Celebrities obsesionadas con el arte

29 / 08 / 2013 12:55 Christian Viveros-Faune (Newsweek)
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La creciente relación entre los famosos y el mercado del arte no se limita al coleccionismo: amenaza con convertir las creaciones en una expresión más del famoseo.

Al principio solo estaban los artistas. Después aparecieron los mecenas, cuya sensibilidad para con el arte permitió que los creadores se dedicaran exclusivamente a sus obras. Posteriormente los mecenas fueron cediendo terreno a los especuladores, falsos coleccionistas que amasaron grandes fortunas aprovechándose de las oscilaciones de los precios del arte. Pero en estos tiempos en que el arte es solo un activo como cualquier otro, no hay un tipo de coleccionista más buscado que la auténtica y genuina celebrity, esa rara avis opulenta, derrochadora y siempre sedienta de satisfacciones inmediatas que se ha convertido en el mayor objeto de deseo de galeristas de arte y propietarios de casas de subastas.

Este nuevo statu quo tuvo su refrendo más claro el pasado mes de mayo en una subasta de la casa Christie’s. Ese día se adquirió un cuadro tan entrañable como atrevido: el retrato en topless de Bea Arthur, una de las Chicas de oro, pintado en 1991 por el pintor estadounidense John Currin. La pieza fue adquirida por 1,9 millones de dólares (1,4 millones de euros), y su traspaso dio mucho más que hablar que otras adquisiciones realizadas ese mismo día, como la de un cuadro de Lichtenstein por 56,1 millones de dólares (42 millones de euros) o la de uno de Pollock por 58,4 (44 millones de euros). ¿La razón? Parafraseando una máxima acuñada por algún protagonista de la saga Crepúsculo: “En una época en que las groupies viven eternamente gracias a Internet, ¿para qué vive uno realmente?”.

La notoriedad de aquella adquisición (que empezó como el tuit de un famoso de segunda fila y acabó convirtiéndose en una sensación en Internet) no se debió a la calidad del cuadro, ni a su altísimo precio, ni mucho menos al hecho de que Currin perteneciera a un colectivo de arte vanguardista cuando pintó a Bea Arthur con los pechos de una starlet. Todo comenzó cuando el humorista estadounidense Jeff Ross subió a la Red una foto suya con el cuadro (o al menos con una copia muy buena de él) y escribió el siguiente mensaje: “Ha sido la mayor sorpresa de mi vida. Gracias @jimmykimmel. ¡Eres el tío más generoso del mundo!”. Tras leerlo, todo el mundo pensó que el también humorista estadounidense Jimmy Kimmel era el desconocido que había adquirido el cuadro de Currin, hasta que este lo desmintió en el siguiente tuit: “En contra de lo que se ha asegurado en ciertos ‘medios’, no adquirí el retrato de Bea Arthur (ni siquiera para @realjeffreyross), pero sí que compré el de Mona Lisa Lamparelli [doble sentido en el que hacía referencia tanto al famoso retrato realizado por Leonardo da Vinci como a la controvertida humorista norteamericana Lisa Lamparelli]”. Este episodio, que gracias a la atención que le prestaron los medios se acabó convirtiendo en una gigantesca operación de relaciones públicas para Kimmel, demostró el creciente deseo popular de que arte y fama vayan de la mano. O más exactamente, el deseo de que el primero sea vampirizado por las celebrities. Hablamos de una especie de sed de sangre colectiva que busca democratizar el arte sometiéndolo a los estándares de las pelis de vampiros para adolescentes, que en esencia se reducen a clichés y al tirón de las estrellas protagonistas. Si tomamos este episodio en su dimensión de fenómeno en las redes sociales, podríamos llegar a la conclusión de que el mundo exige ver en el Show de Jimmy Kimmel el retrato en topless de una estrella.

La edición más agitada.

El hecho de que el humorista se gastara (o no) cerca de dos millones de dólares en el retrato de Bea Arthur constituye, en realidad, un acto inmaterial. Después de todo, la celebrity o el artista estrella que se limitan a lanzar besos al aire en actos públicos ya es algo pasado de moda, aunque aún se siga haciendo en algunas elegantes capitales del Planeta 1%. Este tipo de exclusivas veladas se suceden periódicamente en Nueva York, Hong Kong, Londres, Dubai, Basilea... e incluso en ciertas plazas italianas inundadas. Un  interminable carrusel de inauguraciones, almuerzos, cenas, cócteles y fiestas nocturnas caracterizó la pasada edición de la Bienal de Venecia. Se trata de un evento que se celebra cada dos años y que atrae a montones de artistas, conservadores de arte y galeristas, así como a flotillas de yates propiedad de celebrities, políticos y millonarios. La de este año ha sido la edición más agitada de la historia del festival. Ha acogido, entre otros eventos privados, cientos de vernissages organizados en los 88 pabellones nacionales; una fête galante en el Ca’ Corner, un palacete de 285 años adquirido por la empresaria de la alta costura Miuccia Prada; una cena llena de estrellas organizada por François Pinault, el magnate dueño de Gucci y Christie’s, en una antigua oficina fiscal convertida en museo de arte contemporáneo en Punta della Dogana; o una cena de gala en la isla de San Lazzaro degli Armeni en honor del artista conceptual estadounidense Joseph Kosuth, a la que acudieron actores como Robert de Niro, Richard Gere y Jeanne Moreau.

