El corazón del caimán

08 / 08 / 2014 Tiempo
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El corazón del caimán es un viaje a través del tiempo y el espacio, entre España y Cuba, que nos conduce hasta el corazón no de una, sino de muchas historias, de la guerra y del amor. Una novela que descubre un marco histórico inolvidable a través de una protagonista fuerte y apasionada y una galería de personajes secundarios.

Pilar Ruiz (Santander, 1969), licenciada en Periodismo, máster en Guion y diplomada en Dirección Cinematográfica, es guionista de cine y series de televisión (La señora, TVE). Como directora, su film Los nombres de Alicia (2005) obtuvo una nominación en los Goya, y premios en los festivales de Málaga y Miami. El corazón del caimán es su primera novela.

El corazón del caimán / Pilar Ruiz / B / 536 páginas / Precio: 18 / Publicación: 03/09/2014

Desde el fondo del río, el monstruo surgió de pronto, rompiendo la piel fina del agua. Hasta entonces la corriente había discurrido tranquila hacia el mar cercano, planchada por la luz de la tarde que alarga las sombras y hace vibrar los colores; el manglar de la ribera volcaba su verde brillante hacia lo más profundo del estuario, hasta llegar al hondo secreto del caudal. El aire, claro y quieto, se agitó con las voces de los cazadores acorralando al animal.

–¡Candela al jarro!

–¡Hasta que suelte el fondo!

–¡ Dale, hermano!

Armados con machetes afilados, estacas largas y cuerdas arrolladas a los cuerpos delgados y medio desnudos, brillantes de sudor y agua, chapotearon en el fango de la orilla rodeando a su presa con la algarabía y la excitación que el sometimiento de un ser más poderoso provoca en las conciencias débiles y temerosas.

Los bruscos movimientos de la soga en tensión indicaban los movimientos de la bestia herida, que volvió a buscar amparo en el fondo turbio de la ciénaga llevando bien clavado el gancho enorme del anzuelo en el que, como cebo, los cazadores ensartaron un trozo putrefacto de carne arrancado de los restos de un manatí: podía verse su esqueleto medio hundido no muy lejos, en el fango, mostrando las dentelladas que le habían traído la muerte. El pacífico manatí se vengaba ahora de su asesino aliándose con el grupo de soldados que olvidaban la desesperación y el aburrimiento con el juego de la captura.

La caza había congregado a un público desperdigado a lo largo de la orilla. Durante unos momentos, los espectadores parecieron olvidarse de la guerra y se acercaron para ver, atónitos, la aterradora cabeza prehistórica del saurio azotando el agua y hundiéndose entre la espuma teñida de lodo y sangre.

Uno de los que miraban quiso pegarle un tiro de escopeta, pero los de alrededor lo impidieron con empujones y chanzas para que la distracción durase un poco más. El fósil viviente pareció oírles y actuó para no decepcionar a la concurrencia: dio unos cuantos coletazos y mordiscos que a punto estuvieron de alcanzar a dos de los cazadores y se oyeron algunos gritos entre la gente de la orilla. Pero la soga que sujetaba al caimán aguantó: atada alrededor del tronco ancho de un árbol abey mantenía al animal sujeto, agotaba sus fuerzas y clavaba más profundo el fierro del anzuelo.

Indiferente a lo que ocurría en la orilla, una negra joven, vestida de blanco y con el pelo cubierto con un pañuelo también inmaculado, se acercó al abey y lo tocó con reverencia.

Algunos sabían que lo hacía porque aquel árbol era santo; un árbol guerrero al que pedir ayuda para vencer los obstáculos en el camino de la vida. La brisa trajo palabras susurradas como “lukumí” y “Santería” mezcladas con la voz más clara y sin miedo de la mujer:

–Omi tuto, ona tuto, tuto laroye, tuto illé... Ábreme el camino, con el permiso de mis mayores... Yo toco la campana para que tú me abras la puerta... Cama ifí, cama oña, cama ayaré. Babá Orisha.

Cuando la mujer se separó del árbol y de sus rezos, el caimán ya estaba en la orilla, derrotado. Después de muerto, lo colgaron atado con cuerdas entre dos troncos como trofeo y admiraron su tamaño y discutieron si se trataba de un devorador de hombres. Uno de los cazadores abrió las fauces del reptil para meter la cabeza en su boca, entre la hilera criminal de dientes afilados y la lengua rosada y suave pegada a la mandíbula inferior. Celebraron mucho la broma los demás, mostrando sus sonrisas blancas también feroces, mientras los ojos de canica irisada del caimán miraban sin ver hasta cubrirse de moscas atraídas por el olor de la muerte. Ni la armadura de escamas amarillas y negras ni los colmillos temibles le habían servido para salvar la vida. Un poder mucho mayor le había vencido.

