La invención de Escocia

23 / 09 / 2014 Luis Reyes
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Edimburgo, del 15 al 29 de agosto de 1822 · Jorge IV es el primer rey que visita Escocia en dos siglos, con Walter Scott como maestro de ceremonias.

Walter Scott no firmó su primera novela, temía que le trajese problemas porque el asunto de Waverley, como se titulaba, era el levantamiento jacobita de 1745, la última vez en que los escoceses se habían alzado contra el rey inglés. La rebelión terminó en desastre, la potencia de fuego de la infantería regular inglesa destrozó en el páramo de Culloden la feroz carga, espada en alto, de los highlanders, los hombres de las Tierras Altas, que habían tomado partido por Bonnie Prince Charlie, el pretendiente Estuardo.

Aquello fue un desastre para la vieja Escocia. El Gobierno inglés lanzó una ofensiva contra la cultura tradicional de los clanes, en donde había prendido la rebelión, y acabó con las señas de identidad de los highlanders. Les prohibió llevar armas, que eran el símbolo de su orgullosa libertad, y vestir a su manera tradicional. La Dress Act (Ley del Vestido) hizo desaparecer la industria artesanal del tartán, el tejido de lana a cuadros típico del país, e incluso se perdió su memoria. Nadie sabría a ciencia cierta cómo eran los genuinos tartanes, ni desde cuándo se usaban. Además, una feroz represión se abatió sobre los jacobitas, muchos terminaron en la cárcel o en el exilio.

Todo eso quedaba ya lejos en 1814, cuando Scott, que era un poeta romántico reconocido en Escocia, publicó Waverley. El Romanticismo estaba en su apogeo y la novela tenía todos los elementos para gustar, causa perdida, héroe desafortunado... no solo tuvo éxito en su país, sino que se convirtió en el libro de moda en Inglaterra y alguien se la recomendó al príncipe regente. El futuro Jorge IV era lo que los ingleses llamaban un snob, “estar a la última” era para él más importante que cualquier sesuda cuestión política, y se entusiasmó tanto con la novela que quiso conocer a su anónimo autor.

Cuando Walter Scott acudió a cenar en palacio, su anfitrión quedó fascinado por la Escocia de leyenda heroica que fabulaba el escritor y se dejó convencer por sus cantos de sirena: él era el último de los Estuardos, un auténtico highlander, la reencarnación de Bonnie Prince Charlie. Para una persona tan preocupada por su aspecto físico como Jorge, rechoncho y de rasgos poco finos, la comparación con un ideal de belleza y garbo como había sido Bonnie Prince fue irresistible. Jorge se echó en brazos de Scott.

Poco después subió al trono como Jorge IV y decidió hacer el viaje de Estado más trascendental que hubiera afrontado la dinastía reinante. Por primera vez en casi dos siglos, el rey iría a conocer su reino del Norte, la olvidada Escocia. Iba a ser la actuación política más importante de su reinado, y sorprendentemente –o no tanto, conociendo su caprichoso carácter– Jorge la dejó en manos de Walter Scott, al que ya había ennoblecido con el título de baronet. La circunstancia sería ciertamente única: un escritor iba a tener oportunidad de trasladar a la realidad las creaciones de su imaginación. Walter Scott iba a inventarse Escocia.

Dos Escocias.

En realidad, desde la Edad Media existían dos Escocias. Los romanos, tras conquistar Britania, despreciaron ocupar y colonizar la parte norte de la isla, de terreno agreste y tribus muy belicosas. Adriano hizo construir un muro que, literalmente, partía Gran Bretaña en dos, condenando a Escocia al ostracismo. Fuera de la civilización romana, ese país conservó la organización tribal de los primitivos celtas, el sistema de clanes en perpetua guerra entre sí. Pero desde finales de la Edad Media, en las Tierras Bajas de la parte Sur y la costa Este, el contacto con Inglaterra y Francia propició la creación de un reino y una sociedad feudal equiparables a los del resto de Europa.

