El último zar pierde la corona

27 / 04 / 2007 0:00 Luis Reyes
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El derrumbamiento de la monarquía en Rusia, que abrió las puertas al comunismo, empezó hace 90 años por una subida del pan.

23/02/07
Carlos Marx decía que Rusia sería el último país de Europa donde triunfara la revolución comunista, que no se daban las condiciones objetivas para ello. No contó con el zar Nicolás II. Pocos monarcas modernos han colaborado tanto en su propia caída.
Nicolás Alexandrovich Romanov, Nicky para los íntimos, era un joven encantador cuando heredó la corona en 1895. Muy guapo, elegante, tímido pero agradable, buena persona, buen marido, buen padre... Sólo que no era muy inteligente.
Hacía falta mucha inteligencia para ser un buen soberano absoluto, un autócrata, como se refería a sí mismo Nicolás. También hacía falta un carácter fuerte, y tampoco lo tenía el zar. ¿Qué más le faltaba que fuese imprescindible? Formación como político y gobernante.
Uniformes
Nickyse había educado como un joven aristócrata destinado por tradición a la carrera militar. Le encantaban los uniformes, los desfiles, montar a caballo, los compañeros de armas... Pero la política, la administración del Estado, le aburría y le cansaba. Se ponía con frecuencia enfermo cuando tenía obligaciones oficiales.
En cuanto a la delicada política exterior de tan gran imperio, la veía como una cuestión de camaradería entre primos (los reyes de Europa). En una ocasión, para horror del Ministerio de Exteriores, selló una alianza con el káiser cuando Rusia estaba ya aliada con Francia, el gran enemigo de Alemania. Y su empeño personal de actuar como poder hegemónico en Asia llevó a la humillante derrota de la Guerra Ruso-japonesa.
Para completar el retrato de Nickyhay que decir que no comprendía el cambio de los tiempos, se veía a sí mismo como un soberano que recibía el poder de Dios y sólo a Dios tenía que dar cuenta.
Hasta las virtudes de Nickyobrarían por su desgracia. Su amor conyugal, por ejemplo. Estaba profundamente enamorado de la zarina Alejandra, tan bella y elegante como él, pero no sólo una ultrarreaccionaria, sino una supersticiosa que se dejaba embaucar por los charlatanes religiosos. La zarina llegaría a estar totalmente entregada a su último gurú, un sinvergüenza llamado Rasputín, y como el zar estaba entregado a ella, sería el monje farsante quien gobernase el imperio.
La desastrosa guerra con el Japón (1904), un pequeño país recién salido de la Edad Media, supuso un tremendo desprestigio para un zar que cultivaba la imagen de caudillo militar, pero además trajo una crisis económica que provocó la Revolución de 1905, un ensayo de la de 1917.
Lección inútil
Nicolás no aprendió la lección. Un primer ministro liberal, el conde Witte, le sacó con fórceps la reforma política, la constitución de una cámara legislativa, la Duma. Pero en cuanto se sofocó la revuelta, Nicolás clausuró la Duma y licenció a Witte.
Recurrió entonces a un político conservador, Stolypin, capaz de imponer el orden con mano de hierro, pero también de asumir los cambios que necesitaba Rusia. Stolypin atacó el gran problema, la reforma agraria, apoyándose en las fuerzas centristas. Pero se permitía criticar el dominio de Rasputín en Palacio, y la zarina le hizo una guerra despiadada. Cuando Stolypin fue asesinado por un terrorista en 1911, Nicolás se sintió en realidad aliviado. No se daba cuenta de que había desaparecido el único hombre capaz de detener la revolución en Rusia.
A la guerra
En 1915, tras un año de Guerra Europea en el que las cosas no iban bien, cesó al general en jefe y decidió tomar directamente el mando del ejército en campaña. Pese a su afición por los uniformes, Nickyno tenía la mínima noción de estrategia ni de organización militar. Pero lo peor fue que, al irse al frente, dejó todos los poderes en manos de la zarina Alejandra, es decir, de Rasputín. El monje farsante, violador y borracho, destituyó a los ministros y colocó en el Gobierno a sus secuaces. Era la sentencia de muerte para el zarismo.
El 23 de febrero de 1917 estalló la revuelta del pan, motivada por el hambre consecuencia de la guerra y el desgobierno. Ni siquiera la nobleza o la familia real, vejadas por la autoridad de Rasputín, le dieron apoyo a Nicolás II. El 15 de marzo tuvo que abdicar. Intentó pasarle la corona a su hijo, pero no se lo admitieron, luego a su hermano el gran duque Miguel, pero éste no la quiso.
Así cayó la monarquía milenaria. El poder pasó a un Gobierno provisional que duraría poco. En medio año, los bolcheviques se habían hecho con el control absoluto. Y al año siguiente, Nicky, Alejandra, sus cuatro hijas adolescentes y el pequeño zarevich serían asesinados por el soviet de Ekaterimburgo.
Un zar antisemita
Nicolás creía en la conspiración judía universal. Cuando los obreros hambrientos, encabezados por curas, fueron al zar, su “padrecito”, para pedir remedio a sus males, la guardia imperial abrió fuego y mató a 200 manifestantes. Fue el principio de la Revolución de 1905. Nicolás, en vez de reconocer los errores propios que habían conducido a esa situación, le echó la culpa “a los judíos”. Desde el trono se animó entonces la persecución de esa minoría, los tristemente célebres pogromos.

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