La noche de los cuchillos largos

02 / 07 / 2013 11:17 Luis Reyes
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Bad Wiesee, Múnich, 30 de junio de 1934 · Hitler dirige personalmente la matanza de sus rivales en el partido nazi y en la derecha alemana.

"Solo se aplastan motines de acuerdo con leyes de hierro”. Esa fue la explicación que le dio al Reichstag el canciller Adolf Hitler tras la matanza de adversarios de su propio partido y del campo de la derecha, en una época en que todavía tenía que dar explicaciones de sus actos. Por poco tiempo ya, pues la purga de la ominosa Noche de los cuchillos largos sirvió para asentar el poder personal de quien, en ese mismo discurso, se proclamó “Juez Supremo del pueblo alemán”.

Si miramos exclusivamente el aspecto criminal del acontecimiento, podríamos hacer este sucinto relato de los hechos: en la madrugada del 30 de junio de 1934, grupos de pistoleros de las SS (escolta personal de Hitler) y de agentes de la Gestapo, dirigidos personalmente por el canciller, asesinaron a un mínimo de 85 personas, quizá más de 200, miembros de las SA (milicias nazis) o personalidades de la derecha conservadora, aliada de conveniencia del Partido Nacional Socialista, incluidos miembros del Gobierno.

El espectáculo de un primer ministro designado de forma democrática que, pistola en mano, dirige el asesinato en masa de sus correligionarios molestos, no tiene precedentes en la historia de la criminología, es tan inconcebible que parece un guion de Tarantino. Para entenderlo tenemos por tanto que verlo en su aspecto político, como un primer capítulo del horror histórico que sería el régimen del III Reich en los doce años que permaneció en el poder. La Noche de los cuchillos largos es como un augurio de la Guerra Mundial y los campos de exterminio, el punto de no retorno del nazismo.

Hitler se convirtió en canciller (jefe del Gobierno) en enero de 1933 por una carambola política. Su partido, pese a ser el que más diputados tenía en el Reichstag, estaba muy lejos de la mayoría absoluta y fue precisa una coalición entre los nazis y la derecha. El presidente de la República, el anciano mariscal Hindenburg, estuvo dudando a quién encargaba formar gobierno y finalmente se lo encomendó a Hitler esperando utópicamente que se civilizase al alcanzar esa responsabilidad, y confiando en el papel moderador del vicecanciller Von Papen, líder del conservador Partido Nacional Popular.

Los camisas pardas.

Pero en vez de civilizarse en el Gobierno Hitler lo utilizó para implantar un sistema autoritario. Sin embargo, todavía había ciertos contrapoderes que frenaban sus designios. Por encima del Gobierno se hallaba el presidente de la República, el inmensamente popular y respetado Hindenburg; en el mismo Gobierno había otros partidos de derechas; y sobre todo estaba el poder fáctico del Ejército.

Además, Hitler no controlaba del todo el movimiento nazi. Röhm, jefe de las SA, representaba el sector izquierdista, que no quería alianzas ni componendas con la burguesía y exigía echar adelante con la revolución nacionalsocialista. Aunque Hitler tenía la adhesión de todos los pesos pesados, Röhm estaba al mando de una milicia paramilitar de más de tres millones de miembros, una fuerza formidable.

Los SA o camisas pardas habían sido el puño de hierro del nazismo, una partida de la porra que durante los años duros de ascenso del movimiento se había fajado con socialistas y comunistas, disputándole la calle a los rojos –que también tenían sus paramilitares– como si se tratase de bandas gangsteriles. Ese rol en la política nazi había atraído a las SA a muchos elementos antisociales, borrachos pendencieros, delincuentes comunes, sicópatas... Luego, según la estrella nazi iba en ascenso, se les unieron millones de jóvenes corrientes, fascinados por el programa de emborracharse, cantar canciones y montar broncas, incluido el vandalismo contra todo lo que oliese a judío.

