El proceso del viejo mariscal

26 / 07 / 2016 Luis Reyes
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París, 23 de julio de 1945. Comienza el juicio a Pétain. Será condenado a muerte.

Le habían llamado “el salvador de la patria” en dos ocasiones, en 1916 y en 1940. Nadie ponía en duda sus méritos en la Primera Guerra Mundial, cuando detuvo en Verdun la más terrible ofensiva alemana, y la mayoría del país –De Gaulle aparte– lo recibió como un mesías en la Segunda, cuando se hizo cargo del poder en el momento en que la invasión alemana era imparable y había barrido al Ejército francés. Pero luego, durante la ocupación nazi, Philippe Pétain, el viejo mariscal, asumió un papel lacayo de los nazis, enviando incluso a los judíos franceses al campo de exterminio.

Si Hitler hubiese ganado la guerra, la Historia habría enaltecido al viejo mariscal como la figura prudente y benefactora que veló por Francia en sus peores horas. Pero al perder Hitler aparecía simplemente como el colaboracionista número uno, el gran traidor. Ante el avance aliado, Pétain se había retirado en agosto de 1944 a Alemania, estableciendo un “Gobierno en el exilio” en el castillo de Sigmaringen. Pero en abril del 45, cuando todo estaba perdido para los nazis, decidió regresar a Francia.

De Gaulle cuenta en sus Memorias de guerra que “deseaba que cualquier peripecia hubiese mantenido alejado de Francia a este acusado de 89 años”, ante el cual había sentimientos tan opuestos. Los periódicos de la Resistencia reclamaban el fusilamiento del traidor, pero millones de franceses le veían como una figura paternal, por no hablar de su antiguo papel como héroe nacional. De Gaulle ordenó un juicio rápido, para poder soltar la patata caliente, y de hecho la instrucción judicial fue una chapuza, pues no buscó testigos ni pruebas documentales, y los interrogatorios al acusado tropezaban con su pérdida senil de la memoria.

Lo mismo puede decirse del juicio en sí, pues aunque France-Soir titulase “El más grande proceso de nuestra Historia ha comenzado”, el escritor y periodista Joseph Kessel, judío y combatiente de la Francia Libre, lo calificó de “pobre drama burgués”. El proceso se celebraría en el imponente Palais de Justice de París, donde habían juzgado a María Antonieta, pero se eligió una sala pequeña para que no cupiese mucho público. El tribunal lucía toda su parafernalia de togas rojas y armiños, pero se formó un jurado especial que ofreciese garantías... de condena. Estaba formado por doce diputados y senadores de partidos de izquierdas, y por doce miembros de la Resistencia.

Alta temperatura

 El 23 de julio, con París bajo un calor sofocante y manifestaciones por los Campos Elíseos de supervivientes de los campos nazis con sus trajes a rayas de prisioneros, comienza la vista. Pétain se presenta impecable en su uniforme de mariscal, con guantes blancos de piel de camello. El presidente del tribunal, el magistrado Mongibeaux, impresionante en su toga roja y barba blanca, hace una presentación significativa: “Si nosotros juzgamos aquí a un acusado, la Historia juzgará un día a los jueces”. Está claro que este acto es mucho más que un proceso judicial, que más allá de impartir justicia se está haciendo Historia.

Inmediatamente, el abogado de Pétain plantea que el tribunal es incompetente. El tribunal rechaza esa alegación y lee las acusaciones que pesan sobre Pétain, que ha tenido “una voluntad de complacencia [con el enemigo] equivalente a la traición”, y como jefe del Estado ha sido “un asociado a las órdenes del Führer”. En definitiva se presentan dos cargos, “atentado contra la seguridad interior del Estado” e “inteligencia con el enemigo”. Son cargos genéricos, pues las prisas por acabar el proceso eluden las acusaciones concretas. No se entra, por ejemplo, en detallar la persecución de los judíos por el Gobierno de Vichy, su mayor crimen.

El tribunal procede a continuación al interrogatorio del reo, pero el viejo mariscal pide leer una declaración que lleva escrita. Afirma que ha sido el pueblo francés quien le entregó el poder, y que se siente obligado a responder ante ese pueblo, pero no ante el tribunal. En consecuencia, dice, “no responderé a ninguna pregunta” del tribunal. Concluye afirmando que el poder que le entregó el pueblo “lo he usado como un escudo para proteger al pueblo francés”. Después se refugia en un silencio que pocas veces romperá en las siguientes sesiones.

A falta de auténticos testigos procesales, por el escaño de los testigos van a pasar las grandes figuras políticas como los ex jefes de Gobierno Herriot, Blum, Daladier, Reynaud, o el último presidente de la III República, Lebrun. Edouard Daladier declara a una pregunta de la defensa: “En conciencia creo que el mariscal Pétain ha traicionado los deberes de su cargo”. El anciano Léon Blum, judío y socialista, dice que “traicionar es entregar” y que Pétain le ha entregado a los nazis todo lo que han querido. Quizá piense en los 120.000 judíos franceses entregados a la Gestapo, de los que solo han sobrevivido 1.500. Emotiva resulta la declaración de Paul Arrighi, presidente del colegio de abogados, resistente y deportado, que ha visto morir a su hijo en el campo de Mauthausen, pero la que despierta más expectación es la de Pierre Laval, el jefe de Gobierno de Pétain, entusiasta colaboracionista, a quien los abogados del mariscal intentan hacer cargar con las culpas. Laval no acepta el papel de chivo expiatorio y acusa a Pétain, para que caiga con él –tres meses después el propio Laval será juzgado y fusilado–.

El turno del fiscal es demoledor. Echa por tierra la tesis de los partidarios de Pétain según la cual gracias a su colaboración ha ahorrado sufrimientos a los franceses. “No me lo creo”, dice el fiscal, que enumera los 150.000 franceses fusilados por los alemanes, los 750.000 trabajadores forzosos, los 100.000 exilados y el cuarto de millón de deportados, con el exterminio de casi 120.000 judíos. A la Bélgica ocupada le ha ido mucho mejor sin un Pétain colaborando con Hitler.

La sentencia se decide a las 4 de la mañana del 15 de agosto, y sacan de la cama al viejo mariscal para que la escuche. Por 14 votos frente a 13 (3 magistrados y 24 jurados) es condenado “a muerte y a la indignidad nacional”. Pétain, agotado, somnoliento y senil, no se entera y le pregunta a su abogado: “¿Qué es lo que pasa?”.

El tribunal recomienda conmutar la sentencia por cadena perpetua, a causa de la avanzada edad –89 años– del reo, y De Gaulle, a quien repugna fusilar a un mariscal de Francia, se agarra a la excusa. Philippe Pétain fallecerá en su prisión de la Isla de Yeu seis años más tarde. 

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