Reyes de Israel

29 / 01 / 2013 17:14 Luis Reyes
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Masfa, entre el 1050 y el 1012 antes de Cristo · Los israelitas sacan a suertes quién será su primer rey: Saúl, que ya había sido ungido por Samuel.

En las elecciones israelíes del pasado martes los partidarios de Benjamin Netanyahu le aclamaban con el insólito mote “¡Rey Bibi!”. No es una broma lo de llamar rey al primer ministro por parte de los nacionalistas de derecha que denigran el proceso de paz. En la Biblia, en el momento en que luchaban por Palestina con los filisteos (el nombre de donde viene “palestinos”), los israelitas también quisieron cambiar sus gobernantes de jueces a reyes, una forma de Gobierno más autoritaria. Y aunque nos parezca estrambótico, la Biblia inspira la política de un buen número de israelíes actuales.

El paso de la forma de organización patriarcal, propia de tribus nómadas, a una monarquía centralizada y hereditaria no le gustó nada a Yavé, según el Libro de los Jueces. Había un punto de frivolidad en las razones invocadas por los israelitas: “Danos un rey para que nos gobierne, como tienen todas las naciones”. Era como si el pueblo elegido renunciase a su particular relación con Dios para ser igual que los demás.

Yavé accedió a la demanda, pero acompañándola de inquietantes advertencias: “He aquí el derecho del rey que va a reinar sobre vosotros: tomará a vuestros hijos y los hará correr ante su carro [...] los hará trabajar sus campos [...] tomará a vuestras hijas para sirvientas [...] se apoderará de vuestros mejores campos [...] os cobrará impuestos [...] y seréis sus esclavos”. No obstante los tres primeros reyes de Israel resultaron ser grandes figuras históricas, que le dieron su único momento de grandeza entre los pueblos antiguos.

El rey guerrero.

El primer monarca fue Saúl, cuyo nombre significa precisamente “aquel que ha sido pedido al Señor”. Era el hombre de físico más imponente de todos los israelitas, pues “sobresalía por encima de todo el pueblo de los hombros para arriba”. Se encontró casualmente con el anciano juez Samuel que, por inspiración divina, reconoció en él al perfecto candidato a monarca y lo ungió, es decir, le untó la cabeza con aceite ceremonial, el rito de consagración de los sacerdotes. Después Samuel organizó unas elecciones amañadas para que saliese elegido Saúl.

Saúl fue un rey guerrero, cuyas numerosas campañas contra amonitas, moabitas y filisteos convirtieron a los israelitas en el pueblo dominante de Palestina. Pero hubo un momento en que ofendió a Yavé, o más bien a Samuel, que seguía ejerciendo como dirigente moral del pueblo elegido, y se buscó a otro candidato a la soberanía, el joven David, un pastor célebre por su enfrentamiento con el gigante Goliat, al que mató con la pedrada más famosa de la historia.

Tal y como las cuenta la Biblia, las relaciones entre Saúl y David tienen tinte de tragedia de Shakespeare, pues David se casó con una hija de Saúl y se hizo gran amigo de su hijo. Saúl enloqueció de celos y decretó la muerte de David, que, advertido por los hijos del rey, logró huir. En su persecución se produjo una escena escatológica de carácter muy teatral. Saúl interrumpió la persecución acuciado por una necesidad fisiológica, y entró en una cueva a cubrirse los pies, que es el eufemismo bíblico para defecar. Miren por dónde, allí estaba escondido David, con Saúl dándole justo la espalda, por no decir otra cosa. David sacó su puñal, con el que podía matar a Saúl, dada su posición. En vez de eso, le cortó la orla de su manto.