Fama y fortuna.

La presencia de celebrities fue constante hasta el punto de que amenazaban con hundir aquellas islas bajo el peso de su fama y su fortuna. Entre estos famosos se encontraban Elton John, los diseñadores Karl Lagerfeld y Tom Ford, la actriz Milla Jovovich, o Hillary Clinton. En realidad es muy simple: a pesar de la recesión global, de la titubeante economía italiana y de los grandes recortes que ha sufrido el mundo de la cultura a escala global, la relación entre los superricos del mundo del arte y los superfamosos nunca ha sido tan estrecha como ahora.

Por la noche, cuando una luna color rojo sangre se cernía sobre la laguna veneciana de Campari, estos semidioses de nuestro tiempo huían a su último refugio: el local que la exmodelo Amy Sacco regenta en el exclusivo hotel Palazzina Grassi, y que es una versión pop-up de otro local, el Bungalow 8, que posee en Nueva York. Según Sacco, entre los numerosos invitados de aquellas fiestas se contaban muchas celebrities. Pinault y su mujer, la actriz Salma Hayek, que realizaron el brindis inaugural; Leonardo di Caprio, que se sentó en su misma mesa, y un poco más allá se podía ver a habituales de los tabloides como Peter y Harry Brant, Francesca von Hapsburg y Lola Schnabel; también se dejaron ver los artistas Damien Hirst, Jessica Craig Martin y Mark Fletcher, el subastador Tobias Myer y, por supuesto, el pintor John Currin y su esposa, la escultora Rachel Feinstein. Pero, si la relación entre famosos y arte viene de tan atrás, ¿por qué este vínculo se ha vuelto ahora tan promiscuo? La respuesta tiene mucho que ver con el dinero; con un grupo de ultraconsumidores especialmente impulsivo que viven en áticos y palacios; con un tipo de celebrity del siglo XXI que concibe el arte solo como una inversión financiera. Se ha demostrado que muchas grandes figuras del mundo del espectáculo, los deportes y la política no tienen prioridades distintas a las de muchos otros ricos que se introducen en el mundillo del arte.

Compradores sin gusto.

“Hay mucha frivolidad en el actual mercado del arte, lo que atrae a compradores como las celebrities. Pero son muy pocos los que demuestran tener auténtico gusto, por lo que apenas alteran el mercado”. La que habla es Thea Westreich, una de las más destacadas asesoras de inversión en el mercado del arte. Westreich, que dirige una asesoría en Nueva York, subraya la necesidad de que haya coleccionistas dispuestos a mantener una relación a largo plazo con el mundo del arte. Pese a que la prudencia le impide hablar de nombres propios, Westreich afirma que las celebrities no compran en base a criterios concretos, sino que más bien actúan como niños caprichosos. “Solo algunos son capaces de escuchar buenos consejos sobre arte, lo que además les enseña a valorarlo”.

Aun así, da la impresión de que a día de hoy, para ser una auténtica celebridad, debes adquirir un par de obras de arte. Prueba de ello es que Brad Pitt y Angelina Jolie son fans de Bansky; que Di Caprio, Jane Fonda y Hugh Grant tienen debilidad por Warhol; que Elton John tiene una amplia colección de fotografías entre las que se cuentan algunas de Henri Cartier-Bresson, Diane Arbus y Helmut Newton, y que incluso los Beckham tienen una pieza del artista plástico Damien Hirst. Todo esto significa que los mejores coleccionistas de arte, ya sean celebrities o no, actúan como si fueran mecenas, es decir, como patrocinadores, guardianes y protectores de un arte que un día bien podría encontrarse en un lugar de honor, como la iglesia de Santa Maria della Salute, en Venecia. El desnudo de Bea Arthur en cierta forma pertenece a allí, a un hipotético espacio que habría de estar a salvo del impulso de reducir el arte a un asunto exclusivo de los ricos, los famosos y los bien conectados. Todos nosotros (incluidos Jimmy Kimmel y Jeff Ross) tenemos derecho, en definitiva, a ser objeto de la mirada de desaprobación del retrato de Bea Arthur (e incluso a contemplar sus irreales pechos de mujer joven).

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