Los camisas pardas habían sido útiles para hacer el trabajo sucio mientras el partido estuvo en la oposición, pero al ser nombrado canciller Hitler, los nazis pretendían ser respetables y atraerse el apoyo de la nación, fuera alta burguesía, clases medias o proletariado. Los SA seguían emborrachándose, montando disturbios, robando, enfrentándose con la policía sin darse cuenta de que esta era ahora la policía de un gobierno nazi, que había creado ya la Gestapo.

Cada vez más voces se alzaban contra los atropellos de los camisas pardas, incluyendo al segundo en el Gobierno, el vicecanciller Von Papen, que pronunció un comprometido discurso en la Universidad de Marburgo denunciando la violencia nazi. Pero lo que decidió a Hitler a dar el golpe de muerte a las SA fue la presión del ejército. Röhm pretendía que su milicia sustituyese al pequeño ejército, limitado por el Tratado de Versalles a 100.000 hombres, y los alarmados generales acudieron a Hindenburg, que llegó a plantearse proclamar la ley marcial y dar el poder a los militares. Hitler comprendió que tenía que acabar con las SA.

Matanza planificada.

Dada la idiosincrasia nazi no cabía más que un enfrentamiento a sangre entre las dos tendencias del movimiento. Hitler contaba con la Gestapo, la policía política que había creado, y con las SS, la milicia encargada de su protección, pero estas organizaciones no tenían en 1934 el poderío que alcanzaron luego. Necesitaban el apoyo material del ejército, que les proporcionó el armamento y los medios de transporte necesarios para la operación. Puesto que la purga se iba a hacer para satisfacer a los militares, Hitler sometió al general Reicheman, jefe del Estado Mayor, la lista de los camisas pardas que pensaba liquidar. Sin abrir la boca, el general Reicheman asentía o negaba con la cabeza cuando le recitaban los nombres, decidiendo así sobre su muerte. De esta manera la aristocracia militar prusiana se ensució también las manos de sangre en la Noche de los cuchillos largos.

Una vez que tenía el visto bueno y los medios del ejército, Hitler puso en marcha un plan que se basaba en la traición y la audacia. Convocó a Röhm y a la plana mayor de las SA a una reunión en las afueras de Munich, en el hotel Hanselbauer de Bad Wiessee. En la madrugada del 30 de junio, acompañado de Goebbels y de sus guardaespaldas, el canciller voló a Munich, donde destituyó e hizo ejecutar al jefe de la policía, que era un SA amigo de Röhm. Luego se presentó en el hotel de la convocatoria, donde todos dormían, y pistola en mano detuvo personalmente a Röhm, que sería asesinado tres días después. A uno de los jefes de las SA, Emund Heines, lo encontraron en la cama con un camisa parda de 18 años, y los mataron allí mismo. Goebbels, el mago de la propaganda nazi, aprovecharía esto para echar un manto de ignominia sobre los SA, acusándoles de depravados –lo cierto es que el propio Röhm era homosexual, algo socialmente inadmisible en aquellos tiempos–.

Tras el éxito en el golpe de mano del hotel Hanselbauer, que dejaba descabezadas a las SA, Goebbels llamó por teléfono a Göring, ministro-presidente de Prusia, que aguardaba en Berlín, y le dijo la palabra clave: “Colibrí”. Entonces la Noche de los cuchillos largos se extendió por toda Alemania. Pero las presas no eran solamente los miembros de las SA, Hitler aprovechó el cheque en blanco que le habían dado los militares para descabezar, literalmente, a la derecha conservadora con la que estaba aliado en el Gobierno.

Hitler regresó tras su agitada noche a la sede del partido en Munich, y allí denunció ante los congregados “la peor traición de la historia”. La máquina propagandista de Goebbels se había puesto en marcha inventando el Röhm-Putsch, el golpe de Röhm. Dos semanas después se dictaría una ley legitimando las ejecuciones extrajudiciales dictadas por “el Juez Supremo del pueblo alemán”, o sea, Hitler, como una necesidad de defensa del Estado ante la subversión.

Después de estos acontecimientos, no solamente la matanza que se prolongó durante tres días, sino su posterior legitimación, nadie debería asombrarse de lo que iba a hacer el régimen nazi en el Tercer Reich.

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