España, jazz y poesía

23 / 04 / 2014 Antonio Puente
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La antología Fruta extraña aborda la evolución en la acogida del género musical de Nueva Orleans en la poesía española, desde las vanguardias a la actualidad.

Solo se sabe que la primera vez que apareció el monosílabo impreso fue en la sección de deportes de un periódico de San Francisco, en marzo de 1913, y que el extraño género musical al que alude había surgido con el siglo en garitos de músicos negros de Storville, la zona de burdeles de Nueva Orleans. Y que, por eso mismo, ante la duda de si no procederá el vocablo también de la palabra jaiza, que significa en árabe “sonido de tambores lejanos”, es muy probable que provenga de la pronunciación originaria jass, que en inglés significa ponerse cachondo, excitarse. De aquellos anónimos ritmos sureños el jazz se expandiría a su roce con las grandes urbes, Nueva York y Chicago y, como puerta de Europa, París.

¡Pobres negros, sorteando a cada paso nuevas verjas! El primer disco de jazz que se grabó en la historia fue en febrero de 1917, con la rúbrica de la Original Dixieland Jazz Band, oriunda cómo no de Nueva Orleans; solo que íntegramente compuesta por músicos blancos. Y en los felices años 20, cuando se produce el llamado “renacimiento cultural de Harlem”, en clubes como el Cotton prohíben la entrada a los negros... Es la década de la bifurcación: al tiempo que se consagra su pureza musical, con un astro rutilante como Louis Armstrong, recién afincado en Nueva York, el término jazz se hace elástico para designar también al swing (que alcanzará su apogeo tras la Gran Depresión, en los años 30) y otras músicas bailables, con que le darán rienda suelta a su esnobismo los jóvenes adinerados de América y Europa.

De aquel Harlem en ebullición serán testigos directos dos poetas andaluces: primero el malagueño José Moreno Villa, en 1927, y luego, en 1929, Federico García Lorca. Es uno de los puntos álgidos en el arranque de la original antología Fruta extraña. Casi un siglo de poesía española de jazz (Fundación José Manuel Lara), que, en documentadísima edición del profesor de la Universidad de Sevilla Juan Ignacio Guijarro, abarca la evolución de la receptividad del género musical en la poesía española (con una selección de 130 poetas) desde principios del XX hasta nuestros días. El título está tomado del mítico tema de la cantante Billie Holliday, quien, junto al saxofonista Charlie Parker, serán dos de las figuras más homenajeadas por los poetas españoles. Si bien mayoritariamente a título póstumo, tras la irrupción de los Novísimos, a finales de los años 60, a quienes venía como anillo al dedo el sonido de esos dos genios aniquilados por el alcohol y las drogas.

¿Será el jazz a la poesía lo que el rock a la narrativa? El propio antólogo alude al isomorfismo entre el carácter libérrimo y subjetivo de la composición poética y la fuerza improvisatoria del jazz, uno de los pocos géneros musicales donde se produce una “equivalencia en la importancia entre quien ejecuta y quien compone”. No es de extrañar que a la cabeza se sitúen catalanes, toda vez que, como se nos recuerda, Barcelona constituyó la puerta de entrada a España –desde París– y la gran veladora cultural en la desolada posguerra.

Dos poetas catalanes, que merecerían libro aparte para abordar este tema de la absorción del jazz por la poesía, son Luis Eduardo Cirlot (1916 - 1973) y Joan Margarit (1938). Con el proverbial sentido musical que le caracteriza, Cirlot proclama, en los años 40: “Oigo piezas de jazz. Hay algo denso / en su misión obscura, no sinfónica. / Esas músicas breves se parecen / a las apariciones desoladas, / a los existenciales gozos muertos / cuyo ademán de súplica concita / tantas caricias”. Poeta de culto y hermético él mismo, que rindió tributo a numerosos músicos contemporáneos, el autor del Diccionario de símbolos fue, por lo demás, uno de los fundadores del grupo Dau al Set, gran catalizador del jazz e incluso promotor de conciertos en la posguerra.

