La Inmaculada, arte español

05 / 12 / 2016 Luis Reyes
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Roma, 8 de diciembre de 1854. Pío IX declara dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen.

Pío Nono sintió cómo se tambaleaba el trono de San Pedro con la oleada revolucionaria que recorrió Europa en 1848. Para salvarse tuvo que huir de Roma disfrazado de lavandera. El trauma de la revolución y la humillación sufrida cambiaron al Papa: antes de 1848 era un liberal, pero cuando regresó a Roma se había convertido en un conservador.

Fue durante su exilio en el reino de las Dos Sicilias, contemplando las olas bravías en la costa de Gaeta, cuando concibió enfrentarse a la moderna doctrina del naturalismo, que despreciaba las verdades sobrenaturales de la religión, proclamando dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen. Era un delicado asunto teológico que había sido resuelto en 1661, cuando el papa Alejandro VII declaró que María había sido concebida sin pecado original, pero al proclamarlo además “dogma de fe”, Pío Nono obligaba a todos los cristianos a que lo creyesen sí o sí, una forma de inyectarles una sobrecarga de fe y espiritualidad.

La cuestión de la Inmaculada Concepción de la Virgen había conmocionado al cristianismo durante siglos. La bizantina discusión teológica versaba sobre si la Virgen, como madre de Cristo, había sido librada por Dios del pecado original que pesa sobre la humanidad en el momento de su nacimiento, o en el instante en que sus padres realizaron la función sexual de fecundar el óvulo, de forma que el pecado original no manchara ni siquiera al feto. De ahí que se invocara la Inmaculada Concepción, es decir, “concepción sin mancha”.

Desde nuestra actualidad no solo es difícil de entender el conflicto, sino que resulta incomprensible que esa diatriba movilizara a las masas en España, que en el siglo XVII se formasen en Sevilla manifestaciones de 20.000 personas vitoreando a la Inmaculada, o que se recogieran fácilmente 80.000 firmas en un manifiesto a favor de ese misterio.

Aunque Felipe II se resistiese a ello, en tiempo de su hijo Felipe III la monarquía española hizo suya la causa popular, y convirtió el apoyo a la Inmaculada Concepción en una cuestión de Estado, el primer objetivo de la diplomacia española durante el siglo XVII, hasta que la Bula Sollicitudo omnium Ecclesiae... de Alejandro VII en 1661 dio la razón a España. Fue como la victoria en una guerra que duraba ya todo el siglo.

Milagro

La referencia a la guerra no es gratuita, pues la Inmaculada fue convertida en un icono bélico por los tercios españoles que luchaban en Flandes. La causa fue el llamado Milagro de Empel, cuando los holandeses rompieron los diques del Mosa provocando una inundación que anegó la isla de Bommel, y obligó a los 5.000 soldados españoles que la guarnecían a apiñarse en el único terreno elevado, el montículo de Empel. La flota holandesa los tenía rodeados aunque antes de exterminarlos con sus cañones intentaron que capitulasen.

La oferta fue rechazada por el consejo de capitanes, y cuando llevaban cinco días bloqueados, sin víveres, mojados y ateridos por el frío, un zapador cavando una trinchera dio con una tabla donde estaba pintada la Inmaculada Concepción. Como buenos católicos que combatían a los protestantes, entendieron que era una señal y espontáneamente hicieron una procesión con la imagen. Esa noche un viento helado congeló el Mosa, y los aislados dejaron de estarlo para volver a ser la temible infantería española, que avanzando sobre el hielo asaltó las naves enemigas en la madrugada del 8 de diciembre de 1585, casualmente día de la Inmaculada. Parecían, en palabras del almirante Bonnivet, no 5.000 hombres baqueteados, sino “5.000 gendarmes, y 5.000 caballos ligeros, y 5.000 infantes, y 5.000 gastadores, y 5.000 diablos”. Otro almirante, Hohenlohe-Neuenstein, se lamentaba: “Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro”.

Un legado fascinante

Los infantes españoles aclamaron a la Inmaculada como patrona y fundaron la Cofradía de Soldados de la Virgen Concebida sin Mancha, cuyo primer hermano mayor sería el maestre de campo Francisco de Bobadilla, su jefe en Empel, y a la que estaban afiliados todos los tercios de Italia y Flandes. En el reinado siguiente la Monja de Carrión, una religiosa milagrera con extraordinaria influencia sobre Felipe III, el rey de Francia y varios papas, exhortó al rey de España a que los tercios españoles que combatían en Alemania, en la Guerra de los Treinta Años, llevasen en sus banderas la imagen de la Inmaculada.

Si estas cuestiones parecen pasadas de moda, un hecho es cierto, la Inmaculada Concepción determinó la pintura española, se convirtió en su tema más representado y nos ha legado obras fascinantes, como la que pintó Velázquez cuando solo tenía 18 años. Todos nuestros grandes maestros (ver recuadro), del Greco a Goya, dejaron soberbios ejemplos de Purísimas, presentes en todas las escuelas españolas: la valenciana, que fue la pionera, la toledana o la madrileña, cuyas más bellas Inmaculadas son la veintena que pintó Antolínez.

Sin embargo sería la escuela sevillana la más representativa. El canon iconográfico de la Inmaculada española lo estableció Pacheco, suegro y maestro de Velázquez, y no hubo artista de Sevilla que dejase de pintarla, a veces reiteradamente, como Zurbarán, que lo hizo al menos en 17 ocasiones, o Alonso Cano, o Valdés Leal, para culminar con Murillo y sus maravillosas Purísimas, una de las cumbres del arte español.

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