El Pacto de Acero

18 / 07 / 2008 0:00 Luis Reyes
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Berlín, 22-4-1939. Alemania e Italia firman el Pacto de Acero. Es el último requisito para que, en tres meses, empiece la II Guerra Mundial.

Cuando Hitler visitó Roma, Mussolini hizo traer de los estudios de Cinecittà todas las estatuas de cartón piedra. A lo largo de la mayestática Avenida de los Foros, alinearon aquel decorado de película de gladiadores. El Duce quería impresionar a Hitler con las grandezas de la Roma Imperial, de la que se proclamaba heredero, y no le bastaba por lo visto con el Coliseo, el Arco de Tito y la Columna Trajana, que bordean la avenida; eso eran ruinas y Mussolini quería antigüedades recién hechas. Así era el fascismo italiano, una falsifi cación, el pasado glorioso reinterpretado como una farsa. A Mussolini le encantaban los gestos fatuos, las frases lapidarias, las palabras ampulosas. Un acuerdo bélico con el III Reich no podía llamarse más que Pacto de Acero, pero el acero era tan falso como las estatuas de Cinecittà. Era un Pacto de Hojalata. El Pacto de Acero, por el que Italia se comprometía a luchar junto a Alemania, fue fi rmado en Berlín por el conde Ciano y Von Ribbentrop, ministros de Exteriores de las dos potencias, tres meses antes de la invasión de Polonia. El Reich necesitaba el compromiso bélico italiano para disuadir a Francia e Inglaterra de ayudar a Polonia. Italia tenía la marina más numerosa del Mediterráneo, lo que cortaría las comunicaciones inglesas con Oriente, y además sería un enemigo a la espalda de Francia. Eso parecía al menos sobre el papel, aunque la realidad era otra muy distinta. Mussolini ya había advertido que la industria de guerra italiana estaba exhausta por su apoyo a Franco en la Guerra Civil española, y que necesitaba tres años para recuperarse.

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Pero aquello era un juego de mentiras, y los nazis no dejaron ver su intención de empezar la guerra no en tres años, sino en tres meses. Cuando el 1 de septiembre Alemania invadió Polonia, Italia no reaccionó según lo pactado, declarándose beligerante. La Historia se jugaba en cuestión de horas, porque Italia tenía que dar el paso adelante antes de que Francia e Inglaterra declararan la guerra al Reich; luego ya daría lo mismo, pues Hitler conocía la poca efectividad militar de su aliado. El Führer llamó personalmente a Ciano para reclamarle que cumpliese. “El señor conde está paseando por la playa”, le respondieron, y el hombre que dirigía la política exterior de Italia no se puso al teléfono en aquel momento trascendental. Pura hojalata. Tras la fácil conquista de Polonia, hubo unos meses de calma, lo que los franceses llamaron la drôle de guerre, la guerra de broma. Franceses e ingleses esperaban detrás de las impresionantes fortifi caciones de la línea Maginot, mientras los alemanes lo hacían tras la línea Sigfrido. Ambos se miraban y se decían: “Atrévete a venir”. Italia, neutral, contemplaba aburrida aquel espectáculo sin acción.

Cada 5.000 años.

Pero a principios de 1940, Alemania comenzó a dar zarpazos. Ocupó Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, invadió fácilmente Francia, expulsó del continente al ejército británico. Mussolini de pronto sintió la llamada del honor –así lo dijo, con toda desfachatez, en una carta a Churchill– y decidió entrar en guerra, en vista de que los aliados ya estaban derrotados. El 10 de junio, cuatro días antes de que cayese París, Ciano convocó al embajador francés para entregarle la declaración formal de guerra. Cuando amablemente le acompañó a la puerta del despacho, le dijo algo que sonó a justifi cación: “Ustedes también verán que los alemanes son amos duros”. Luego, con todo cinismo, Ciano justifi caría la posición de Italia diciendo que era “una oportunidad que sólo se presenta una vez cada 5.000 años”. La oportunidad resultó no ser una ganga. 32 divisiones italianas se lanzaron contra tres francesas, dispuestas a recuperar “Saboya y Niza”, como decía una canción fascista. Pero el ejército francés, que se había derrumbado frente a los alemanes, resistió frente a los italianos pese a ser uno contra diez. Cuando Francia se rindió el 18 de junio, las nuevas legiones romanas de Mussolini no habían avanzado nada. Hojalata. El Pacto de Acero resultó ser el peor negocio diplomático para Alemania. Hay amigos que más vale que no te ayuden, y el ejército italiano era de cartónpiedra, como las estatuas de Cinecittà. Antes de lanzarse a las hostilidades, Mussolini quiso inspeccionar su aviación, el arma que parecía defi nitiva en la nueva guerra. El Duce fue de base en base, y los mismos aviones iban delante de él, para que les pasara revista una y otra vez. Parecía que tenía miles cuando sólo tenía cientos, pero así era el fascismo mussoliniano, pura baladronada. Para el Reich, la ayuda italiana fue algo peor que un peso muerto. En cada aventura en que se metían los italianos solos, eran derrotados y tenían que ir los alemanes a sacarles las castañas del fuego. Así pasó en Grecia y en el Norte de África, unos frentes que Alemania no había previsto y que tuvo que cubrir por culpa de la inutilidad militar fascista. Y en cuanto la guerra empezó a cambiar de signo y los aliados pusieron pie en la península itálica, en septiembre de 1943, Italia abandonó el Pacto de Acero y se cambió de bando. Pura hojalata.

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