pesada.

El doctor se sentía achispado, pero no tanto como para no saber que, de haber estado sobrio, jamás se le habría ocurrido llevar consigo en público partes de cuerpos en vez de tirarlas sin más al incinerador de desperdicios. Pero se había enfadado tanto con su cliente que ahora merecía la pena arriesgarse por diversión. Y eso era poco. Muy poco.

Había un aviso de tormenta. En cuanto hubiera dejado atrás los caminos sinuosos, el estrecho acceso por el que solo se podía pasar encorvado y recorrido el pasillo con los conductos de ventilación amarillos hasta el montacargas, con toda seguridad ya no se encontraría ni a un alma.

Además, el lugar que había buscado para deshacerse de los restos no estaba al alcance de las cámaras.

“Quizás esté bebido, pero no soy tonto”.

Había llegado a la última etapa, la plataforma en el extremo superior de la escalera que –llegado el caso– solo utilizaba la cuadrilla de mantenimiento una vez al mes y que daba a una puerta pesada con ojo de buey.

Un fuerte viento le golpeó la cara y tuvo la sensación de que tenía que empujar una pared para salir al exterior.

El aire fresco le provocó una bajada de tensión. En un primer momento, se sintió mal, pero enseguida recuperó el control y el viento con olor a sal empezó a reanimarlo.

Ahora ya no se tambaleaba por el alcohol, sino por la fuerte marejada que, gracias a los estabilizadores, apenas se percibía en el interior del Sultan of the Seas.

Con las piernas abiertas, se balanceaba por los tablones. Estaba en la cubierta 8 1/2, una plataforma intermedia que existía por puros motivos ópticos. Vista de lejos, proporcionaba al crucero una parte trasera con líneas más elegantes, como un alerón en un coche deportivo.

El doctor alcanzó la parte más externa del lado de babor de la popa y se inclinó sobre la barandilla. A sus pies rugía el océano Índico. Los faros orientados hacia atrás iluminaban las montañas de espuma blanca que el crucero dejaba tras de sí.

En realidad, le habría gustado pronunciar un dicho, algo así como “Hasta la vista, baby” o “Listo cuando usted quiera”, pero no se le ocurrió nada divertido, por eso lanzó por la borda la bolsa con la pantorrilla sin decir una palabra.

“En teoría, de algún modo esto parecía mejor”, pensó; lentamente recuperaba la sobriedad.

El viento soplaba con tanta fuerza en sus oídos que no pudo oír el ruido de la pantorrilla golpeando las olas cincuenta metros por debajo de él. Pero sí la voz a su espalda.

–¿Qué está haciendo ahí?

Se volvió.

La persona que le había dado un susto de muerte no era un empleado adulto, “gracias a Dios”, tal vez alguien del servicio de seguridad, sino una niña; no mayor que la pequeña a la que había tratado hacía dos años junto con toda su familia ante la costa occidental de África. Estaba sentada con las piernas cruzadas junto a la caja de un aparato de aire acondicionado o de un generador. Al doctor la tecnología no se le daba tan bien como los cuchillos.

Como la niña era tan pequeña y el entorno tan oscuro, no la había visto. E incluso ahora, con la vista clavada en la oscuridad, apenas lograba distinguir su silueta.

–Alimento a los peces –dijo satisfecho de sonar bastante más tranquilo de lo que se sentía. La niña no era una amenaza física, pero sin embargo no la necesitaba como testigo.

–¿Se encuentra mal? –preguntó ella. Llevaba una falda clara con medias oscuras y encima un anorak. Por precaución, se había puesto el chaleco salvavidas rojo que se encontraba en el armario de todos los camarotes.

“Buena chica”.

–No –respondió con una sonrisa–. Me encuentro bien. ¿Cómo te llamas?

Poco a poco, los ojos se le acostumbraron a la penumbra. A la niña el pelo le llegaba hasta los hombros y tenía orejas de soplillo, aunque no la desfiguraban. Al contrario. Apostaba a que, bajo la luz, se apreciaría la joven atractiva que un día llegaría a ser.

–Me llamo Anouk Lamar.

–¿Anouk? Ese es el diminutivo francés de Anna, ¿verdad?

La niña sonrió.

–Guau, ¿sabe eso?

–Sé muchas cosas.

–¿Ah sí? Entonces, ¿también sabe por qué estoy sentada aquí?

Su voz insolente sonaba muy aguda porque tenía que alzar la voz debido al viento.

–Estás pintando el mar –dijo el doctor.

Ella apretó el cuaderno de dibujo contra el pecho y sonrió.

–Esa era fácil. ¿Qué más sabe?

–Que no pintas nada aquí y que hace rato que deberías estar en la cama. ¿Dónde se han metido tus padres?

La niña suspiró.

–Mi padre ya no vive. Y no sé dónde está mi madre. Suele dejarme sola por la noche en el camarote.

