Cartas del diablo

13 / 02 / 2014 9:20 Ricardo Menéndez Salmón
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La distancia entre comportamiento público e intimidad de los nazis provoca una quiebra en nuestras convicciones.

De cuantos enigmas nos rodean, ninguno tan desasosegante como el que tiene que ver con la falta de piedad de los asesinos, la indiferencia ante el dolor ajeno, la posibilidad de una vida rutinaria e incluso pueril en el corazón de la barbarie. Por viejo y trillado que el lugar común resulte, no deja de perturbarnos sin remedio esa capacidad para moverse en medio del mal más radical con total desafección. La vida de los hombres infames quizá no sea en realidad otra cosa que su capacidad para entusiasmarse ante la alegría de un perro o ante la belleza de un paisaje, al tiempo que muestran un absoluto desprecio por la vida (y la muerte) de sus semejantes.

Las cartas de Heinrich Himmler, segundo hombre en el organigrama del Tercer Reich y arquitecto formal del Holocausto, a su esposa Margarete nos invitan una vez más a mirarnos en el abismo de la crueldad sin culpa. Las setecientas misivas que Die Welt asegura poseer de la correspondencia entre el granjero llamado a ser la mano derecha de Hitler y la enfermera que fue su compañera durante veinte años testimonian de nuevo,
 por los documentos mostrados hasta la fecha, la distancia que los jerarcas nazis lograron levantar entre su comportamiento público y su intimidad. Leviatanes de día, padres devotos de noche, actores e ideólogos de políticas aterradoras en la oficina y amables esposos en las fotografías de época, la diferencia que media entre los hombres que ordenaban asesinatos en masa y los que mimaban sus rutinas familiares hasta ocultar tras fórmulas sentimentales un mundo pavoroso (“Viajo a Auschwitz. Besos: Tu Heini”, escribe Himmler a Margarete en una de sus cartas) sigue provocando una quiebra profunda en nuestras convicciones.

Como Harry Mulisch, el gran escritor holandés que siguió el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, dejó escrito en su libro sobre el proceso al teniente coronel de las SS: “Al margen de las reglas de la moral no existe en ningún lado una realidad moral; no existe en la ‘naturaleza humana’. Ni siquiera esa existe. Carece de sentido decir sin más: ‘el asesinato de judíos’, pues eso estremecerá a uno, mientras otro se regodeará, el tercero se emocionará, y el cuarto se encogerá de hombros. De cada persona tengo que saber primero en qué ‘campo de fuerza’ aterrizará la palabra, en qué ‘naturaleza humana’. Dos personas al azar se diferencian más entre sí que los leones y los piojos. En sí misma ninguna palabra significa algo”. Uno de los males más indelebles que personas como Himmler o Eichmann provocan es este vacío de sentido insinuado por Mulisch.

Ante ellos, ante la evidencia de su ‘campo de fuerza’, es imposible sostener que exista un fondo común que nos vincule como especie. Porque ese fondo común, que muchos, entre los que me incluyo, han querido buscar en la empatía, esto es, en la capacidad de identificarse mental y afectivamente con el ánimo de quienes nos rodean, es lo que salta en pedazos cuando leemos las cartas del diablo a su esposa.

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