El rapto de la mujer más bella del mundo

22 / 12 / 2014 Luis Reyes
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Fondi, Italia, noche del 8 al 9 de agosto de 1534 ·  El pirata Barbarroja intenta raptar a Giulia Gonzaga para llevársela a Solimán el Magnífico.

Carlos V conquistó Túnez en 1535, convirtiéndose en el último cruzado de la Historia. Ya cuatro años antes su Ejército, al mando del Gran Duque de Alba, había rechazado a los otomanos a las puertas de Viena, pero ahora pasaba al ataque ante el peligro islámico, llevando la guerra al imperio del Gran Turco.

Regresó como héroe cristiano a Italia, que le esperaba como a los antiguos emperadores romanos, con arcos y entradas triunfales. Pero el mayor homenaje que recibió Carlos V es que acudiese a recibirlo a Nápoles Giulia Gonzaga, la mujer más hermosa de Italia o, teniendo en cuenta que la Italia del Renacimiento era la patria de la belleza, del mundo.

La fama de Giulia Gonzaga, “diosa bajada del cielo”, escribía Ariosto en su Orlando furioso, “cuya belleza infinita formó con su propia mano el Sumo Hacedor”, según Tasso, traspasó fronteras y tuvo peso propio en la política internacional, pues una armada turca al mando del almirante Jairedín Barbarroja invadió Italia, para llevar a la bella como presa al harén del sultán Solimán el Magnífico. ¡Una guerra por una mujer, como en los tiempos de Troya!

Giulia había nacido en 1511 en el norte de Italia, cerca de Mantua, y era una de los 10 hijos de Ludovico, señor de Sabbioneta, de la rama menor de los Gonzaga. Cuando solo tenía 14 años y su belleza era ya deslumbrante, en una de las habituales uniones entre las grandes familias de Italia la casaron con Vespasiano Colonna, condotiero con muchos títulos nobiliarios y ricos feudos, temido por el mismo Papa, pues había capitaneado las tropas familiares en la guerra de los Colonna contra el papado, y había tomado Roma por asalto.

Sin embargo la adolescente novia no debió de sentirse muy feliz con aquel viudo que la triplicaba en edad, cojo y contrahecho. Por suerte para ella, el desgastado marido solo le duró tres años, y a los 17 se encontró convertida por el testamento en “mujer noble y propietaria de todo el Estado” del difunto, condición que perdería si se casaba.

Nunca lo haría, pero eso no podía significar que una mujer como aquella renunciase al amor y al sexo. Organizó una típica pequeña corte renacentista en su castillo de Fondi, un loco amabilis (lugar encantador) donde humanistas, poetas, cortesanos y artistas celebraban la inteligencia y la sensualidad. Allí la retrató Sebastiano del Piombo a petición de uno de los rutilantes planetas que giraban alrededor de ella, el cardenal Ippolito de Medici, primo del papa Clemente VII. Ippolito tenía solo dos años más que Giulia y era lo que se llamaba un bell’uomo, según puede verse en su retrato por Tiziano. Sus amores dieron por fruto un niño al que bautizaron Asdrúbal.

Los Colonna.

La familia del marido muerto estaba furiosa. Para los Colonna perder el control de un Estado tan rico como el condado de Fondi era ya una mortificación, pero contemplar cómo la viuda burlaba las condiciones testamentarias acostándose con quien quería, teniendo hijos, pero sin casarse, era causa justificada para matar a Giulia. Como era una mujer inteligente supo guardarse de la familia política, pero el mayor peligro para ella era realmente inimaginable. ¿Quién podía prever que una poderosa escuadra turca al mando de su más capaz almirante, el corsario Barbarroja, atacaría Fondi para raptarla?

En nuestros días hemos visto cómo fuerzas especiales norteamericanas, en la oscuridad de la noche y con los más sofisticados medios, invadían Pakistán para matar a Bin Laden por orden directa del presidente Obama, que lo justificó ante el mundo como una decisión de Estado. Algo parecido, con la distancia de las tecnologías, sucedió una calurosa noche de agosto, cuando la élite de la armada turca desembarcó en Fondi. No eran piratas haciendo correrías en busca de botín, sino que les habían encomendado una misión de Estado.

Las órdenes venían del gran visir (primer ministro) del Soleimán el Magnífico, Ibrahim Pachá, llamado el Franco, apelativo que se aplicaba a los cristianos en general en referencia a los caballeros francos de las cruzadas. Como tantos otros altos cargos del Imperio otomano, Ibrahim Pachá había sido un niño cristiano llevado a la corte como esclavo. Tenía la misma edad que el príncipe Soleimán, se convirtió en su compañero de juegos y estudios, y aprovechó sus oportunidades. Cuando Soleimán se convirtió en sultán, le confió varios altos puestos y finalmente lo hizo su gran visir.

Era el hombre más poderoso del Imperio después del sultán, en cierto modo más que él, pero de pronto apareció un rival, o para más inri, una rival. Una de las numerosas concubinas de Soleimán el Magnífico, Roxelana, cuyo nombre quería decir la Ucraniana –era una esclava capturada en Polonia- pero que en Italia llamaban “la Sultana Rossa”, se convirtió en favorita. A tal punto se adueñó de su señor, al que entre otras cosas dio varios hijos varones, que Soleimán le otorgó la libertad y la convirtió en su esposa legal, algo insólito en los usos otomanos. El gran visir veía cómo Roxelana le iba comiendo el terreno, y eso en la corte de la Sublime Puerta terminaba en ejecución. De hecho fue así como acabó en 1536 Ibrahim Pachá, pero dos años antes de eso intentó emplear su último cartucho: Giulia Gonzaga.

La huida.

Traería a Constantinopla a la mujer más bella del mundo, se la regalaría al sultán y así desplazaría a Roxelana. Como gran visir todavía era Ibrahim Pachá quien gobernaba los asuntos ordinarios, de modo que organizó una potente armada y puso al frente al mejor marino del Imperio otomano, el corsario Barbarroja, para que secuestrase a la bella donna. Sin embargo el famoso pirata fracasó, aunque por poco, pues Giulia logró escapar de su castillo medio desnuda, ayudada por un criado. No tuvo buena recompensa este, más allá de contemplar el fruto prohibido; con un concepto del pudor que hoy nos resulta chocante, Giulia ordenó matar al criado que la había visto desnuda.

También fue triste el destino de las pobres gentes de Fondi, pues Barbarroja pagó con ellas su frustración y las pasó a cuchillo. No contento con ello fue a la vecina Sperlonga e hizo lo mismo y habría seguido llevando la muerte por los Estados de Giulia Gonzaga si finalmente no hubiese sido rechazado por fuerzas cristianas en Itri.

La osadía y crueldad de los turcos fue sin duda uno de los factores que empujaron a Carlos V a lanzar su cruzada sobre el norte de África, refugio de la piratería. Giulia Gonzaga se tomó el asunto como una cuestión personal: Carlos era el caballero que vengaba la afrenta a su honor, de modo que fue a recibir al emperador a Nápoles como en la Edad Media las damas esperaban a sus paladines.

Tras la celebración del triunfo, Giulia, en el esplendor de los 22 años, decidió quedarse en Nápoles, lejos de la larga mano de los Colonna. Su amante Ippolito murió con solo 24 años, envenenado por un pariente, y Giulia, para evitar ese peligro, se refugió en el convento de San Francesco delle Monache aunque, por privilegio del papa Paulo III, no como monja, sino como gran dama que hacía lo que quería. Desde allí mantendría una influencia sobre el pensamiento reformista italiano que a otra le habría costado la hoguera. Pero ella era “la più bella donna del mondo”.

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