Por su parte, Joan Margarit, que, pese a su vasta obra –inicialmente en catalán– no ha recibido reconocimiento hasta los últimos lustros, sintetiza en muchos poemas la equivalencia entre la atmósfera del jazz y la mesurada polifonía interior del hombre urbano. Como si festejara en el género una suerte de disposición y audiencia semejante a la de la poesía, Margarit ha declarado: “El jazz tiene una gran virtud: nació humilde y, pese a los intentos de llevarlo a las grandes salas de conciertos, se mantiene en locales donde escuchar y conversar no están reñidos”.

Los pioneros.

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A Salvador Espriú (1913 - 1985) le cabe el honor de ser el primer poeta español en nombrar a cualquier estrella del jazz, en su poema dedicado “a la trompeta de Louis Armstrong”, del libro Cementeri de Sinera (1946), donde enarbola, además, un potente alegato contra el racismo: “Te diré que los negros son hermanos del blanco / para que, cuando los cuelgues, sepas llorar”. Y mientras que Gabriel Celaya (1911 - 1991) fue pionero en dedicarle un poemario específico al jazz,Música de baile, en el que equipara sus estados de ánimo con cada instrumento, el cordobés Manuel Álvarez Ortega (1923) incluye por vez primera un tema jazzístico (de Armstrong) en el título de un poema: West End Blues en la noche.

Sin embargo, antes y después del 27 no faltaron voces detractoras. Es curioso que, tras el breve oasis cultural de la República, a partir de la Guerra Civil ambos bandos repudiarán los nuevos ritmos estadounidenses por razones diversas: para los republicanos, era la música antipopular de burgueses y señoritos; para los nacionales, un sonido chirriante y abstracto que invitaba al desorden, y que además había sido inventado por negros. Por fortuna, ninguna de esas dos cerrazones extremas cala en los poetas españoles. Pero es de destacar que los poetas más antiguos que figuran en la antología, el madrileño Emilio Carrere (1881 - 1947) y el onubense Rogelio Buendía (1891 - 1969), lanzan sus diatribas contra el nuevo género que “ahogó la voz divina de los viejos pianos” y ocultó la “púdica belleza intrínseca del vals”. César González Ruano (1903 - 1965) habla, en los años 20, del fastidio por haber trasnochado tras la quimera de “las notas borrachas de un jazz-band mujeriego”...

Contra los americanos.

Nada que ver, desde luego, con la onda del yankies go home que transmitirá, a comienzos de los años 60, Blas de Otero (1916 - 1979), cuando equipara a “un negro jazzeando” con un heraldo, a su pesar, de la “América histérica imperando”. Y, en cierto modo, le secunda Manuel Vázquez Montalbán (1939 - 2003) en su poema Jamboree, al denunciar “la bromúrica África europea del sábado”. De la misma década convulsa, cuajada de protestas contra el imperialismo yanqui, son los poemarios Blanco Spirituals, del recientemente desaparecido Félix Grande (1937 - 2014) y Las crónicas americanas, de Fernando Quiñones (1930 - 1998), que, a la zaga de la dolorida equiparación de Lorca entre negros y gitanos, dedican poemas reivindicativos a diversas figuras del jazz y del flamenco. Quiñones rinde un simpático tributo a un personaje de su invención, “Caracoltrane”, híbrido de Manolo Caracol y John Coltrane...

Entre los Novísimos, la antología destaca los poemas de, entre otros, Antonio Martínez Sarrión (1939), con textos que imitan la morfología sincopada del jazz,
 Pere Gimferrer (1945) y José María Álvarez (1942), quienes coincidirán en homenajear a Billie Holliday y Charlie Parker. En las décadas siguientes el jazz se convierte en un tema recurrente, que abarca, incluso, poemarios completos, cada vez con mayor precisión en las designaciones. Son de destacar El jazz en la boca, del leonés Ildefonso Rodríguez (1952), compuesto como una sugerente jam-session de fragmentos, o Las voces encendidas, del madrileño Carlos Aganzo (1963), en cuyo largo poema Jazz
 va vertiendo libres definiciones del concepto, como si cada una de sus letras fuese un instrumento.

