Fiestas de bautizo en la Casa Real

13 / 03 / 2006 0:00 Luis Reyes
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El ceremonial de bautizos de las dinastías españolas está registrado desde 1571, en tiempos de Felipe II. Todos los secretos de los bautizos reales, desde Felipe IV a Isabel II...

09/01/06
Aunque los particulares podrán tener refrescos en sus casas, la justicia cuidará mucho de evitar bullicios y concurrencia a las tabernas, bodegones y otras oficinas de esta naturaleza, para que no haya quimeras ni acaezcan heridas u homicidios que turben la común alegría”. Con ese puritanismo reglamentó Carlos III los festejos por el nacimiento de sus nietos mellizos, hijos del príncipe de Asturias y futuro rey Carlos IV.
Por supuesto se prohibieron las corridas de toros. Carlos III era un monarca ilustrado, trabajador y pragmático, poco amigo de excesos, gastos suntuarios, casticismos y beaterías. Su actitud contrasta con la de su padre, Felipe V. Para festejar el bautizo de la última hija de este soberano, María Antonia Fernanda, Sevilla, donde estaba la Corte, se entregó a un vértigo de fiesta.
La celebración duró dos días. El primero por la mañana se lidiaron doce toros; por la tarde 32 caballeros de la Real Maestranza, en briosos corceles andaluces, celebraron una justa, y después se mataron siete toros más. El lujo que derrocharon todos fue digno de romanos; uno de los padrinos iba seguido de 24 esclavos negros con grilletes, cadenas y collares de plata.
Al día siguiente por la mañana hubo lidia de otras doce reses, y por la tarde una corrida de rejones, en la que tres caballeros, acompañados de 50 lacayos, mataron 15 toros. Felipe V, que se había retirado a Sevilla en busca de remedio a su depresión, quedó tan complacido que nombró a los tres rejoneadores caballerizos de la Real Casa.
Tirar la casa por la ventana para celebrar un bautizo real no era una manía del maniático Felipe V. Un soneto, que unos eruditos atribuyen a Cervantes y otros a Góngora, refleja como festejó la Corte en Valladolid el bautizo del heredero de Felipe III, Felipe Dominico Víctor de la Cruz, futuro Felipe IV. Coincidió con el evento la llegada del embajador de Inglaterra, que venía a firmar la paz con España, y se le quiso deslumbrar.
Parió la Reina; el luterano vino con seiscientos herejes y herejías; gastamos un millón en quince días en darles joyas, hospedaje y vino. Hicimos un alarde o desatino, y unas fiestas que fueron tropelías, al ánglico legado y sus espías del que juró la paz sobre Calvino. Bautizamos al niño Dominico, que nació para serlo en las Españas; Hicimos un sarao de encantamento; Quedamos pobres, fue Lutero rico; Mandáronse escribir estas hazañas a don Quijote, a Sancho y su jumento.
Sarao
El mismo acontecimiento fue recogido por Cervantes, esta vez sin duda de autoría, en su novela ejemplar La Gitanilla, cuando la protagonista canta “si me dan cuatro cuartos” un romance: “Salió a misa de parida/la mayor reina de Europa...”. Aquí también se refleja el lujo derrochado: “Milán con sus ricas telas/allí va en vista curiosa;/las Indias con sus diamantes,/y Arabia con sus aromas”.
El “sarao de encantamento” con el que culminaron 17 días de fiestas, se celebró en un salón del Palacio Real de Valladolid adornado con pinturas de Carducho y la soberbia serie de tapices llamada “de Túnez”, de Vermeyen y Pannemaker. Se representó una alegoría en la que la infantita Ana Mauricia, de cinco años, y seis meninas (niñas nobles de la Corte) encarnaban a las virtudes; luego hubo baile.
Tampoco se descuidaron los aspectos religiosos en el bautizo de Felipe IV: desde el castillo familiar de los Guzmanes, en Caleruega (Burgos), se trajo la pila donde había sido cristianado Santo Domingo de Guzmán, el famoso fundador de la Orden de Predicadores. Era una innovación, pero inmediatamente se convirtió en una tradición, pues desde entonces los infantes e infantas de la Casa Real española –incluida Leonor– reciben el agua bautismal en esa pila, que se instaló para mayor comodidad en el convento de Santo Domingo el Real de Madrid.
Existía todo un ceremonial establecido para los bautizos regios. En realidad, durante mucho tiempo hubo dos bautizos. El acto sacramental de bautizar al recién nacido se realizaba enseguida del parto, porque la alta mortalidad infantil aconsejaba no arriesgarse a que el infante “muriese moro”. Sin embargo, la fiesta del bautismo, con todo el boato de las ceremonias cortesanas, se celebraba tiempo después.
A veces ese bautismo oficial se retrasaba mucho, como en el caso de la infanta Marianina, hija de Felipe V, que se celebró cuando la niña tenía casi cuatro años e iba a partir para la Corte de Francia, ya que estaba destinada a casarse con el heredero de Luis XIV. En Versalles, enternecidos ante una niña tan pequeña, la llamaron la reine poupée, la reina muñeca.
