Los españoles frente a los Sioux

31 / 07 / 2009 0:00 Luis Reyes
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SAN LUIS DE MISURI (FUTUROS EEUU), 26 DE MAYO DE 1780. Ingleses y Sioux son derrotados por los españoles, apoyados por norteamericanos.

La magnífica exposición de Sorolla inaugurada esta semana en El Prado (véase Tiempo 1.412) tiene como pieza fundamental la Visión de España, catorce pinturas que deben ser las mayores que cuelgan hoy en el museo madrileño: 250 metros cuadrados en una explosión de luz y colorido en los que Sorolla se dejó la vida, pues el esfuerzo le provocó una hemiplejia que le mató al poco de acabarlos. Se los había encargado un potentado americano loco de amor por España, Archer M. Huntington, que le hizo trabajar durante varios años en Nueva York, pagándole una suma fabulosa para la época: 150.000 dólares.

Pero Huntington no era un millonario caprichoso, sino un ilustrísimo hispanista, rescatador del patrimonio español y fundador de la Hispanic Society of America. Huntington luchó contra la tradicional ignorancia de España en Estados Unidos, pese a la enorme presencia española en el territorio norteamericano antes de la expansión de EEUU hacia el Oeste.

Otra memoria histórica

Casualmente, la rememoración que hace El Prado de la pasión española de Huntington coincide con la aparición de un libro, Banderas lejanas (EDAF), en el que Fernando Martínez Láinez y Carlos Canales hacen una completísima recopilación de lo que fue la presencia española en lo que luego sería EEUU. El libro incluye una lista de 209 “fuertes, puestos y casas fortificadas, presidios y misiones españolas en los Estados Unidos y Canadá”.

Desde la casa fortificada del cabo San Nicolás, en la costa atlántica de Carolina del Sur, primer intento, en 1526, de colonización española en territorio hoy estadounidense, hasta, en el otro lado del mapa, el fuerte Nutka, en Vancouver, isla canadiense del Pacífico. España no solamente descubrió, conquistó y colonizó la llamada América española, hoy generalmente denominada Latinoamérica, sino también el suroeste norteamericano, de Florida a California pasando por la inmensa Texas, Nuevo México y Arizona, aunque conforme se subía de latitud la presencia española iba siendo más escasa, convirtiéndose en testimonial en las grandes extensiones de Colorado, Nevada o Utah. En el siglo XVIII, cuando ya había pasado la época del esplendor hispánico y las grandes potencias eran Francia e Inglaterra, el imperio español tuvo un inesperado resurgir con la adquisición de la Luisiana (1763), la posesión francesa del Golfo de México. La nueva soberanía no era sólo sobre lo que hoy es el Estado de Luisiana, sino que se extendía a la Alta Luisiana, es decir, el curso del Misisipi y el Misuri hasta la frontera con Canadá.

Eso formaba un arco estratégico, una especie de cinturón defensivo que impedía la expansión hacia el Oeste de los ingleses. Durante casi 20 años hubo incidentes por la cuenca del Misisipi con los ingleses y los indios bravos que ellos manejaban, y desde que empezó la insurgencia norteamericana ésta recibió por el río suministros de los españoles. Por fin, en 1779, España e Inglaterra entraron formalmente en guerra. El gobernador de Luisiana, el famoso Bernardo de Gálvez, concentró sus escasas fuerzas en la reconquista de Florida, que lograría con memorables hazañas. Gálvez sólo disponía de una unidad militar de verdad, el regimiento Fijo de Luisiana. Había sido formado en 1769 con soldados de los regimientos de Infantería Regular de Guadalajara y Aragón, y tenía los efectivos de un batallón, unos 500 hombres.

Defender el Misisipi

Gálvez encomendó al tercer gobernador de Luisiana, don Fernando de Leyba, un capitán nacido en Barcelona, que le guardase las espaldas, cerrando el Misisipi a una infiltración británica en San Luis de Misuri. Era una posición muy avanzada, a más de mil kilómetros de Nueva Orleans, y Leyba sólo recibió para cumplir su misión 29 soldados del Fijo. Parece de chiste, o de una de esas epopeyas antiguas absolutamente legendarias donde unos pocos héroes se enfrentan a legiones, pero la conquista española de América siempre se desarrolló a ese nivel sobrehumano.

Leyba fortificó como pudo San Luis, organizó una milicia local y entró en colaboración con los rebeldes norteamericanos, que le prestarían ayuda, pero a los que tenía que abastecer con grandes esfuerzos. “La llegada de los norteamericanos a este distrito me ha arruinado por completo”, escribía Leyba, que efectivamente gastó en aquella empresa su fortuna personal y su salud, al punto de morir agotado un mes después de los acontecimientos que vamos a relatar. En la primavera de 1780 los exploradores de Leyba le advirtieron que una expedición inglesa bajaba desde el Canadá. Estaba compuesta por 300 casacas rojas (soldados regulares), otros tantos milicianos canadienses y varios cientos de indios, incluidos 200 aguerridos sioux. En total, unos 1.200 invasores. Leyba logró reunir 300 hombres para la defensa: solamente 21 soldados regulares, unos 200 milicianos locales y algunos americanos, llegados a San Luis con el coronel Montgomery.

Esta jornada, y la campaña subsiguiente, sería la única ocasión histórica en que españoles y norteamericanos combatieron hombro con hombro, hasta la llegada a España del batallón Lincoln de las Brigadas Internacionales. Dada su inferioridad, Leyba se atrincheró en el fuerte San Carlos y no cayó en la trampa de salir contra los indios, que hacían desmanes por los alrededores. Los indios eran buenos combatientes para la guerrilla, pero cuando avanzaron en desorden sobre San Carlos, lanzando gritos de guerra y pensando que los españoles tenían miedo de luchar, a la primera descarga fueron puestos en fuga.

Únicamente los casacas rojas mantuvieron el ataque disciplinadamente, pero, abandonados por indios y milicianos, los ingleses estaban en paridad numérica y fueron rechazados. Salvada San Luis, una fuerza de 100 españoles y 200 yanquis salió en persecución de los frustrados invasores. La forma salvaje de luchar de los indios fue reflejada en el informe de Leyba: “La angustia y la consternación se apoderaron de todos al encontrar los cadáveres cortados en pedazos, sin entrañas y con los miembros, brazos y piernas, dispersos por el campo”. Como en las películas del Oeste, pero un siglo antes.

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