La mujer sujeto

29 / 01 / 2014 13:00 Vicente Molina Foix
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En nuestro mundo, cada día aumenta la relevancia de la mujer sujeto de su vida amatoria, en la realidad y en el arte.

Hace tiempo que las mujeres dejaron de ser objetos, al menos en ciertas partes del mundo, que incluyen el nuestro. La buena noticia incompleta se va completando cada día que pasa con la relevancia de la mujer sujeto de su vida amatoria, en la realidad y en el arte. En la literatura y el cine son primordialmente francesas las escritoras y realizadoras, pienso en Virginie Despentes y en Catherine Breillat, que exploran abiertamente las fantasías sin límites de una sexualidad contemplada desde el punto de vista femenino. Quizá en ninguna de las obras suyas que conozco (Fóllame, de Despentes; Romance X, de Breillat) se llegue tan lejos como en Nymphomaniac, la última película de Lars von Trier, de la que al escribir este artículo solo se ha visto mundialmente el primer volumen. Pero, claro, por mucho que este film consista en el catálogo desmesurado de las copulaciones mecánicas que una adolescente emprende como ejercicio o juego, los ojos que hay detrás de la cámara son los de un hombre. No es lo mismo ponerse en la piel de una mujer que tener el cuerpo de una mujer.

Como pieza literaria de gran atrevimiento y deslumbrante calidad llega ahora, editada por Anagrama, Anne Serre (Burdeos, 1960), un nombre nuevo para mí, con ¡Ponte, mesita!, novela corta de lectura primero sorprendente y enseguida irresistible. La misma editorial ya publicó en su día a Catherine Millet, otra autora igualmente francesa, cuyo libro La vida sexual de Catherine M. era el recuento de las hazañas eróticas de una mujer cultivada obsesionada con la animalidad acumulativa del fornicar. Ponte, mesita (traducción literal de un título que puede desorientar) es mucho más, en su brevedad. Arranca con una primera parte de generalizado y nada sórdido incesto prepubescente y sigue con la vida, ya fuera del marco familiar, de la protagonista, un personaje que nos seduce por su cándida libertad y por su voz, original y elocuente. Sade, citado en más de una ocasión, es un espíritu presente, aunque hay que aclarar que los excesos narrados por Serre carecen de la compulsiva crueldad que el divino marqués asociaba a la lujuria. Y así, lo que en el lenguaje actual se llama “abuso infantil” dentro del espacio paterno-familiar, una dramática realidad sin duda existente y del todo reprobable, en esta novela cobra otra dimensión, que la autora aclara al final del capítulo VIII: “Nadie me convencerá de que me mese los cabellos, me cubra la cabeza de cenizas o llore, puesto que en el fondo de mí misma nadie llora”. No llora la protagonista-narradora, sino que “ríe y quiere bailar” cuando evoca las repetidas violaciones, palabra que nunca usa, entre mayores y pequeños.

El cuento de un paraíso infantil hecho de juguetería carnal y padres caprichosamente pueriles (el padre travesti, la madre siempre desnuda), deja paso en la segunda y tercera parte de la nouvelle a un despertar de lo real que mantiene, sin embargo, la misma risa gozosa, el mismo carácter de desaforado disfrute. Una última frase de cierre, “nuestro pobre corazón roto”, apunta no al arrepentimiento sino a la fragilidad, ya que ¡Ponte, mesita! es una historia del ojo deseante y una historia de la posesión sentimental, y toda historia de amor lleva dentro de sí los trozos de una rotura.

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