Detrás del "muro de la vergüenza": la inequidad en Lima

27 / 06 / 2017 Rosmery Cueva Sáenz (DPA)
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Un muro de concreto y púas de 10 kilómetros de extensión se alza en medio de un cerro de Lima para separar a una exclusiva urbanización de un barrio de extrema pobreza.

"El muro de la vergüenza", una construcción de 10 kilómetros que divide un distrito de extrema pobreza de otro de clase alta en Lima. Foto: Juan Osorio/DPA

"Es el muro de la vergüenza porque la gente rica, del otro lado, tiene vergüenza de nosotros los pobres. Nos ve como si fuéramos algo raro, nos tapa porque somos una vergüenza", comenta a dpa Ofelia Moreno, una mujer de 51 años encargada de un comedor popular del barrio de invasión Pamplona.

"Si ese muro no existiera, yo creo que habría más conflictos porque se trata de dos zonas que viven de forma totalmente diferente. Poder integrar a los dos grupos y hacer una convivencia sana sería bastante complicado", dice por otro lado un joven de la urbanización de clase alta Casuarinas en un documental sobre el tema.

Desde la cima del cerro se puede observar la cruda diferencia social. Por un lado, edificios blancos, casas amplias con piscinas, decenas de parques e incluso canchas de tenis; por el otro, viviendas precarias, basura acumulada, perros y gatos famélicos, caminos peligrosos y una cancha de fútbol cubierta de tierra.

La construcción del "muro de la vergüenza", de tres metros de alto, comenzó en la década de 1980 por iniciativa de un colegio particular del distrito de Santiago de Surco, al que pertenece Casuarinas, para proteger a sus alumnos y docentes de la violencia que entonces generaba el conflicto armado interno. 

Poco a poco, los vecinos de Surco extendieron la pared con autorización del municipio bajo el argumento de que necesitaban guarecer sus viviendas de las personas que invadían el cerro, a quienes acusaban de ser traficantes de terreno.  

"Esas personas han venido de la sierra (de los Andes) pensando que en Lima hay oportunidades de desarrollo. Pero una vez que llegan se dan cuenta de que no hay dónde vivir porque están esperanzadas en que alguien les dé una casa de forma gratuita o fácil", sostiene el gerente general de la Asociación Casuarinas, Julio Yturry. 

Las obras finalizaron en 2014, cuando Moreno y otras 300 familias ya se habían establecido a un lado del cerro, que forma parte del distrito popular San Juan de Miraflores, para construir sus pequeñas casas con maderas y plásticos ante la falta de recursos para comprar un terreno en un sitio urbanizado.

"Antes (Pamplona) era un basural donde violaban a mujeres y los delincuentes se drogaban. El sitio era oscuro y desolado. Ahora es diferente, ya está bonito y (el cerro) tiene escaleras. Es un avance total que se hizo con apoyo de las ONG y la Municipalidad de San Juan de Miraflores", detalla Moreno. 

"Nosotros nunca hicimos nada malo. Solamente queríamos un pedacito donde vivir. Uno ve el muro y ya no sabe qué pensar, ¿es seguridad o es discriminación?", agrega una vecina.

La vida en Pamplona es dura. No existe servicio de agua potable, por lo que cada familia debe gastar diariamente cerca de ocho dólares para llenar un recipiente con unos 500 litros del agua, que llega todas las mañanas mediante cisternas. 
"Ni siquiera son cisternas preparadas para traernos el agua limpia. Te dicen 'si quieres lo compras y si no quieres, no'. A ellos (la empresa del Servicio de Agua Potable y Alcantarillado) no les importa si nuestros bebés se enferman", comenta una madre de familia. 

A la falta de agua se suma la gran cantidad de focos infecciosos. La carencia de un sistema de desagüe obliga a la gente a cavar un hoyo en las partes más altas del cerro e improvisar una letrina -muchas veces a la intemperie- que cuando está a punto de colapsar es cubierta con desperdicios y tierra.

Según datos oficiales, en el Perú, país de 31 millones de habitantes, más de 6,5 millones de personas son pobres y cerca de 1,2 millones viven en extrema pobreza.

Moreno, que prepara desayuno y almuerzo para 125 personas todos los días con unos 45 dólares, afirma que lo que más le indigna a sus vecinos es que el muro les impide cruzar el cerro para acortar el tiempo de llegada a sus trabajos, muchos de ellos en las propias casas de Casuarinas. 

"Aquí hay bastante gente que trabaja limpiando, cocinando y construyendo en las casas del otro lado. Antes del muro podíamos cruzar el cerro y llegar en una hora. Ahora debemos dar toda la vuelta y demoramos como tres horas", señala con enfado.    

Los niños de Pamplona dicen que lo que más extrañan es ver el mar y las luces del centro de la ciudad desde la cúspide del cerro. A veces apoyan una escalera en el muro, suben, asoman sus pequeñas cabezas y se preguntan: "¿por qué no podemos vivir allá?"

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