Felipe V, primer rey español de la Casa de Borbón, quiso seguir las liturgias bautismales de la de Austria para mostrar la continuidad entre ambas dinastías, y cuando iba a nacer su primogénito Luis pidió al grefier (secretario de la Casa del Rey) todas las referencias sobre bautismos que hubiera en su oficina. Se elaboró así un interesante informe con todas las ceremonias bautismales de la Casa Real desde 1571, fecha del primer registro.
El nacimiento de ese primogénito de Felipe V, empeñado entonces en una guerra dinástica frente al pretendiente don Carlos de Austria, fue naturalmente muy celebrado por los partidarios de los Borbones, hasta el punto de que hubo grandes fiestas... ¡entre los esclavos españoles cautivos de los moros en Mequinez!
El duque de Alba, embajador español en París, también lo celebró a lo grande, con tres noches de banquete en la embajada, ante la que erigió una pirámide de fuego. Aunque el príncipe había nacido en agosto de 1707, el bautizo oficial se celebró en diciembre, y fueron los padrinos los bisabuelos, Luis XIV de Francia y su esposa española, la reina María Teresa, a quien representó en la ceremonia la princesa de los Ursinos, famosa intrigante y espía.
Afrenta
La seguridad es un complemento hoy imprescindible en todos los fastos reales, pero la Historia muestra su necesidad. Isabel II sufrió un atentado, del que salió herida, cuando asistió a la misa de parida de su primera hija, la infanta Isabel, que sería conocida como La Chata.
Hubo una especie de sombra maléfica planeando sobre este nacimiento. Un año antes que a La Chata había tenido la Reina un niño que murió inmediatamente, y se corrieron rumores de que ese bebé había sido asesinado en su cuna. Si éstos resultan una fantasía infundada, lo que parece cierto es que el regio infante era hijo de algún amante de Isabel II, lo que provocó un desplante de los Grandes de España.
El ceremonial desde tiempos de los Austrias fijaba para el bautizo una procesión en la que participaban los gentilhombres, cargos honoríficos de la Casa del Rey que desempeñaba la Grandeza de España. Cada gentilhombre llevaba una de las llamadas insignias del bautismo, los utensilios que empleaban los cardenales que administraban el sacramento: el mazapán, la vela, el capillo, el salero, la taza, el aguamanil y las toallas.
Cuando se preparó el cortejo para el bautismo de ese niño prematuramente muerto, once gentilhombres anunciaron que no asistirían con la excusa de que “no tenían uniforme grande”, como se llamaba al traje de gran gala.
La afrenta de los Grandes de España volvió a producirse en el bautismo de La Chata. La niña fue proclamada princesa de Asturias –lo sería hasta los seis años, cuando Isabel II tuvo por fin un varón– pero todo el mundo pensaba que no era hija del rey consorte, Francisco de Asís, sino de un gallardo capitán, José María Arana, tan guapo, tan guapo que le decían el Pollo Arana. Los orgullosos nobles no querían legitimar con su presencia en el bautismo a la Araneja, como también llamaban a la princesita, y nueve de ellos recurrieron de nuevo a la excusa de carecer de uniforme grande.
Atentado
El ambiente en Palacio, como se ve, era tormentoso. Mes y medio después del alumbramiento real, el 2 de febrero de 1852, Isabel II cumplió con la costumbre de que la primera salida a la calle de la madre fuese a misa, lo que se llamaba “misa de parida”. Se celebró en la capilla de Palacio, y después estaba programado trasladarse a la basílica de Atocha, para presentarle la princesita de Asturias a la Virgen.
Cuando el cortejo discurría por una galería, un cura revolucionario llamado Manuel Merino se acercó a la Reina con un pliego enrollado en la mano. Parecía una petición, pero en realidad ocultaba un puñal, con el que el regicida apuñaló a Isabel II. Afortunadamente la Reina era muy presumida, y para lograr que su gordinflona figura presentara buen talle usaba un corsé que era una auténtica coraza.
Merino la hirió en el brazo, con el que intentó protegerse, y en el pecho, pero el armazón de ballenas del busto impidió que la puñalada penetrase en zonas vitales. Isabel II, que era tan beata como casquivana, atribuyó su salvación a un milagro de la Virgen de Atocha, y quiso agradecérselo. Existía una fórmula acuñada en la Monarquía española desde el 6 de enero de 1441. En esa fecha, el conde de Ribadeo salvó de un atentado a Juan II de Castilla, y en agradecimiento el Rey, y después sus sucesores, invitaban al titular del condado de Ribadeo a comer todos los días de Reyes, y luego le regalaba el vestido que luciera el soberano en la ocasión.
Isabel II no podía invitar a comer a la Virgen de Atocha, pero le donó el vestido –y las joyas– que llevaba en el momento del atentado “con las propias formalidades y ceremonias que se verifica al conde de Ribadeo”. No consta si en la real donación iba incluido el corsé.

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