–¿Y te aburres?

Ella asintió.

–Solo regresa bastante tarde y apestando –dijo en voz baja– a tabaco y a alcohol. Y ronca.

El doctor tuvo que reírse.

–A veces los adultos hacen eso.

“Tendrías que oírme a mí”. Señaló hacia el cuaderno.

–Pero ¿has podido dibujar algo hoy?

–No –dijo negando con la cabeza–. Ayer se veían estrellas bonitas pero hoy todo está oscuro.

–Y hace frío –el doctor le dio la razón–. ¿Qué te parece si vamos a buscar a tu mamá?

Anouk se encogió de hombros. No parecía muy contenta, pero dijo:

–Okay, por qué no.

Logró levantarse de la postura en la que estaba sentada sin usar las manos.

–A veces está en el casino –dijo.

–Oh, eso se encuentra fácil.

–¿Por qué?

–Porque conozco un atajo –respondió el doctor sonriendo.

Echó un último vistazo al mar por encima de la barandilla, que en ese punto era tan profundo que quizá la pierna del atleta aún no hubiese llegado al fondo del océano, después cogió la mano de la niña y la llevó de vuelta a la escalera por la que había llegado.

capítulo 1

Berlín

La casa en la que debía celebrarse la fiesta mortal se parecía a la que había soñado una vez. Aislada, con un tejado de tejas rojas y un gran jardín delantero detrás de la cerca de estacas blancas. Aquí habrían hecho barbacoas los fines de semana y, en verano, habrían instalado una piscina hinchable en el césped. Él habría invitado a amigos y se habrían contado historias sobre el trabajo, las manías de sus parejas o se habrían echado sin más en la tumbona bajo la sombrilla mientras observaban los juegos de los niños.

Nadja y él habían ido a ver una casa así, justo cuando Timmy empezó a ir a la escuela. Cuatro habitaciones, dos baños, una chimenea. Con un enlucido de color crema y contraventanas verdes. No muy lejos de aquí, en el límite de Westend en dirección a Spandau, a solo cinco minutos en bicicleta de la escuela infantil Wald, donde en aquel entonces Nadja daba clases. A tiro de piedra del centro deportivo en el que su hijo habría podido jugar al fútbol. O al tenis. O a lo que fuera.

En aquel entonces ellos no hubiesen podido pagarla.

En la actualidad ya no había nadie que pudiera mudarse a alguna parte con él. Nadja y Timmy estaban muertos.

Y el chico de doce años que estaba en el interior de la casa que estaban observando y que pertenecía a un hombre llamado Detlev Pryga pronto lo estaría también si aún seguían perdiendo el tiempo ahí fuera en la furgoneta negra.

–Voy a entrar ahora –dijo Martin Schwartz. Estaba sentado detrás, en el espacio interior sin ventanas de la furgoneta, y arrojó la jeringuilla cuyo contenido lechoso se acababa de inyectar en un cubo de plástico. Entonces se levantó de la mesa de control, cuya pantalla mostraba la imagen exterior del objeto de la misión. Su rostro se reflejó en los cristales oscurecidos del vehículo. “Parezco un yonqui que se está desenganchando de las drogas”, pensó Martin, y eso suponía una ofensa. Para todos los yonquis.

En los últimos años había adelgazado más de lo que se podría considerar saludable.
 Solo su nariz seguía siendo tan gorda como siempre. La napia Schwartz con la que todos los miembros masculinos de la familia estaban dotados desde hacía generaciones y que a su mujer fallecida le
 había parecido sexy, lo que él había interpretado
 como la prueba definitiva de que, en efecto, el amor es ciego. En todo caso, el narizón le confería
 una cara bondadosa y confiable; de vez en cuan-
 do resultaba que los desconocidos lo saludaban
 por la calle, los bebés le sonreían cuando se in-
 clinaba sobre el cochecito (quizás porque lo confundían con un payaso) y las mujeres tonteaban con él abiertamente, a veces incluso en presencia de sus parejas.

Ahora, hoy, seguro que no lo harían, no mientras llevara esta ropa. El traje de cuero negro muy ceñido en el que se había enfundado soltaba un sonido desagradable con cada respiración. De camino a la salida, sonaba como si estuviera anudando un globo gigante.

–Alto, espera –dijo Armin Kramer, que estaba al mando del operativo y llevaba horas sentado frente a él ante la mesa del ordenador.

–¿A qué?

–A...

El teléfono móvil de Kramer sonó y ya no pudo completar la frase.

El comisario, con algo de sobrepeso, saludó a quien llamaba con un elocuente “¿Hum?” y, en el transcurso de la conversación, no dijo mucho más excepto: “¿Qué?”, “¡No!”, “¡Me estás tomando el
 pelo!” Y: “Dile al gilipollas que lo ha fastidiado,
 que más le vale abrigarse. ¿Que por qué? Porque puede que haga un frío de cojones en octubre cuando se quede tirado delante de la comisaría durante horas una vez que haya acabado con él”. Kramer colgó.

