Toni Servillo

09 / 01 / 2014 13:08 Ricardo Menéndez Salmón
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El actor de genio es el que logra que seamos sus manos, su corazón, su inteligencia, su miseria y su bondad.

Italia, patria de la ópera y la comedia del arte, ha mostrado siempre su predilección por la farsa, el drama, la representación como teatro de las pasiones. Sus grandes actrices y actores han encarnado así, quizá como en ningún otro pueblo, un modo peculiar de estar en la vida y de significarse ante el mundo. Si Sophia Loren, Anna Magnani, Silvana Mangano, Claudia Cardinale y Alida Valli han elevado a su máxima expresión la belleza no siempre amable de la mujer italiana, su extraordinaria sensualidad pero también su carácter trágico, Alberto Sordi, Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi y Franco Citti han dibujado con maestría las sombras y luces de la virilidad latina, ese juego cambiante entre masculinidad y ternura, y los elementos irrenunciables de una de las culturas más añejas del planeta: la astucia, la risa, los códigos de honor. País complejo donde los haya, con tantos, demasiados Estados dentro de su Estado matriz, país acaso “sin verdad”, tal como lo definió uno de sus mayores intelectuales, Leonardo Sciascia, Italia ha logrado expresar a través del talento de sus intérpretes su difícil trayectoria desde su constitución unitaria, allá por 1871.

El último actor que viene mostrando con genio y sagacidad este ser de Italia tan peculiar y a la vez tan vulgarizado, tan resbaladizo y a menudo tan mal conocido, es Toni Servillo, actor fetiche de Paolo Sorrentino, con quien viene construyendo hasta la fecha una de las filmografías más importantes del reciente cine europeo. El arte de Servillo, que comenzó a dibujarse en Las consecuencias del amor y se democratizó en El Divo, con su inolvidable recreación de la figura de Giulio Andreotti, explota como una supernova en La gran belleza, donde interpreta al escritor Jep Gambardella, noctámbulo vividor que ha desperdiciado sus mejores años, en quien algunos han querido ver un trasunto envejecido del Marcello de La dolce vita, y que lo consagra como uno de los mayores actores que hoy nos puedan interpelar desde una pantalla. No es sencillo definir en qué consiste el talento de un actor de cine, pero empatía me parece un término decisivo. El actor de genio es quien logra que, mientras la mentira de la representación sucede, nosotros seamos sus manos, su corazón, su inteligencia, su miseria y su bondad. Aquel que logra el más curioso arte de seducción posible: que el espectador, independientemente de su edad, nacionalidad, creencias, raza e incluso sexo, se convierta en ese otro que desde la pantalla le está siendo revelado. Servillo lleva en La gran belleza esta capacidad de empatía hasta una altura difícil de parangonar en el cine moderno. La enorme fuerza visual de la película no sería la misma sin el recurso a este actor pleno de matices, capaz de conmovernos con su dolor y de indignarnos con su cinismo mediante un simple gesto. Capaz, en una palabra, de grabarse en la memoria sentimental de quien mira como una huella profunda y a la vez delicada: vivísima, fecunda, inolvidable.

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