Los cazadores volvieron a convertirse en soldados vistiéndose con sus ropas raídas de voluntarios bajo la mirada del oficial al mando de la compañía que controlaba el estero del río. Cuadrándose, regresaron a sus puestos bajo la mirada del oficial, un hombre aún joven, de unos treinta años, pero envejecido de forma prematura por el pelo escaso y más arrugas de las debidas a su edad. Este observó a los civiles que rodeaban con curiosidad al animal muerto; mujeres, chiquillería, algunos viejos; todos habían olvidado por un momento la razón de su presencia allí, pero pronto se acercarían al puesto a pedirle permiso para huir hacia el interior cargando con lo que hubieran podido reunir de valor; todos famélicos, enfermos, agotados, empujados por la esperanza de llegar a algún lugar que creían mejor. Pensó que albergaban una ilusión inútil: la guerra les seguiría allá donde fueran.

La Isla entera se hundía en el caos, salpicada de enfrentamientos entre los dos ejércitos, el Colonial español y el Libertador cubano. Desperdigadas las fuerzas por la falta de comunicación –sus propios hombres habían cortado los cables del telégrafo junto al puesto de control–, las órdenes de los mandos se perdían sin llegar a sus destinatarios. El ejército de voluntarios, mal armado y uniformado, era considerado por muchos como una partida de traidores, rebeldes e insurrectos. No: esos hombres con aspecto de mendigos que cazaban caimanes eran verdaderos patriotas libertadores, unos valientes.

Al menos así lo creía el oficial. “Esto es una guerra civil”. Su imaginación voló a España, hasta sus parientes y amigos de allá, recordando lo feliz que fue durante aquellos años en Sevilla... “Olvídalo”. La lucha por la libertad así lo exigía, solo debía tener presente al enemigo, el soldado español, aquel a quien tanto despreciaban los guajiros, llamándoles “solche”, “soldado”, “la Columna”; pero no pudo dejar de pensar, antes de alejar aquella idea de su mente, en lo mucho que compartía con aquel enemigo.

La noche caía sobre los rostros de los huidos de la guerra que esperaban; el oficial mambí se sintió aliviado, porque así no tendría que ver los ojos implorantes de aquellos desgraciados. Debía disponer quién continuaba adelante y quién tendría que volver sobre sus pasos; quién se reuniría con su madre, con su esposo, con sus hijos. El mando del Ejército Libertador –también, y con mayor insistencia, el mando del Ejército Colonial– ordenaba impedir a la población civil abandonar su lugar de origen, pues las zonas de enfrentamiento no podían llenarse de desplazados vagando por los caminos. “Es por su propia seguridad”, se dijo a sí mismo. Se lo repetía una y otra vez. Aunque no fuera militar profesional era capaz de llevar a cabo con disciplina lo que su patria exigiera de él, como el soldado raso que hacía guardia frente al puesto de mando: un guerrillero harapiento vestido apenas con trapos hechos de corteza de guacacoa; en los pies sucios puestas las cutaras y en la cabeza un sombrero de yarey mordisqueado.

Cubierto de mugre, solo le brillaban el sudor de
 la frente y el fusil al hombro, limpio, reluciente. El voluntario se cuadró torpemente cuando el oficial pasó junto a él.

Había gente esperando, haciendo cola frente a la entrada del puesto, envuelta ya en la tiniebla del repentino crepúsculo del Caribe. La oscuridad se había fundido con el calor y la humedad, haciéndose sólida como un muro. Alguien encendió un farol de petróleo que apestaba e iluminó con un charco de luz amarilla las cuatro paredes de cañizo donde los oficiales se defendían del sol y de la lluvia, alumbrando también a las dos mujeres paradas frente al guardia; una era negra, la otra era blanca.

El guardia apenas se molestó en echarles por encima una mirada vacía, hizo un gesto imperceptible para que continuaran adelante y siguió orgulloso dentro de su estrafalario uniforme.

Mientras la negra quedaba junto al agujero de la puerta, la mujer blanca se acercó a la mesa donde el oficial escribía bregando con la escasez de tinta y papel. Llamaba la atención entre los fugitivos por ser la única que iba vestida con un traje sencillo pero elegante y llevaba sombrero con velo y guantes. Además, la negra retinta con vestido blanco que esperaba en la puerta y cargaba un hato, debía de ser su criada.