–Fuck.

Le encantaba sonar como un poli yanqui de la brigada de narcóticos. Y también parecerlo: llevaba botas vaqueras desgastadas, tejanos agujereados y una camisa a cuadros rojos y blancos que recordaba a un trapo de cocina.

–¿Dónde está el problema? –quiso saber Schwartz.

–Jensen.

–¿Qué pasa con él?

“¿Y cómo puede dar problemas ese tipo? Lo tenemos en una celda de aislamiento”.

–No me preguntes cómo, pero el hijoputa ha conseguido enviar un SMS a Pryga.

Schwartz asintió. Arrebatos como el de su superior, que en ese momento se tiraba de los cabe-
 llos, eran nuevos. Con excepción de una inyección de adrenalina directa al corazón, no había casi nada que pudiera acelerarle el pulso. Ni siquiera la noticia de que un preso había conseguido hacerse con drogas, armas o, como Jensen, con un móvil. La cárcel estaba mejor organizada que un supermercado, con una gran variedad y cómodos horarios de apertura. Incluso en domingos y festivos.

–¿Ha avisado a Pryga? –le preguntó a Kramer.

–No. El cabrón se ha permitido una broma que acaba siendo lo mismo. Quería hacerte caer en la trampa. –El comisario se restregó los lagrimales–. “Si yo quisiera enviarla por correo, tendría que enviarla como paquetito”, había bromeado Kramer últimamente.

–¿Cómo? –preguntó Schwartz.

–Le ha escrito a Pryga que no debe asustarse si él aparece en la fiesta.

–¿Por qué iba a asustarse?

–Porque ha tropezado y se le ha partido un incisivo. Arriba a la izquierda.

Kramer se tocó el lugar correspondiente en la boca con un dedo regordete.

Schwartz asintió. No hubiera imaginado que ese perverso fuese capaz de desplegar tanta creatividad...

Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las cinco de la tarde pasadas.

“Las ‘demasiado tarde’ pasadas”.

–¡Maldición! –Furioso, Kramer golpeó la mesa del ordenador–. Tanta preparación y todo para nada. Tenemos que suspenderlo.

Se dispuso a pasar al asiento delantero.

Schwartz abrió la boca para replicar, pero sabía que Kramer tenía razón. Llevaban medio año trabajando para este día. Había empezado con un rumor tan increíble que durante mucho tiempo  había sido considerado una leyenda urbana. Sin embargo, las Bug Parties, como se comprobó, no eran cuentos de terror, sino que existían de verdad. Las así llamadas fiestas de bichos en las que infectados de VIH practicaban sexo sin protección con personas sanas. La mayoría de común acuerdo, lo que convertía esos eventos, en los que el riesgo de contagio aportaría un placer especial, más bien en un caso para los psiquiatras que para la fiscalía.

En opinión de Schwartz, los adultos podían hacer entre sí lo que les viniera en gana, siempre y cuando fuera por voluntad propia. Lo único que lo enfadaba era que, a causa de la conducta demencial de unos pocos, se reforzaran sin necesidad los estúpidos prejuicios que muchos seguían teniendo frente a los enfermos de sida. Pues era obvio que las Bug Parties eran la excepción absoluta, mientras que la inmensa mayoría de los infectados llevaba una vida responsable, muchos incluso organizados en la lucha activa contra la enfermedad y la estigmatización de sus víctimas.

“Una lucha que las suicidas Bug Parties estropean”.

Sobre todo las de la variante psicópata.

La última moda del ambiente de la perversión eran los “eventos” en los que violaban a inocentes y los infectaban con el virus. En su mayoría menores de edad. Ante un público que pagaba. Una nueva atracción en la feria de atrocidades que en Berlín mantenía su carpa abierta las veinticuatro horas. A menudo en casas elegantes en zonas burguesas en las que jamás se esperaba algo así. Como ahora mismo en Westend. Detlev Pryga, un hombre que en la vida normal vendía productos sanitarios. Era un socio apreciado del servicio de protección de menores, incluso acogía bajo tutela con regularidad a los niños más difíciles. Casos de drogas, maltrato y otros casos problemáticos que habían visto más centros de menores que aulas. Almas perturbadas que, con frecuencia, no conocían otra cosa que poder pasar la noche en un sitio a cambio de sexo, y que no llamaba la atención si poco después volvían a largarse y, después de un tiempo, volvieran a recogerlos abandonados y enfermos. Eran las víctimas perfectas, alborotadores que evitaban a la Policía y a los que raras veces les daban crédito si alguna vez intentaban obtener ayuda.

Grupo Zeta Nexica