David exhibió luego ese trozo de tela que era la prueba de que no había querido matar a Saúl porque estaba ungido, lo que le daba carácter sagrado, pero también evidenciaba que lo había visto cubrirse los pies, lo que era terriblemente humillante. Saúl en ese momento se reconcilió con David y le reconoció como heredero, aunque en su fuero interno cada vez lo detestaba más, y pronto volvieron a enfrentarse. David llegó a unirse al ejército filisteo para guerrear contra Saúl, cuyo reinado desembocó en catástrofe, en una batalla en la que murieron todos sus hijos y el propio Saúl, en un final trágico, se suicidó con su espada.

El estadista y el sabio.

El reinado de David fue de gran trascendencia histórica, pues logró la unificación de las doce tribus hebreas bajo una autoridad central –aunque no sin rebeliones y guerras civiles–, expandió y consolidó territorialmente el reino, convertido en un pequeño imperio que llegaba hasta el Eúfrates, organizó el culto religioso y, sobre todo, estableció su capital en Jerusalén, lugar sagrado porque allí fue donde Abraham llevó a su hijo Isaac para sacrificárselo a Yavé. Hoy día ese fundamento bíblico es el primer argumento del Estado de Israel para negarse a compartir la ciudad con los palestinos.

David ha pasado a la historia como un personaje carismático, con un principio mítico que lo convierte en arquetipo universal, el del pequeño que a base de valor se enfrenta al grande y le vence –“David contra Goliat” es una frase hecha–, por cierto, invocado constantemente por los israelíes actuales para explicar el enfrentamiento de su pequeño país con el extenso mundo árabe. Además, David era hombre de múltiples habilidades, que bailaba, tocaba el arpa, componía música y fue el autor de la mayor parte de los Salmos de la Biblia. Por desgracia también era un mujeriego esclavo del sexo, que prevaliéndose de su condición real seducía a mujeres casadas y mataba a los maridos, como un don Juan Tenorio. Ese pecado provocó la ira de Dios, que le castigó enfrentándole con su hijo, que murió en la guerra civil provocando la desolación de David en sus últimos días.

La edad de oro de Israel se cerró con su tercer monarca. Después del rey guerrero que fue Saúl, y del rey estadista que fue David, vino el rey sabio, Salomón. Fue la época del esplendor cultural promovido por un soberano mecenas, que dotó a Israel de un gran monumento comparable a otros de la antigüedad, el Templo de Jerusalén –del que actualmente solo queda el Muro de las Lamentaciones, sanctasanctórum de la religión judía- y al que se atribuyen tradicionalmente varios libros de la Biblia, como los llamados sapienciales, el Eclesiastés, el Libro de la Sabiduría y los Proverbios, así como el Cantar de los cantares, un poema erótico insólito entre las Sagradas Escrituras.

Como le sucedía a David, Salomón perdía el sentido por las mujeres, pero si David tuvo ocho esposas, Salomón tuvo “setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas”, según cuenta el Libro de los Reyes. La más famosa de ellas fue la exótica reina de Saba, de cuyo hijo con Salomón se consideraba descendiente la dinastía etíope. El reinado de Salomón se había contagiado de las desmesuras de los déspotas orientales, acumulaba riquezas en sus arcas y mujeres en el harén, se dio al lujo y la depravación y, como le gustaban tanto las extranjeras, terminó adorando a otros dioses foráneos.

A la muerte de Salomón llegó el cataclismo. El reino se dividió en dos, Judá e Israel, y ya no hubo ningún rey grande. El reino de Israel fue destruido por los asirios en el siglo VIII antes de Cristo, y el de Judá por los babilonios en el VI a.C. Israel desapareció como nación independiente y solo tuvo una breve resurrección en el año 164 antes de Cristo, cuando la rebelión de los hermanos Macabeos logró la independencia del imperio helenístico de los Seleúcidas. Simón Macabeo dio origen a la última dinastía de reyes de Israel, los Asmoneos, de los que se sucedieron siete monarcas. Pero en el año 63 a.C. llegaron los romanos y la monarquía judía independiente terminó para siempre, aunque hubo algún sucedáneo famoso, como el del recuadro.

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