Fumar mata... pero no la inspiración

05 / 03 / 2010 0:00 JUAN SOTO IVARS
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Dentro de poco no se podrá fumar en ningún lugar público. ¿Qué será de los cafés, de las tertulias literarias? ¿Se acabará el viejo amor, querido y reñido, entre el humo y la creación artística? Hablan los creadores.

Se acabó. 2010 es el año de la ley antitabaco. Se ampliarán las zonas libres de humo en los locales cerrados de ocio hasta la misma puerta de la calle. Pero, sin perder de vista las recomendaciones de las autoridades sanitarias ni las quejas de los fumadores pasivos, encender un cigarrillo parece más que un vicio. Puesto que son innumerables nuestras imágenes de artistas y escritores fumando apacible o furiosamente en lugares públicos, antes de que el humo emigre a tierras menos cálidas hagamos capítulo de nuestros mitos alquitranados. ¿Alguien tiene fuego?

Un poco de historia (e historias). La primera vez que un grupo de personas se sentó a protestar y a condenar el ejercicio de inspiración ahumada fue cuando Colón trajo hojas de tabaco de las Indias. La Inquisición encarceló por fumar al marino Rodrigo de Jerez, porque sólo el pacto satánico “puede dar al hombre el poder de sacar humo por la boca”. Cuando salió de la mazmorra, siete años después, la costumbre de fumar se había extendido. Sin salir de la historia, el crítico musical Manuel Astur dice: “La semana pasada vi las cenizas de Napoleón… Cómo fumaba ese hombre.”

Independientemente del carácter nocivo por la combustión de la Nicotiana Tabacum, muchos genios han fumado habitualmente. El cigarrillo en la boca de Jack Kerouac o la pipa de Faulkner aparecen al abrir cualquier álbum de fotos literarias. En el fumar se distinguen numerosos estilos que llevan nuestra mente a muy diversos personajes célebres. Está el puro enorme de centelleantes chispas de Groucho Marx (“¿Tiene usted quince hijos porque quiere mucho a su mujer? Yo quiero mucho a mi puro, pero a veces me lo saco de la boca”); la pipa aventurera de Hemingway, el cigarrillo casi irreal metido en la nariz de Picasso. Y no habrá femme fatale que niegue que al feo de Bogart le quedaba bien el cigarrillo colgando de los labios (pese a su aliento, que, según dicen, era una prueba terrible a la hora del beso cinematográfico).

Más información en la revista Tiempo

Tabaco y circunspección

La cultura desprende cierto olor a cenicero. El escritor Juan Jacinto Muñoz Rengel opina que “las largas caladas y las capas de humo están firmemente asociadas con cierto tipo de escritor porque se las vincula con la bohemia, el abandono, la trasgresión, el malditismo, o hasta con cierto tipo de circunspección.” Muñoz Rengel habla de libros en RNE y otro contemporáneo, Óscar Esquivias, recuerda haber visto en televisión “las imágenes del programa de entrevistas A fondo de Joaquín Soler Serrano, en que no dejaban de charlar mientras se hurgaban los bolsillos para buscar el mechero y se daban fuego unos a otros amablemente”.

Escritores y humo. En España no nos faltan duetos indivisibles de escritor con cigarrillo (o puro, o pipa). Aspiran volutas azules en casa o con amigos y muchos admiten fumar constantemente mientras escriben. El escritor Félix Palma da una clave curiosa sobre el hábito de escribir fumando: “Como no fumador envidio la posibilidad de acotar cualquier acción entre dos cigarros. El primero para ayudar a vencer la pereza; al término, la recompensa. La sensación de una tarea terminada y el cigarro como premio.” El mismo autor comenta que “una editorial me devolvió un manuscrito rechazado… pero que olía a tabaco, lo cual me indicó que al menos se lo habían leído, y con detenimiento.”

Algunos han ido más a lo estético. Cuenta a Tiempo Ignacio Martínez de Pisón que en un relato de Julio Ramón Ribeyro un escritor habla de sí mismo y fuma mirándose al espejo, y argumenta que “buena parte del encanto de fumar viene de la imagen de uno mismo con un cigarrillo entre los dedos”. Aunque Martínez de Pisón es solamente fumador social, confiesa que echa de menos “el cigarrillo apagándose en el cenicero junto al ordenador”.

Julio Camba dijo en una ocasión que empezó a fumar porque le estaba terminantemente prohibido por su padre. Respecto a los intentos de dejarlo, es célebre Mark Twain, quien dijo: “Al cumplir los setenta años me he impuesto la siguiente regla de vida: no fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar más de un solo tabaco a la vez”. Aunque dejarlo no es fácil, fue Umberto Eco quien presumía así: “yo siempre me pongo a dieta, igual que todas las semanas dejo de fumar”.

