La España de los malditos

03 / 04 / 2014 Javier Memba
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Leopoldo María Panero ha sido el último, pero la literatura española está plagada de escritores que se rebelaron contra el orden burgués y pagaron por ello un precio muy alto.

El escritor no es siempre ese intelectual admirado, premiado y respetado por la sociedad a la que pertenece. Eso tiene que ver con la literatura que bien podríamos llamar bendita. Frente a ella se alza otra, igualmente cultivada pero rechazada, olvidada en los fallos de los premios, ignorada por el gran público. Es la literatura maldita. La reciente muerte del poeta Leopoldo María Panero, uno de sus más señalados representantes en los últimos tiempos, ha vuelto a llamar la atención sobre ella.

Puestos a buscar antecedentes de malditismo en la literatura española, cabría remontarse al Arcipreste de Hita, quien, como recuerda Luis Antonio de Villena, fue “un personaje claramente rebelde, un clérigo que al mismo tiempo habla de mujeres, del goce sexual”. Dando por sentado que el olvido –junto a la prisión, es una de las principales características del estigma que condena a estos escritores– habrá caído inexorable sobre muchos de ellos, maldito entre los malditos podría considerarse al escritor naturalista vallisoletano Remigio Vega Armentero. Murió en una cárcel de Ceuta en 1893, donde estaba condenado a cadena perpetua por el asesinato de su mujer, Cecilia Ritter. Aquella mujer fue la amante reconocida de algunos de los más destacados prohombres del Madrid decimonónico, con quienes había urdido un plan para confinar al escritor en un manicomio, el del doctor Esquerdo. La publicación en 2001 por parte de la efímera Celeste Ediciones de ¿Loco o delincuente?, la novela de 1890 de Vega Armentero que constituyó un éxito y un escándalo a la vez, sacó a este autor del ostracismo en el que languideció a lo largo de todo el siglo XX. Pero Vega Armentero no fue un precedente del malditismo patrio por asesino. Lo fue por la inspiración de su obra, mucho más fatalista y blasfema de lo común en ese naturalismo al que suele adscribírsele. En una de sus novelas, La Venus granadina (1888), incluso llegó a telegrafiar –y justificar razonadamente– el asesinato que estaba a punto de cometer.

La bohemia finisecular madrileña.

En la historia de la literatura no faltan asesinos, ladrones y toda clase de delincuentes que también fueron grandes escritores. Pero su actividad criminal, aunque sí los maldijo socialmente, no les convierte en autores malditos. Puestos a hablar de literatura, en puridad maldito es quien se alza deliberadamente contra el canon de su tiempo. El término fue acuñado por el francés Paul Verlaine en su libro Los poetas malditos (1884), un estudio sobre la obra de algunos líricos contemporáneos y de la generación anterior –Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Villiers de l’Isle-Adam y el mismo Verlaine bajo el seudónimo de Pauvre Lélian–, en quienes simbolizaba a los “verdaderos creadores”. A decir de Verlaine, estos “son siempre desconocidos en su tiempo; a través de sus sufrimientos, a menudo inauditos, encuentra la Humanidad el camino del progreso. Hoy son ellos los olvidados, mañana serán los triunfadores por su gusto y por su inteligencia”.

Adorado a este lado de los Pirineos por la bohemia finisecular madrileña, Verlaine encontró en aquellos desdichados, enemigos del agua y del jabón, que paseaban su hambre, sus versos y sus miserias por las tertulias de los cafés de la Puerta del Sol y la calle Preciados, auténticos devotos. De entre todos ellos cumple dar noticia de Heliodoro Puché, a quien el alcoholismo acabó convirtiendo en un verdadero guiñapo; del tísico Armando Buscarini, que recitaba en la calle de Alcalá los poemas alucinados que dedicaba a los hampones para mofa del paisanaje; del antiguo mercenario en Grecia y exrecluso en el penal de Ocaña Pedro Luis de Gálvez, cínico borracho y amoral a la par que autor de hermosísimos sonetos.

Bohemios propiamente dichos se solapan en aquella amalgama madrileña de finales del siglo XIX con modernistas y decadentes. Destaca entre el resto del grupo Alejandro Sawa, quien llegó a conocer a Verlaine –al que tradujo, como era de ley entre la bohemia– en su experiencia parisina. En cuanto a su vida madrileña habría de recordar: “Un día de invierno que Pi y Margall me ungió con su diestra reverenda, concediéndome jerarquía intelectual, me quedé a dormir en el hueco de una escalera por no encontrar sitio menos agresivo en que cobijarme”.

A diferencia del resto de los bohemios, Sawa fue un prosista, no un poeta. Como novelista fue un destacado naturalista en títulos como La mujer de todo el mundo (1885), Declaración de un vencido (1887) o Criadero de curas (1888). Pero fue en la prensa donde alcanzó su mejor registro. Escribió en innumerables revistas y en algunos de los diarios más prestigiosos de la época: El imparcial, Abc, Heraldo de Madrid... Próximo al anarquismo, en todas sus piezas destacó como un auténtico azote de la clase política. Estigmatizado por todos aquellos contra los que arremetía, acabó por serle imposible seguir colaborando en la prensa. Llegó entonces la más absoluta de las miserias. Después perdió la cabeza y finalmente la vista. Murió en la indigencia en 1909. Valle-Inclán se inspiró en él para el Max Estrella de Luces de Bohemia (1920).