Del mismo modo que la antología permitiría sesgar un cierto bestiario como metáfora recurrente del jazz (“una pantera negra zarpeando”, en Otero; “una dulzura animal”, en Celaya; “la pecera magnética” de la voz Billie Holliday, en Gimferrer; “las gaviotas heridas”, en Margarit), el símbolo de la rosa aparece, por ejemplo, en la temprana celebración del jazz de Luis Cernuda (1902 - 1963), quien expresa, en Quisiera estar solo en el Sur: “La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta”, y se repite en dos poetas del 50: “Oh, rosa de lo sórdido”, dirá en su Elegía de la canción francesa Jaime Gil de Biedma (1929 - 1990), y Antonio Gamoneda (1931), quien condensa: “La memoria es mortal. Algunas tardes, Billie Holliday pone su rosa enferma en mis oídos. / Algunas tardes me sorprendo / lejos de mí, llorando”. Junto a ellos figuran también, del 50, Francisco Brines (1932), en cuyo poema Solo de trompeta simboliza el deseo sexual no consumado; Ángel González (1925 - 2008), que canta a la trompeta de Armstrong como el primer sonido de alcance global planetario, o, entre otros, José María Fonollosa (1922 - 1991), un poeta clave en la divulgación del jazz (“El oscuro milagro de este siglo”) en la Barcelona de posguerra y coautor, junto a Alfredo Papo (1922 - 2013), de una extraña edición bilingüe en la España de 1951: Breve antología de los cantos spirituales negros.

Volviendo atrás, un especial interés genealógico ofrecen las primeras semillas de Fruta extraña, en tiempo de los ritmos de Nueva Orleans. Mientras los citados Carrere y Buendía eran la punta del iceberg de la España reacia a la entrada de los nuevos vientos, hacia los mismos finales de los años diez, los vanguardistas, y especialmente los ultraístas, los festejaban. Aglutinados por la revista Grecia, Juan Larrea (1895 - 1980), por ejemplo, equipara los nuevos sonidos al avance de la telegrafía sin hilos; Javier Lasso de la Vega (1890 - 1959) brinda en su poema Cabaret por las “músicas acrobáticas de los negros jocosos”, y a Guillermo de Torre (1900 - 1971) las nuevas notas le sugieren “rascacielos que trepan hacia la luna” y “chispazos de violines sobre los senos floridos”...

Y el cine.

La primera película sonora de la historia fue El cantor de jazz, de 1927. Llegó a España dos años más tarde y su proyección fue precedida, en el Cineclub Español, en Madrid, por una sugerente conferencia de Ramón Gómez de la Serna, con el título de Jazzbandismo, en la que destaca del jazz “esa cosa negra que tiene” y “en cuyos sones profundos se siente la nostalgia de los zambombazos de la matriz sonora de los inmensos troncos vaciados y convertidos en tambores milenarios (...) En el jazz sentimos el abrazo de dos civilizaciones, la negra de la época, en la que éramos sapos aguanosos, y la época de las Grandes Vías y los sorprendentes escaparates. ¡Qué abrazo de emigrantes más estupendo!”.

Coincide con la edad de plata del 27, cuyos miembros –aquí mayoritariamente representados, incluso con los testimonios projazzísticos de Buñuel y Dalí– coinciden en celebrar, aun con puntuales críticas a la cultura estadounidense, la innovadora música de Nueva Orleans. Junto a Hinojosa o Aleixandre (“A ver, ¿no hay por ahí un jazz?”, exclama en Superficie del cansancio), algunos como Salinas, Guillén o el citado Cernuda residieron en Estados Unidos, al contacto directo con la evolución de la cultura del jazz. Una brecha que abriría Lorca, pero aún antes que él, Moreno Villa, quien, en su Jacinta la pelirroja (1929), escrito a raíz de un desengaño amoroso con una norteamericana, extrae tempranamente, y desde Harlem, la genial ambivalencia que ofrece el jazz, desenfado y risa para vencer el desamor: “Eso es. Bailaré con ella / el ritmo roto y negro / del jazz (...)  Oh, Jacinta, pelirroja. / peli-peli-roja”.

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