Personajes que fuman

Dentro y fuera de las páginas las bocanadas de humo tienen su sentido narrativo. En un relato de Cortázar extraído del libro Historias que me cuento el tabaco es la excusa para que dos personajes entablen relación; en Embargo, de Saramago, marca el tiempo narrativo el consumo de cigarrillos. El poeta Juan Carlos Suñén añade, tajante, que “las Musas fumaban” y cuenta otra pequeña historia de letras y cigarrillos: fue Jaime Partagás, empresario tabacalero, quien introdujo al lector en las fábricas. Tenía la misión de leer en voz alta periódicos y novelas a los torcedores de cigarros mientras hacían su trabajo, y su presencia en las fábricas fue apreciada por los trabajadores como un derecho social y cultural. Jon Bilbao, escritor que no fuma, dice que algunos de sus personajes sí lo hacen porque les da intensidad física: “Sirve para adjetivar al personaje, por ejemplo si es fumador compulsivo, o si echa la ceniza al suelo teniendo un cenicero al alcance de la mano, o si se pone a fumar sin pedir permiso a quienes están a su alrededor”.

Pero incluso como ejercicio paradójico ha sabido la literatura caracterizarlo. De ahí que el abuelo del poeta Luis Cremades definiera el hábito con las siguientes palabras: “Un trabajo en el ocio y un ocio en el trabajo”. Sin embargo no opina Cremades que haya una razón poética para fumar o escribir sobre fumadores: “El tabaco es una anécdota de la escritura, como el flexo y la mesa camilla, o la chimenea y los libros en piel, o el opio y el chaleco floreado, o la máquina de escribir y el camping gas… Cuando uno escribe da igual cómo y dónde”. Pero muchos consideran consustancial el tabaco y la escritura. El fallecido Paco Umbral, cuando advertía un titubeo en el texto de otro, sentenciaba: “Aquí este cabrón se ha parado a fumar”.

Prohibido fumar. Fumar es malo, pero en España lo hacen habitualmente diez millones de personas como usted, como yo y, los más compulsivos, como Leopoldo María Panero. Sanidad argumenta que es un gasto muy grande para la Seguridad Social soportar los trastornos del fumador senior y Javier Blanco, portavoz del Club de Fumadores por la Tolerancia (al que pertenecen escritores de toda clase, entre ellos Javier Marías, Moncho Alpuente, Alfonso Ussía, David Torres, Fernando Savater y Juan Manuel de Prada) responde que los impuestos del tabaco sufragan ampliamente ese derroche. Sea como sea, el Gobierno ha tomado la decisión de borrar del escenario de cafetín de artistas el clásico cenicero abarrotado. Camus y Hamsun hubieran tenido que tomar notas en casa. Fernando Marías, que recuerda el día exacto en que dejó de fumar hace quince años y no lo echa de menos, se muestra crítico con la erradicación del tabaco de los lugares públicos: “Es duro que no se haya encontrado una manera de dar un poco más de dignidad a quien quiere fumar en público; parecéis reos a los que se puede tirar tomates, algo demencial”. Sin embargo, una amiga bien parecida le dijo que si ya sabía que “no iba a besar a un hombre que sabe a humo viejo, ¿para qué conocerlo?”. Una buena razón para dejarlo. Arbitrariedad o medida necesaria, los escritores lo toman con buen humor. Guillermo Aguirre, premio Lengua de Trapo, dice que su barrio encabeza la resístanse y los dueños de bares saturarán las líneas llamando a la Policía cada vez que alguien encienda un cigarrillo, incluso si nadie enciende ninguno. Añade, en su tono de voz ronco, que “fumar es la última libertad legal de todas las personas ilegales”.

Versos ahumados para Tiempo

A este respecto tercia Suñén que, aunque las cafeterías no son lo que eran, un local público “pierde mucho sin un joven airado tomando notas y fumando en la mesa del fondo”.

Pero claro, Suñén sí fuma. Hay que preguntar a escritores de vida sana para descubrir que muchos tienen, sin embargo, cierta simpatía por el tabaco y demás vicios clásicos. Ignacio del Valle, además de escribir sin tocar el mechero, comercia con miel. Sin embargo no le disgusta que otros fumen: “Cada uno tiene que buscar el vicio que le salve la vida”. Entre tanto, el artista Vicente Transparente da en el clavo de la imagen en la antípoda: “Los ceniceros son el cementerio de la respiración”.

El tabaco es una planta seca en peligro de extinción y los artistas nos regalan algunos versos. Unos son elegías y otros más bien cánticos de celebración. El coplero Chamo Candelas, exitoso letrista de canciones. Compone una letrilla de despedida para los lectores de Tiempo: “Tiene una pena muy grande /la industria hostelera, /será que rompió con su amante /la industria tabacalera”. Una lágrima cayó en la colilla.

Suñén también suelta unos versos algo más contestatarios: “¿Me dices, porque eres recto, /que vas a prohibir fumar /tú, que has torcido más hombres /que hojas Jaime Partagás?”.

La micropoetisa Ajo se lamenta lacónica: “Fumo mucho para olvidarlo todo /y no consigo toser /siquiera”, y para colmo encuentra problemas prácticos a otros actos necesarios: “Una vez más no tengo apetito /es un pena que no se puedan fumar /ni las lentejas ni los bocadillos”.

En fin, aires nuevos, aires limpios, aires un poco menos literarios. Entristece pensar que en el cine americano actual se sabe quién es el malo… porque fuma. Félix Palma entona, lastimero: “Adiós con el corazón /que con los pulmones no puedo”. Y nos vamos del bar cantando, y recordamos las palabras de la jovencísima mexicana Meztli Mc-Liberty: “El humo de la pipa es un caracol que me dice hasta luego”. Fumadores activos y pasivos responden apartando el humo con la mano. Y muchos, con nostalgia.

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