El Príncipe Bonito

16 / 09 / 2014 Luis Reyes
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Edimburgo, 21 de septiembre de 1745 · Carlos Estuardo, que ha convocado a la rebelión contra Inglaterra, toma la capital escocesa.

El plato en medio de la mesa parecía ser el más importante asistente al conciliábulo, todos tenían la atención fija en él. De pronto alguien colocó una botella en el centro del plato en la que se reflejaron sus trazos de color, distorsionados por la curva del cristal. De forma mágica compusieron el más bello rostro que se había visto en Escocia: Bonnie Prince Charlie, es decir, el Príncipe Bonito Carlos, el último de los Estuardos.

En la Historia ha habido muchos príncipes sin corona mitificados por sus partidarios, pero no hay ninguno de peripecia tan romántica como Bonnie Prince Charlie. Guapo hasta parecer una mujer –lo que le salvaría la vida–, valiente hasta la temeridad, osado hasta la locura, los fieros highlanders de las Tierras Altas de Escocia le reverenciaron como a un antiguo dios celta. Inglaterra le temía tanto que incluso prohibió su efigie, y artistas talentosos inventaron esos platos trampantojos, que permitían adorar al Príncipe Bonito reflejado en una botella.

Carlos Estuardo había nacido en Roma, donde vivía en el exilio su padre Jacobo Estuardo, el Viejo pretendiente, a quien el papa Clemente XIII había proclamado Jacobo III, legítimo rey de Inglaterra y Escocia. Con solo 14 años Carlos recibió su bautismo de fuego luchando por el rey de España en la conquista de Nápoles. España y Francia apoyaban a los católicos Estuardos destronados y los Estuardos correspondían poniendo su espada al servicio de sus protectores. Uno de ellos, el duque de Berwick, fue el mejor general de Felipe V en la Guerra de Sucesión y su estirpe se unió a la de los duques de Alba, apellidados desde entonces Fitzjames Stuart, literalmente “hijos de Jacobo Estuardo”, el último rey de la dinastía.

Cuando Carlos cumplió los 23 años el Viejo pretendiente lo nombró regente con plenos poderes para gobernar sus reinos. Solo faltaba conquistarlos, y acudió a Francia, que proyectaba invadir Inglaterra. París quería frenar a un país que les disputaba la primacía entre la potencias y utilizaban al Príncipe Bonito para atizar una guerra civil en Gran Bretaña.

Carlos Estuardo, por su parte, estaba dispuesto a aliarse con el diablo para recuperar el trono, pero al final decidieron las tormentas. La escuadra francesa no pudo cumplir su misión y Carlos se encontró solo frente a la magna empresa. Pero esos infortunios no le arredraban. Los Estuardos tenían partidarios en toda Gran Bretaña, pero solo los indómitos highlanders de las Tierras Altas de Escocia estarían dispuestos a empuñar las armas y seguirle en cualquier locura. El 23 de julio de 1745 el Joven pretendiente puso pie en suelo británico por primera en su vida, desembarcando en las Islas Hébridas, en lo más remoto de Escocia, al frente de una tropa de ¡siete hombres!

Llamada a los clanes.

Los primeros en unirse a él fueron un puñado de MacDonalds. Su llegada corrió en el boca a boca por las Tierras Altas y hombres de otros clanes acudieron a Glenfinnan, donde, subido a un cerro, levantó su estandarte convocando a los clanes para la guerra. Apareció ante ellos ataviado con una versión rococó del Highland garb, el estilo de las Tierras Altas, es decir, envuelto en el tartán Real Estuardo, armado con una claymore (la espada escocesa) y un escudo redondo de madera, residuo medieval que los highlanders se resistían a abandonar pese a que no servía de nada frente a las balas, aunque su rodela la había hecho un armero de la corte francesa y estaba adornado con la cabeza de la Medusa en plata, como un arma de parada del Renacimiento. Otra extravagancia era su peluca empolvada al estilo versallesco, pero el conjunto les pareció deslumbrante a aquellos feroces guerreros, a los que invitó a beber coñac francés. Había nacido Bonnie Prince Charlie.

