Planeta extraño

08 / 08 / 2013 13:06 Ricardo Menéndez Salmón
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Se escribe para el mundo entendido como colectividad que comparte una simbología, un esperanto de la emoción.

El próximo 12 de septiembre se cumplirán cinco años del suicidio de David Foster Wallace. En este tiempo se han sucedido los homenajes a su memoria y se ha hecho hincapié en la sensación de orfandad que su muerte ha producido en la república de las letras. A pesar de que Wallace fue un escritor ligado a un cronomapa ineludible, el de su país y el de su tiempo, la Norteamérica del cibercapital, su concepción de la escritura ha calado de forma honda en todo el territorio de la creación contemporánea. Quizá porque muy pocos escritores como él han probado que hoy, cuando se escribe, se escribe para el mundo entendido como colectividad que comparte una simbología, un esperanto de la emoción y de la intelección. El único gueto que existe en el mundo de la literatura actual es la mediocridad. Y Wallace desconocía esa provincia ruin y mezquina.

La publicación por parte de Pálido Fuego de la primera novela de Wallace, La escoba del sistema, redactada como una suerte de tesis doctoral mientras el futuro maestro satisfacía sus estudios de Literatura Inglesa y Filosofía, completa el círculo de su trabajo, arroja luz sobre la ambición que aquel joven de veintitrés años demostraba a una edad en la que 99 de cada 100 narradores son poco más que niños de pecho, e ilumina, de forma capital, las obsesiones que alimentaron su visión del mundo. Un mundo dominado por una antinomia profunda: la realidad es un lugar que provoca una sensación de radical extrañeza, extrañeza que, por osmosis y habituación, como una especie de conductismo pavloviano, se convierte al fin en una impresión de familiaridad asumida.

Las cosas, parecen decir los libros de Wallace, de modo no muy distinto a como lo hacen, por ejemplo, las narraciones de Kaf-ka o las películas de Lynch, son raras, muy raras. Pero ninguna rareza mayor existe que ignorar ese carácter excéntrico, a veces pavoroso, tantas veces festivo, de la realidad.

Que los muslos de las japonesas se puedan convertir en soporte publicitario de la moda en Tokio puede parecernos bizarro, pero el hecho de que semejante posibilidad se haga efectiva nos previene contra cualquier prejuicio. También existe una visión mediocre, pacata, reduccionista de la realidad. Los grandes escritores quizá sean, en ese sentido, autores que abren nuestra mente a la posibilidad infinita del mundo. Y aunque no nos hagan más sabios o felices, nos hacen más tolerantes. Tolerantes a la extrañeza. Tolerantes a la radical complejidad de una realidad que, a la postre, solo es comprensible como relato.

La escoba del sistema, una obra que escapa a cualquier posibilidad sensata de resumen, es, así, un prólogo perfecto para introducirse en este planeta extraño en que nos ha tocado vivir, y en que por vez primera desde que el hombre se dotó de un aparato simbólico como el lenguaje, la distancia entre los deseos y su satisfacción se concreta a menudo en un clic. Algo que, sin ser necesariamente bueno, resulta, sin duda, imposible de ignorar.

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