Al levantar la cabeza de los papeles, lo primero que vio el oficial fue el rostro velado de la mujer con jirones blancos como de bruma: el sudor le pegaba el velo del sombrero a la cara. Intuyó la humedad en el cuerpo bajo la blusa cerrada hasta el cuello. “Es joven. Bonita”. Un pensamiento le cruzó la mente como un relámpago, sintiendo un hormigueo que llevaba mucho tiempo olvidado, nostalgia de bailes y música y besos robados en un jardín oscuro. Le gustaría verla con la cara desvelada y con un vestido de fiesta, escotado. “¿Hubiera bailado conmigo?”. La imaginó en otros tiempos, sin la sombra de las privaciones de la guerra: radiante y coqueta, con la boca abierta y los labios brillantes, riéndose de él. Entonces ella se levantó el velo; los labios aparecieron secos y tan pálidos como el rostro, más anguloso de lo que hubiera sido normal en una mujer bien proporcionada como ella. La blancura de su cara destacaba las cejas oscuras llenas de determinación sobre el brillo de unos ojos febriles que ni el velo podía ocultar. No era una de esas bellezas a la moda de esa década de 1890, en la que se adoraban los rostros femeninos plácidos e ingenuos. Aquella mujer tenía en el rostro, en el cuerpo, algo salvaje a la vez que inocente, ignorante de su fuerza, con los músculos en tensión, como los animales carnívoros que no conocen al hombre y que cazan al acecho. Bellos pero peligrosos. El oficial pensó que esa mujer podría saltar sobre él como una pantera.

Apartó los ojos e intentó centrarse en el papel timbrado que tenía delante: rara vez se veía una credencial como aquella, firmada con todos los nombres necesarios, nombres importantes que él solo conocía de oídas y que, sin embargo, habían viajado hasta aquel lugar tan apartado bien doblados con el papel, para decirle que ahora le tocaba a él firmar otro papel más y dejar a la mujer seguir su camino.

–¿Adónde se dirige, señora?

–A Oriente.

–Eso está muy lejos y los caminos no son seguros. El mando del Ejército Libertador recomienda a la población no salir de la prefectura: en las actuales circunstancias no podemos garantizar la seguridad de los civiles. Menos si son mujeres.

–Lo sé. Pero en las actuales circunstancias no queda más remedio que asumir el riesgo, ¿no cree?

Le extrañó el tono frío y a la defensiva, parecía impropio de alguien tan joven. “No debería sorprenderme: es la guerra”. Intentó dar a aquel remedo de interrogatorio un tono funcionarial.

–¿Motivo del viaje?

Ella pareció dudar, los labios resecos –y a pesar de todo, apetecibles– se apretaron. El cansancio se tornó rigidez y al oficial le pareció que se cuadraba de la misma manera que el guardián de la puerta.

–¿Es eso importante?

–Perdone que le haga estas preguntas, pero así es el protocolo que el mando impone a todos los viajeros.

Vaciló un segundo antes de contestar.

–Nos dirigimos a la hacienda de un familiar.

Estaba mintiendo: lo supo de inmediato. Volvió a mirarla y se dio cuenta de que le resultaría imposible oponerse a los deseos de aquella mujer, así que, sin más, se dispuso a firmar el documento que le libraría de cualquier responsabilidad respecto al futuro de quien se atreviera a cruzar de parte a parte un país asolado. “Ojalá la olvide pronto”.

–Bien... ¿Podría decirme su nombre, señora?

–Está ahí escrito...

–Es una última comprobación. Mera rutina.

Quería oírle decir su nombre antes de perderla de vista. Le tendió el salvoconducto con una sonrisa un tanto forzada. Ella cogió el papel y mientras lo doblaba, dijo:

–Me llamo Ada Silva.

La oriental

Mucho tiempo antes, hubo otra noche con el mismo sofocante calor húmedo, oscuro y sin estrellas. Ada no la olvida porque, aunque solo tenía tres años, fue la primera que pasó en La Oriental y no durmió. En su habitación sobre la galería había sombras que daban miedo: cubrían las paredes de color azul celeste, los muebles pintados de blanco y las estanterías aún vacías que luego se llenaron de juguetes, se colaban por el balcón hasta la cama de palo rosa y levantaban la mosquitera.

Hasta el amanecer estuvo oyendo tambores y cascabeles de chachás y cantos que no podía conocer. Los esclavos  –entonces aún lo eran– celebraban una fiesta, algo importante, y por eso se reunían no tan lejos de la Casa Grande. Los hijos y nietos de los africanos capturados y traídos en los barcos panzudos de los negreros ya no recordaban su continente de origen y, sin embargo, parecía que con los tambores hablaran de lado a lado del océano, enviando mensajes cifrados a sus parientes perdidos.

Suenan los tambores y en el recuerdo de Ada no hay otra cosa que La Oriental; el rastro de sus primeros pasos por el mundo, solo pequeños trozos de memoria abandonados en el fondo de un cajón. Pero cuando el cajón cerrado se abre, es como si se encendiera la luz de un faro partiendo la niebla del mar.

