El enigma del fuerte La Navidad

02 / 01 / 2018 Luis Reyes
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La Española (Santo Domingo), 25 de diciembre de 1492. La nave capitana de Colón encalla. Con sus restos se construye La Navidad, primera población europea del Nuevo Mundo.

Construcción del fuerte La Navidad, según un grabado antiguo, y mapa de La Española trazado por Colón, donde aparece “Nativida” (sic).

Infausta Nochebuena para los españoles fue aquella del 92, la primera que pasaban en el Nuevo Mundo. Justo a la medianoche, la nao capitana de Cristóbal Colón, la Santa María, encalló en la costa Norte de La Española, y la tripulación tuvo que abandonar la nave a la carrera, llevando cada cual lo que pudo salvar del naufragio. Gritos y maldiciones, esos fueron sus villancicos, y todo por las prisas del Almirante.

Hacía ya más de dos meses que Rodrigo de Triana gritase ¡tierra! en el histórico 12 de octubre de 1492. La primera isla que toparon, Guananí, la llamaron San Salvador, porque les salvaba la vida. Era una isla sin importancia, Colón buscaba las fabulosas Indias, los riquísimos países de Cipango y Catay (Japón y China) de los que hablara Marco Polo, dando por buenas las noticias del aventurero veneciano, de fácil verbo, pero que nunca aportó pruebas de lo que contaba.

Los nativos, a los que genéricamente llamó indios, le enviaban de una isla a otra. En Colba (Cuba), que bautizó Juana en honor al heredero de los Reyes Católicos, no halló rastros de lo que buscaba, pero en La Española (hoy Santo Domingo) renacieron las esperanzas. Mandó a tierra a un grupo de exploradores capitaneados por el escribano Rodrigo de Escobedo, y regresaron con buenas noticias y mejores evidencias materiales. Habían conocido al cacique taíno Guacanagarí, el más poderoso de la isla, que se había mostrado amistoso y les habló de las regiones vecinas; una se llamaba Babeque, que quería decir “tierras de oro”, y otra Cibao, o sea, Cipango... ¡habían llegado al Japón!

Y sobre las palabras, las pruebas: ¡traían oro! Guacanagarí estaba en guerra con un bárbaro vecino antropófago, y deseaba la alianza de los castellanos, por eso les había dado regalos diplomáticos para el Almirante, entre los que había piezas de oro.

Es comprensible que a Colón le entrasen las prisas. Había navegado 6.500 kilómetros hasta alcanzar San Salvador, prolongándose el viaje 70 días, con el consiguiente peligro de agotamiento de provisiones y rumor de amotinamiento. Y cuando creía tener Cipango a su alcance, aún habían pasado dos meses sin rastro del fabuloso reino, no encontrando más que islas habitadas por salvajes. Por eso quiso ir enseguida al encuentro del cacique Guacanagarí, y zarpó al alba del 24 de diciembre.

Navegaron todo el día con mala mar, costeando la isla, de la que fue trazando el Almirante el mapa que puede verse en estas páginas. Cuando lo oscuro de la noche no permitió ver, Colón, agotado, decidió esperar al día siguiente y se retiró a descansar, quedando de guardia un grumete, que también se durmió y solo pudo gritar alarma cuando una corriente arrastró a la Santa María y la embarrancó. Afortunadamente fue en tierras de Guacanagarí, que envió unas canoas para socorrer a los náufragos.

Cuacanagarí

Colón se entendió bien con el cacique taíno, uno de los cinco que se repartían la isla. Se convertiría en un aliado leal frente a las otras tribus, hasta el punto de morir en los avatares de aquellas luchas, y en la República Dominicana se llama “complejo de Guacanagarí” la preferencia por lo extranjero frente a lo dominicano. Guacanagarí dio permiso y proporcionó ayuda para levantar un asentamiento español en la costa. Desguazaron la Santa María y aprovecharon su madera y clavos para construir, el día 26, el fuerte La Navidad, también llamada Villa Navidad.

Colón decidió regresar a España para traer a las Indias una auténtica flota y mucha más gente, para asegurar el dominio de la corona castellana sobre el Nuevo Mundo. Pero al convertirse en casa y castillo la Santa María había creado un problema. A Colón solo le quedaba la más pequeña de sus carabelas para el viaje de vuelta, la Niña, porque la Pinta se había separado. No cabía en la Niña la tripulación de la Santa María, de modo que 39 de ellos constituirían la primera población española en América. Si La Navidad se hizo con madera de una nao, los hombres que la poblarían eran de una madera que ya no se fabrica; la mayor hazaña que pudiéramos hacer hoy, el viaje a Marte, estaría perfectamente monitorizado, pero aquellos castellanos aceptaban el desafío de lo desconocido, quedarse abandonados quizá para siempre en un medio hostil e ignoto.

El Almirante nombró alcaide de La Navidad a su hombre de confianza, el cordobés Diego de Arana, alguacil de la Armada y primo de Beatriz Enríquez, la mujer de Colón, aunque nunca se casaran. Como lugartenientes designó al segoviano Rodrigo de Escobedo, escribano de la Armada que había levantado acta de los descubrimientos, por lo que se le considera el “primer notario de América”; y a Pero Gutiérrez, que había sido criado de Fernando el Católico.

No vamos a tratar de la vuelta a España de Colón y su recibimiento por los Reyes Católicos, todo resultó feliz, y Colón emprendió su segundo viaje a las Indias con una escuadra de 17 barcos y 1.500 hombres. El 22 de noviembre de 1493 Colón arribó a La Española, pero enseguida vieron señales nefastas, pues unos exploradores que envió a tierra encontraron dos cadáveres con los brazos en cruz atados a un madero y sogas al cuello. La putrefacción los hacía irreconocibles, pero cuatro días después hallaron otros dos crucificados y estos tenían barba.

No cabía duda de que eran españoles, de modo que cuando llegaron frente al fuerte La Navidad, ya caída la noche, no desembarcaron, sino que dispararon un cañón para advertir de su presencia. No hubo respuesta de tierra, ni vieron luces, ni movimiento.

Al amanecer llegó una canoa de taínos, que dijeron que los del fuerte estaban bien, pero Colón temió una emboscada, pues todo indicaba lo contrario. Cuando al fin desembarcaron tuvieron conciencia de la tragedia: la fortaleza había sido incendiada y estaba llena de restos humanos, a los que solo pudieron dar sepultura.

Guacanagarí le aseguró a Colón que habían sufrido un ataque de su enemigo, el bárbaro caníbal, pero el Almirante siempre receló que hubiera sido el propio Guacanagarí el autor de la matanza, para echar la culpa a su adversario. Así se aseguraría de que los españoles le hiciesen la guerra a los caníbales.

Nunca se averiguó qué había pasado de verdad a los primeros colonos del Nuevo Mundo.

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