Doña Gloria, la piedra y el charco

04 / 07 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

Lo que el escritor pretendía no era abrir un debate sobre la poesía y la mujer, sino algo mucho más sencillo: liarla.

Ahora que estamos todos tranquilos, que no pasa nada, que no hay más motivo de preocupación que la tardanza en reanudarse la liga y que no hay sufrires propios ni ajenos que nos inquieten (¿verdad?), va don Javier Marías, luz de donde el sol la toma, y escribe un artículo de los suyos. Los lectores de Marías saben muy bien qué quiere decir esa cursiva.

Empieza don Javier –el clemente, el misericordioso– exponiendo que el cine español de hace veinte o treinta años fue muy demasiadamente elogiado por razones más políticas que artísticas. Muy bien, puede ser, no entran muchas ganas de ponerse a discutirlo ahora. De ahí pasa a aseverar que, en contra de lo que impulsa una corriente que ahora mismo es tuiteramente muy poderosa, las mujeres que escriben, componen, pintan o hacen cualquier cosa semejante no son geniales por el hecho de ser mujeres, y su falta de reconocimiento no siempre se ha debido al avasallamiento del patriarcado heterosexista y tal: eran malas y nada más, como tanta gente que anda por ahí.

Y luego, por fin, Marías –bendígale Dios y le dé su paz– dice lo que en realidad quería decir: “Francamente, me resulta imposible suscribir que Gloria Fuertes fuese una grandísima poeta a la que debemos tomar muy en serio”.

Ya está. Ya lo ha dicho. Eso era todo. A Marías –la paz y la oración estén con él– no le gusta Gloria Fuertes. O a lo mejor sí. Qué más da eso. Lo que el escritor pretendía, desde luego, no era abrir un debate sobre la poesía española contemporánea, ni sobre la creatividad femenina, ni sobre nada en absoluto, sino algo mucho más sencillo y divertido: liarla. Tirar una piedra a un charco o un petardo a la hora de la presunta siesta. En eso Javier Marías –el Alabado y el Majestuoso– es un auténtico especialista. No es el único, desde luego, porque también está Pérez Reverte –no hay divinidad salvo Él, y en Él confiamos–, pero Marías es un maestro que disfruta haciéndose el maldito, el incómodo, el díscolo, el enfadao, el “de qué se trata que me opongo”. Es un especialista insuperable en ir en contra de la corriente, algo que suele traducirse en el mantenimiento del rescoldo de la popularidad y que se está volviendo una tentación irresistible para muchos; porque las corrientes, ahora, se mueven en los tremedales cenagosos del Twitter, y enredar ahí es algo que, si uno no le tiene miedo a los enjambres de avispas, pues mola. Es verdad que hay que tener mucho tiempo libre: tanto como los propios tuiteros, que muchos de ellos deben de vivir del aire o de la paga semanal que les pasan sus padres, pero mola.

Lo ha conseguido, naturalmente. A Javier Marías –de Él proviene el sueño placentero; la pesadilla, de Satanás– lo han puesto a escurrir en la red del cuervo azul y en otras semejantes, pero con eso ya contaba el escritor. De eso se trataba. De qué si no.

¿Habría sido Gloria Fuertes capaz de parir algo tan grande como los Veinte poemas de amor de Neruda? Muy probablemente no. ¿Sería capaz de hacerlo Marías? Pues hombre, pues tampoco. ¿Es mala la poesía de Gloria Fuertes? Pues eso es imposible decirlo: ya se encargarán los siglos de cribar quién pasa a la historia y quién no, como sucedió con Mozart, Góngora, Cervantes, Goethe, Neruda y con todo bicho viviente... salvo con Javier Marías –el grandioso, el tolerante, el Señor del Trono Magnífico–. Este ya tiene asegurada la gloria. Aunque sea la Gloria Fuertes. Menudo es.

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