Nómadas y caravanas

28 / 06 / 2017 Clara Pinar
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Kazajistán y Kirguistán conservan los tesoros culturales y espirituales de hace un milenio.

Hace un milenio, la Ruta de la seda transportó mercancías desde China y Europa y se convirtió en un camino de ilustración y de intercambio de ideas y saberes entre los dos extremos del mundo conocido. En el corazón de la Ruta de la seda se situaban Kazajistán y Kirguistán, que mil años después conservan tesoros culturales y espirituales, su tradición nómada –desde la civilización Taka y sus petroglifos a los campamentos de yurtas– y su pasado de república soviética. 

A golpe de inversiones, China quiere reeditar una nueva Ruta de la seda y mientras Kazajistán y Kirguistán aplauden la autopista que, a través de su territorio, unirá los extremos de la antigua, se preparan para exhibir sus joyas. Que su moderna Ruta de la seda abra sus puertas a los turistas de la lejana Europa.

De la frontera china a las aguas del mar Caspio, el viaje pasa por verdes colinas, picos nevados y enormes lagos –el Yssyk-Kull es el segundo mayor del mundo, después del Titicaca (Bolivia)– kirguizos y por interminables llanuras kazajas. El caballo sigue siendo animal insustituible –y manjar para ocasiones especiales– y es fácil imaginar a las huestes mongolas de Genjis Khan asolando las antiguas ciudades de Taraz y Otyrar, en Kazajistán. Hoy las excavaciones de sus ruinas empiezan a dar idea de su pasado como centro comercial. Monasterios del primer cristianismo como Tash Rabat Caravanserai, en Kirguistán, pronto dieron posada a los comerciantes y hoy se alzan también como atractivos turísticos. 

Para alimentar el alma, Turkestán alberga la cuna del sufismo y la casa bajo tierra donde se autoconfinó su creador, Ibrahim Ata, cuando a los 63 pensó que no debía vivir más años que el Profeta. Entre los mausoleos, la magnífica cúpula turquesa del de Khoja Akhmet Yassawi, en Turkestán, y los imponentes minaretes funerarios como la Torre Burana, en Kirguistán.  

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