Ya andando el siglo XX, Luis Antonio de Villena se refiere a Alfonso Vidal y Planas, otro asesino que fue maldito... no por haber dado muerte al también escritor Luis Antón del Olmet, sino por la inspiración de su novela más conocida, Santa Isabel de Ceres (1923). “Primero fue una novela, y luego una obra de teatro en la que santificaba a una prostituta. La calle Ceres, que fue una de las que destruyó la Gran Vía, era célebre por sus mancebías. Tras matar a Olmet, Vidal y Planas estuvo en la cárcel, se escapó, hizo la guerra en el bando republicano. Terminó exilado en México, donde murió en 1965 y escribió un libro muy raro que yo busco: Cirios en los rascacielos (1963). Lo que le hizo maldito no fue su actitud vital a favor de los marginados. Fue no asumir lo establecido. El maldito es alguien que está en contra del orden burgués”.

Parias, atracadores, polizones.

También fue en 1923 cuando Andrés Carranque de Ríos se dio a conocer como poeta. Considerado por muchos comentaristas como un epígono de esa edad de plata de nuestras letras que tuvo su máxima expresión en el grupo poético de 1927, Carranque no fue un burgués, como el común de los artistas y escritores del 27. Antes al contrario: fue un auténtico paria que, adolescente aún, atracaba tiendas de ultramarinos para poder comer y viajaba de polizón en los trenes. Fundador del grupo anarquista Espartacus, estuvo preso en varias ocasiones. Dejando a un lado la maldición social que obró sobre él desde su nacimiento en un hogar miserable del Madrid de 1902, cabe considerar a Carranque un maldito porque, cuando el canon era el culteranismo con el que se dieron a conocer los poetas del 27, él se decantaba por un nihilismo exacerbado en sus versos y en novelas como Uno (1931) y Cinematógrafo (1936). En esta última fue a dar noticia de cómo la incipiente industria del cine español era pasto de un puñado de explotadores, vividores y sinvergüenzas sin escrúpulos, siempre prestos a defraudar los anhelos artísticos de los más desdichados. Al poco tiempo de su publicación, Carranque moría de cáncer con 34 años en los primeros meses de la guerra. Camilo José Cela, quien afirmó haberle tratado en el Madrid de los años 30, habría de ser uno de sus principales valedores.

Como Carranque, la bohemia y el malditismo murieron con la guerra. Sobra recordar lo poco dado a cualquier extravagancia que fue el régimen surgido tras la contienda. Con todo, ya en los últimos años del franquismo se dieron a conocer algunos malditos meridianos. Gonzalo Torrente Malvido, Leopoldo María Panero y Eduardo Haro Ibars eran sus nombres. Antonio Huerga y Sagrario Fierro, con su sello Huerga y Fierro, fueron editores de todos ellos. “Nuestra relación partió de una química. A Leopoldo le conocí a finales de los 70 y nunca tuvimos ningún mal rollo. Con Eduardo Haro Ibars pasó lo mismo –comenta Antonio Huerga–. Recuerdo que Eduardo era capaz de llamarme un domingo, cuando los bancos no abren, para decirme que tenía un cheque, que si le podía adelantar el dinero. Luego, al ir a cobrar el cheque el lunes, lo más probable era que no tuviera fondos. Pero él me llamaba con todo su candor”.

Los hijos.

Los tres últimos malditos españoles fueron hijos de algunas de las plumas más sobresalientes de su tiempo. Torrente Malvido, de Gonzalo Torrente Ballester; Panero, como tanto se ha dicho en estos días, de Leopoldo Panero; y Haro Ibars, de los periodistas Eduardo Haro Tecglen y Pilar Ibars. Como Leopoldo María Panero –a quien le unió una estrecha amistad durante algunos años–, Haro Ibars pasó de la militancia antifranquista al consumo de drogas. Pero, a diferencia de él, conservó la lucidez hasta su prematura muerte en 1988. Fue uno de los primeros periodistas que reivindicaron la homosexualidad y las drogas. Sus versos inspiraron algunas canciones memorables del pop de los años 80. “Yo fui muy amigo de los dos –recuerda De Villena–: A Leopoldo lo traté mucho cuando aún se podía hablar con él. Después tuvo un breakdown del que no le curaron en los manicomios. Allí le contuvieron porque estaba muy medicado. Si no, se hubiera autodestruido mucho antes. Eso era lo que él buscaba, la autodestrucción. Le gustaría que se le recordara como un maldito. Pero Haro Ibars lo era más. Le molestaba mucho que le compararan con Panero porque Leopoldo no tenía ninguna capacidad de razonamiento, de unir una frase con otra. Eduardo era tremendamente lúcido y, desde esa lucidez, buscó la autodestrucción”.

Entre otras muchas páginas, Haro Ibars es el protagonista de Madrid ha muerto, la novela que De Villena dedicó en 1999 a la Movida madrileña.

Más de treinta años antes, Gonzalo Torrente Malvido ganó el premio Sésamo mientras cumplía condena en la prisión de Carabanchel por suplantación de personalidad. “Tenía elementos de malditismo que se mezclaban con otros de delincuente –estima Villena–. También estaba en contra de la sociedad en que vivía”.

Por su parte, Antonio Huerga recuerda el veto que algunos medios de comunicación ejercieron respecto a cuanto concernía a Haro Ibars y Torrente Malvido. Pero prima sobre todo la amistad que mantuvo con los tres últimos malditos, no eclipsada ni siquiera por los cheques sin fondos: “Para nosotros, un autor siempre es un amigo. Es nuestra manera de llevar la editorial”.

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