La sombra de Jimmy Carter

14 / 05 / 2011 0:00 Luis Reyes
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CASA BLANCA, WASHINGTON, 24 DE ABRIL DE 1980 • El presidente Carter es informado del fracaso total de una incursión en Irán para liberar rehenes americanos.

La imagen más impactante de la operación contra Bin Laden no fue de muertos ni de matadores, sino la del gabinete de crisis del presidente Obama siguiendo en directo, por una pantalla de ordenador, la caza del enemigo número uno de Estados Unidos.

En esta foto histórica nadie se jugaba la vida, pero en su expresión se veía que estaba en juego algo mucho más importante a nivel colectivo, mundial, que la vida de cualquiera: la presidencia de Estados Unidos. Durante 40 minutos fueron espectadores impotentes de la partida que decidiría su destino político; allí estaban el primer presidente negro y con nombre musulmán de la Historia, Barack Hussein Obama, el vicepresidente Joe Biden, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y miembros civiles y militares del Consejo de Seguridad Nacional, el círculo más exclusivo del presidente.

Sin embargo en la foto no aparece alguien que también estaba allí, una especie de presencia espectral, una sombra: la de Jimmy Carter.

Treinta y un años y ocho días antes de la operación Gerónimo contra Bin Laden, Jimmy Carter también se jugó la presidencia en una baza similar, una arriesgada incursión de comandos estadounidenses en un país de Oriente Medio. A diferencia de Obama, Carter perdió la partida.

Asalto a la Embajada.

En abril de 1981 la popularidad de Carter estaba por los suelos. Hacía medio año que se había producido el asalto a la Embajada de EEUU en Teherán y 53 miembros de la representación diplomática eran rehenes de los milicianos de la revolución iraní, la mayor humillación de la historia de Estados Unidos. El presidente demócrata, metido en año electoral para renovar mandato, estaba viviendo un infierno tras haber tocado las puertas del cielo al inicio de su presidencia.

La victoria de Jimmy Carter en 1976 había despertado grandes esperanzas. Al igual que cuando Obama sucedió a Bush en 2008, Carter venía después de un presidente republicano particularmente odiado por los sectores progresistas de todo el mundo, un villano abyecto para la izquierda llamado Richard Nixon (en realidad hubo un presidente suplente entre Nixon y Carter, Gerald Ford, que sustituyó por unos meses a Nixon cuando éste dimitió por el escándalo Watergate, pero es intrascendente).

Carter era la antítesis del presidente republicano, como si lo hubieran diseñado a propósito, no solo en el plano político sino en el humano, empezando por su aspecto físico rubicundo y distendido, frente al cetrino y adusto de Nixon. Este provenía de familia modesta; el padre de Carter había hecho fortuna como plantador de cacahuetes y ocupó durante toda su vida un escaño en el Congreso de su natal Georgia. Nixon había tenido que superar dificultades económicas para hacerse abogado, profesión que veía como una forma de escapar de su entorno social; Carter se había permitido el lujo de seguir su vocación juvenil e ir a la Academia Naval, y luego había abandonado su carrera de oficial en la Marina para dirigir la plantación familiar y hacerse millonario.

La carrera de Nixon hacia la presidencia fue ardua: ocho años en el frustrante puesto de vicepresidente con Eisenhower, para ser derrotado en las siguientes elecciones por Kennedy y pasar otros ocho años en el ostracismo; Jimmy Carter consiguió la nominación de su partido y la victoria electoral la primera vez que intentó ser presidente. A uno le llamaban Tricky Dicky (Ricardito el Tramposo) por razones obvias: terminó su carrera en la vergüenza de renunciar a la presidencia para no ser destituido por el Watergate. Carter, en cambio, al dejar la presidencia derrotado electoralmente, se convertiría en una referencia moral mundial por su lucha por los derechos humanos y la paz, ganando el premio Nobel.

Precisamente su preocupación por defender estos principios le llevaría a conseguir unos hitos en su etapa presidencial muy apreciados a nivel mundial, pero que no eran de los que daban popularidad en Estados Unidos, como devolver a Panamá la soberanía sobre el Canal, poniendo fin a una humillación histórica para los panameños, o presionar al dictador Somoza para que abandonase el poder en Nicaragua, lo que aceleró el final de la guerra civil, pero también el triunfo de la revolución sandinista.

No se podían poner peros a su brillante patrocinio de la paz entre Israel y Egipto, a los acuerdos de Camp David, primer atisbo de solución en Oriente Medio, pero cuando la URSS invadió Afganistán, su pacifismo le llevó a evitar una implicación enérgica en el conflicto y buscar medios de presión no violentos, como el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú, lo que sabía a poco a los halcones en Estados Unidos.

Pero lo que condenaría a Jimmy Carter no solamente ante los sectores conservadores, sino ante toda la opinión pública de su país, fue su dubitativa reacción ante el asalto de la Embajada de Estados Unidos en Teherán por una turba, y el secuestro de los funcionarios americanos. Enzarzado en inútiles conversaciones con el Gobierno iraní, el presidente Carter tardó más de una semana en tomar las primeras medidas de presión económica –suspensión de importaciones de petróleo y bloqueo de los fondos iraníes- y seis meses en cortar las relaciones diplomáticas. El mismo tiempo que le llevó decidir una acción de fuerza, lo que le serviría en bandeja a Ronald Reagan, su oponente en las elecciones a la vista, su célebre sentencia: “Los rehenes no debieron estar cautivos seis días, mucho menos seis meses”.

Fracaso.

El 16 de abril de 1980 Carter autorizó, finalmente, una incursión armada en Irán para liberar a los rehenes, la operación Garra de Águila. A diferencia de la operación Gerónimo contra Bin Laden, era complejísima (ver recuadro), actuaban directamente, con cientos de intervinientes, el Ejército, la Marina, la Aviación, los marines y la CIA, exigía tres bases de operaciones en territorio enemigo y cinco cambios de medios de transporte, y requería la colaboración de cinco países aliados. Cuanto más complicado es un plan, cuantos más actores, elementos y escenarios intervienen, más imponderables surgirán para hacerlo fracasar. El rescate de los rehenes de Teherán era un paradigma en este sentido.

Garra de Águila descarriló en su primerísima fase, a más de 400 kilómetros de Teherán. En el ataque a Bin Laden falló un helicóptero, pero al parecer estaba prevista una solución. Garra de Águila en cambio se suspendió al primer contratiempo, cuando dos de los ocho helicópteros utilizados se averiaron antes de empezar su cometido. La desgracia atrae a la desgracia, y uno de los aviones que fue a recoger a los frustrados comandos chocó con otro helicóptero, produciéndose ocho bajas americanas, cuyos cadáveres fueron deshonrosamente abandonados en el desierto iraní, y luego exhibidos en Teherán, añadiendo aún más escarnio a la humillación.

Seis meses después, en las elecciones, Carter pagó la factura de su fracaso. Ronald Reagan ganó en 44 de los 50 Estados, incluidos todos los importantes. Por eso la melancólica sombra de Jimmy Carter estaba presente mientras Obama seguía en directo el ataque a Bin Laden, añadiendo un plus de angustia a la insoportable ansiedad.

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