El príncipe en tinieblas

20 / 10 / 2015 Luis Reyes
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Nápoles, 16 de octubre de 1590. Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, asesina a su mujer y al amante de ella

La más exquisita belleza y la más repugnante crueldad se vieron a menudo hermanadas en el Renacimiento, pero pocos lo llevaron al preciosismo de Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa. Genio musical del manierismo, vean lo que encontró el juez en el dormitorio de su esposa.

La princesa, la hermosa María d’Avalos, yacía sobre su lecho con el camisón empapado en sangre. La habían degollado, pero aunque la herida era mortal parecía no haber calmado el ansia violenta del homicida, pues además estaba acribillada a puñaladas en la cara, pecho y brazos. Peor aún era el estado del otro cadáver: un tiro en la cabeza había derramado los sesos por el suelo, otro le había destrozado un brazo antes de romperle el pecho. Pero Fabrizio Caraffa, duque de Andria, apodado el Arcángel por su belleza, había padecido un ataque aún más brutal, rabiosas estocadas le habían atravesado cara, cabeza, cuello, pecho, estómago, riñones y brazos, dejando profundos agujeros en el piso, tal había sido la fuerza de los espadazos.

“¡Matad a ese canalla y a la puta, que no digan que un Gesualdo es un cornudo!”, habían oído gritar al príncipe los criados cuando se presentó en la habitación de su esposa con tres espadachines. Luego había vuelto para acuchillarlos, voceando como un poseso “creo que no están muertos”, algo que nadie en sus cabales podía pensar.

Eximente de culpa. Pese a las evidencias la causa se archivó “por orden del virrey, por la notoriedad de la causa justa de la cual fue afrentado don Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, para castigar a su mujer y al duque de Andria”. La vindicación del honor del marido que encuentra a su mujer en flagrante adulterio y la mata ha sido una eximente de culpa en el Código Penal hasta el siglo XX, mucho más en el XVI, y aún más si consideramos la acrisolada nobleza de Carlo Gesualdo. Su familia paterna provenía de la nobleza normanda y eran condes de Conza con Grandeza de España, el culmen de la aristocracia. Su madre, Gerónima Borromeo, era sobrina del Papa Pío IV y hermana de San Carlos Borromeo.

Los cuerpos acribillados de los adúlteros fueron expuestos en las escaleras del palacio, como si no fueran las víctimas, sino los criminales, pues de hecho esa era la percepción de la sociedad. Todo Nápoles pasó a contemplar la morbosa exhibición. Sin embargo el príncipe de Venosa se evaporó por miedo a la venganza de su familia política.

Y es que María d’Avalos pertenecía a la más alta estirpe de la nobleza hispano-italiana, los Avalos, de origen castellano y entroncados con sangre real aragonesa. Su tío Fernando de Avalos fue el general en jefe de Carlos V, que ganó la batalla de Pavía y cogió prisionero al rey de Francia Francisco I. El gran poeta Tasso, que dedicó al trágico fin de María los versos Llorad, oh Gracias, llorad, oh Amores, la consideraba “la piu bella signora de Napoli”, y quien vio expuesto su cadáver decía que “compendiaba toda la belleza del siglo”. María había enviudado ya dos veces cuando tuvo la mala idea de casarse con Carlo Gesualdo. El Papa les dio dispensa, porque eran primos hermanos... ¡ojalá no lo hubiese hecho! Su romance con el Arcángel fue un amor loco al que se entregó sin importarle las consecuencias, imposible de ocultar y provocador de un gran escándalo, tanto entre la aristocracia como en el bajo pueblo.

Los remordimientos perseguirían terriblemente al príncipe de Venosa, máxime si hubiese algo de verdad en el rumor que se expandió por Nápoles: que había ahogado en un barreño al bebé nacido de María, pues pensaba que no era hijo suyo. Gesualdo buscó refugio en la música, fue a Ferrara, donde la corte de los duques de Este era de siempre un brillante foco intelectual y musical. De paso se casó con una sobrina del duque, Eleonora d’Este, pero este matrimonio también sería desgraciado.

Se instalaron en Gesualdo, su feudo, y tuvieron un niño, Alfonsino, que murió enseguida, como si la muerte del bebé de María d’Avalos se proyectara sobre la progenie del príncipe de Venosa. Las relaciones entre los esposos se envenenaron, Eleonora le acusó de abusos insoportables, lo abandonó y solicitó la anulación del matrimonio. Carlo Gesualdo quedó sumido en la soledad y la culpa, buscando desesperadamente expiación. Acosaba con cartas al arzobispo de Milán, pidiéndole huesos de su tío San Carlos Borromeo, pensando que las reliquias del santo varón le traerían paz.

Horda de demonios. Como no consiguió los huesos encargó el cuadro aquí reproducido, de significativo título, El perdón de Carlo Gesualdo, donde entre ánimas del purgatorio y bajo un cielo poblado de santos, aparece Gesualdo de rodillas, implorante, amparado por la figura de San Carlos Borromeo, que intercede por él. Le acompaña la esposa que le abandonó, Eleonora d’Este, y el hijo muerto, Alfonsino, como un angelito que sube al cielo.

Pero también buscó la paz de espíritu con terribles extravagancias. Un cronista de la época le presenta “afligido por una vasta horda de demonios que no le dejaban en paz durante días, a menos que 10 o 12 jóvenes, que tenía expresamente para esto, le azotaran violentamente tres veces al día, lo que le hacía sonreír alegremente”. Y dos mujeres de su entorno procesadas por brujería confesaron bajo tormento que Gesualdo hacía una especie de comunión sacrílega con trozos de pan que introducía en sus vaginas tras las relaciones sexuales.

Su último refugio fue la música, en la que alcanzó la genialidad, pues su uso del cromatismo y la disonancia fue la mayor revolución hasta Wagner e inspiró a Stravinsky, que le dedicaría su Monumentum pro Gesualdo. Pero como señala el crítico Alex Ross, sus madrigales llenos de “tormento, dolor, melancolía y muerte” conforman un “diario musical” de su desgracia. O como dice el doctor Vesce, investigador del dolor, son “la más alta expresión del dolor en música”.

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