Las Tierras Bajas entraron en una era de prosperidad económica tras la unión con Inglaterra establecida por el Act of Union de 1707, y su capital, Edimburgo, se convirtió en el siglo XVIII en uno de los focos de la Ilustración, en sintonía con París y Londres. Esa ciudad moderna y cosmopolita sería convertida en un parque temático highlander por Walter Scott.

Puesto que se trataba de montar un espectáculo, el escritor asoció en la organización de la real visita a un profesional del espectáculo, el empresario teatral y actor William Henry Murray, amigo y fan de Walter Scott que había llevado a la escena sus novelas, el cual crearía deslumbrantes escenografías para los actos oficiales.

Murray no fue el único en colaborar en la gran farsa. En realidad Walter Scott era un producto de la sociedad ilustrada de Edimburgo, donde desde finales del siglo XVIII se había desarrollado el movimiento romántico. Uno de los prolegómenos del Romanticismo europeo es, precisamente, la obra de James MacPherson Cantos de Ossian, que tanto influyó en Goethe. Los Cantos estaban inspirados en leyendas célticas –MacPherson se inventó que eran la traducción de un antiguo texto gaélico– y fueron el alimento cultural de Walter Scott en su juventud, la inspiración de sus novelas. También pusieron de moda lo highlander entre las clases altas, y se dio una tremenda paradoja: los nobles poseedores de vastas extensiones en las Tierras Altas practicaban una feroz política de desahucio y expulsión de sus habitantes highlanders, que se veían obligados a emigrar, y a la vez eran los primeros defensores de la vieja cultura en sus clubes de Edimburgo.

Sociedades nostálgicas.

Así fueron apareciendo desde finales del XVIII distintas sociedades, aristocráticas o burguesas, que evocaban el pasado cultural o pretendían recuperar el traje escocés, antaño prohibido, y que contribuirían con entusiasmo en el espectáculo para el rey Jorge IV –algunas incluso le disputaron a Walter Scott su organización–. El general David Stewart of Garth, que era una autoridad en cultura e indumentaria highlander, entrenó militarmente a miembros de la Royal Celtic Society, fundada por él y de la que era socio Scott, para que desfilasen como auténticos y fieros guerreros highlanders ante Jorge IV.

Walter Scott, que era también editor y poseía una imprenta, aprovechó para hacer negocio publicando un librito al precio de un chelín, en donde venía un programa de festejos con detalladas instrucciones para la población sobre cómo debían participar en ellos. La culminación era el gran baile de gala que la nobleza escocesa ofrecería al monarca, denominado por Scott Highland Ball, en el cual “no se permitiría a ningún caballero aparecer vestido de otra forma que en el antiguo traje highlander”.

La necesidad de vestirse de esta forma se convirtió en una fiebre, se supo que el rey había encargado a la prestigiosa sastrería George Hunter & Co, con establecimientos en Edimburgo y Londres, un equipamiento highlander completo, cuya factura de 1.354 libras era una fortuna en la época, y gente que jamás había tenido que ver nada con las Tierras Altas intentaba conseguir kilts y sporrans (faldas y faltriqueras) como fuera. Los sastres no daban abasto y hubo que recurrir al regimiento de Sutherland Highlanders (ver recuadro) para que prestara sus indumentarias a la población civil.

Jorge IV quedó impresionado por lo que halló en Edimburgo, nunca había encontrado una ciudad tan volcada en darle un espectáculo, y surgió una empatía, un mutuo entusiasmo entre sus habitantes y el rey. En una ocasión tuvo que besar a 457 damas escocesas, en otra recibió una ovación de 15 minutos bajo una fuerte lluvia que le empapó a él y a la multitud. Parecía realmente que hubiera llegado la reencarnación de Bonnie Prince Charlie, y Jorge incluso realizó una visita-homenaje al palacio donde había vivido María Estuardo, la reina escocesa a la que le cortó la cabeza una reina inglesa. Aquel viaje sería la luna de miel de una larga relación amorosa entre la monarquía británica –como veremos en el próximo capítulo– y la Escocia inventada por un escritor romántico.

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