Edimburgo, la capital, le abrió las puertas y se encontró amo de Escocia sin casi pegar un tiro. Faltaba hacer lo mismo en Inglaterra, que invadió al frente de 6.000 hombres. Era absurdo pretender la conquista con un ejército tan pequeño, el general Cope, que salió a su paso, no se lo tomó en serio y Bonnie Prince Charlie lo sorprendió, derrotándolo en Preston Pans. Un bardo celebró la batalla componiendo “Hey, Jonnie Cope, are ye waking yet?” (eh, Jonnie Cope ¿te has despertado ya?) una de las piezas más famosas del folk song escocés, aún hoy día empleada como toque de diana en los regimientos escoceses.

Varias victorias agrandaron el mito de Bonnie Prince, pero sirvieron de poco más, porque los ingleses no se alzaron en su favor y tuvo que regresar a las Tierras Altas. En el páramo de Culloden tuvo lugar la última batalla librada en suelo británico, donde los highlanders fueron destrozados por la potencia de fuego inglesa. Allí terminó, nueve meses después de su desembarco, la empresa insensata de la conquista del Reino Unido por el Joven pretendiente, y comenzó una fuga que sería legendaria.

Bonnie Prince volvió a donde había empezado, a las Hébridas, donde encontró refugio al amparo de una joven ardientemente leal, Flora MacDonald (ver recuadro). Flora trazó un plan de inaudita audacia, acudió al gobernador de la isla, que había raptado a su madre y se había convertido en su padrastro, y le pidió un salvoconducto para viajar a tierra firme. Como era preceptivo, la acompañaría una sirvienta, su doncella irlandesa Betty Burke... es decir, el Príncipe Bonito travestido con ropas de Flora.

Como dos decididas mujeres, Flora y Bonnie Prince vagaron por Escocia durante un verano, siempre con la policía del rey inglés sobre sus huellas. El Gobierno de Londres ofreció una recompensa de 30.000 libras esterlinas por la hermosa cabeza del Príncipe Bonito, pero pese a que era una fortuna inconmensurable y a que en las Tierras Altas todos –hasta los nobles– eran pobres como ratas, nadie lo delató. Logró al fin embarcar en un navío francés casualmente llamado L’Heureux (el afortunado) que lo puso a salvo. Flora en cambio fue detenida y encerrada en la Torre de Londres.

Decadencia del mito.

La vida de Bonnie Prince termina aquí; la de Carlos Estuardo continuó otros 42 años, con más pena que gloria. Su temeridad le hizo ir clandestinamente a Londres en 1750, con la vana ilusión de sublevar a los ingleses. Apoyado por los Nonjuring, sector de la Iglesia anglicana encabezado por su más importante jerarquía, el arzobispo de Canterbury, leal al último rey Estuardo, Carlos se convirtió de boquilla al anglicanismo. Fue una pérdida de dignidad inútil, pues no logró provocar un levantamiento inglés y en cambio le enajenó el favor del Papa, que al morir el Viejo pretendiente no proclamó a Carlos rey.

Ese cambio de religión oportunista fue el acto más notorio de su degradación como mito, aunque la vida de Carlos en el exilio resultó en general patética. Encontró a Clementina Walkinshaw, dama escocesa con la que había tenido una relación en los días de la rebelión, y en un intento de revivir los buenos tiempos de Bonnie Prince la hizo su amante oficial, con la que tuvo su única hija, Charlotte. Pero maltrataba a Clementina, lo mismo que a su esposa legítima, la princesa Luisa de Stolberg-Gedern –la que, por cierto, le puso cuernos– y sería abandonado por ambas.

En las Tierras Altas de Escocia, ignorantes de cómo había caído Bonnie Prince, sus partidarios seguían adorándole en una botella, pero en Francia era Carlos Estuardo quien adoraba a la botella, sumido en el alcoholismo. Cuando murió en Roma a los 68 años, sin descendencia legítima, lo enterraron en San Pedro. Allí yace el último de los Estuardos.

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