Para Ada, la realidad y su color, su sabor, su olor, su tacto, eran La Oriental y como una prolongación de ella, como un animal mitológico, mitad mujer, mitad tierra de caña y palma real, la tía abuela Elvira. Creía en su tía abuela como otros creen en el destino o en un crucificado; un ídolo mucho más grande que todos ellos juntos, la propietaria de la mejor tierra en el oriente del Oriente, de cien esclavos y dos ingenios de azúcar; la Vieja Señora que regalaba campanas a las iglesias pero nunca iba a misa, la mujer que llegó sin nada y ahora era dueña de todo.

Tuvieron que pasar algunos años y abandonar la niñez, la edad de los héroes y los terrores, para descubrir que su tía era considerada por la sociedad isleña como una estrafalaria advenediza.

Alrededor de La Oriental y de su propietaria existía una alambrada invisible y al otro lado, una jungla hecha de azúcar en la que vivían animales feroces: con cuellos duros o brillantes en las orejas, pero con los dientes afilados tras el dulce acento criollo.

La vieja sacarocracia era un reducto exclusivo tolerante con las ruinas repentinas y las fortunas imprevistas, aquellas de los recientes reyes del petróleo, de la goma, de la carne en lata, que no sabían coger el tenedor y hablaban con la boca llena de langosta; también se aceptaba a aquellos miembros empobrecidos por la ruleta o por una desgraciada inversión siempre y cuando todos se sometieran a ciertas reglas fiadoras de los sagrados intereses de clase; una intrincada selva de convenciones sociales, silencios pactados y ridículas etiquetas propias de una monarquía del Antiguo Régimen. Y que, como las autocracias, no toleraba sublevaciones ni pronunciamientos.

Una mujer de orígenes desconocidos y maneras vulgares, que no se plegaba a nada y a nadie, casada con escándalo en dos ocasiones, solo podía ser considerada por la buena sociedad como una aventurera. A ella no pareció importarle.

Era doña Elvira para los empleados y los demás blancos que, sin tanto respeto, la llamaban la Vieja Señora siempre y cuando no estuviera presente; fue Viri para su primer marido y Virina para el segundo, y siempre el Ama, para los negros. Y, sobre todo, la dueña y señora del lugar que Ada tanto amaba, donde creció y descubrió el mundo. O al menos, una parte de él. Porque Elvira de Castro fue la mujer que hizo de La Oriental una isla dentro de otra isla llamada Cuba.

Doña Elvira está en la galería que da al jardín, sentada en una mecedora: se balancea buscando un poco de brisa nocturna, abre el cuello de su vestido y se abanica con un paipay que lleva pintada una flor de loto; con él mueve el aire pesado al compás cadencioso de la seda. Hasta Ada llega el olor de la colonia de lavanda. Entonces hay un destello: es el brillar del colgante que nunca se quita. La tía abuela se da cuenta de cómo la niña mira el medallón y acaricia el extraño signo en relieve con sus dedos pequeños y saltarines.

–Es una baratija... –dice, sonriendo.

No era verdad: aquel pedacito de metal tenía más valor que todas las perlas del Caribe y todos los diamantes de África. En los campos de caña, en el ingenio, en el cafetal, en las cocinas de la Casa Grande y hasta en el último rincón de La Oriental e incluso más allá, se sabía que el Ama Virina era la dueña de un talismán que espantaba los demonios, quitaba el mal de ojo y protegía de los malos espíritus; se sabía que por eso ningún hombre se había atrevido a desafiarla a pesar de ser una mujer sola y ya vieja; se sabía que aquella era la razón verdadera por la cual su hacienda era próspera y pacífica. Así había sido desde que enviudó del dueño original de la hacienda y se hizo cargo de ella, cuando todavía era joven y no una mujer vieja, pues cuando Ada llegó a La Oriental ya pasaba de los cincuenta años. Ama Virina tenía aché gracias a aquel medallón de plata; el símbolo de un poder tan antiguo como el otro lado del mar de donde venía, tan hundido en un tiempo lejano como el sonido de los batás, los tambores. Colándose en los cuchicheos de los criados, Ada había oído todo eso y también cómo Selso Cangá decía que la tía, como los tambores batás, llevaba un dios en la tripa. Se lo contó y ella se rió: siempre se reía mucho, hasta lloraba de risa; y cuanto más reía, más miedo le tenían.

—¿En la tripa? No, ahí, no.

La cogió de la mano llevándola hasta el gran aparador del salón, negro de caoba y con vidrios emplomados tras los que relucían una docena de soperas de porcelana fina, de “cáscara de huevo”: las había de Sèvres con flores en relieve y rosa Pompadour; otras con bordes dorados de Limoges; algunas blancas y azules de Delft y muchas otras. Ninguna de ellas se usaba para comer.

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