Don Bernardo

07 / 11 / 2017 Luis Algorri
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Caballé: “¿Cuál es la diferencia entre un terrorista y una diva de ópera? Que con el terrorista puedes negociar”.

Bernard Haitink ha estado en Madrid. La alegría ha sido muy grande porque, por alguna estúpida razón, yo creía que estaba muerto. No lo está. Tiene 88 años y, fuera del podio, ofrece ya ese aspecto casi translúcido de algunos ancianos que parece que han comenzado a elevarse lentamente hacia la gloria, como Francisco Ayala en sus últimos años, que parecía de alabastro. Pero en cuanto se pone el frac de dirigir y empuña la batuta, Haitink vuelve a ser el mago que abre la puerta a un océano sonoro inconfundible, como pasaba con todos los grandes que sí están muertos: Abbado, Giulini, Karajan, Kubelík, Solti, Davis, Harnoncourt, Kleiber, Bernstein, Celibidache y por ahí seguido hasta completar el mapa de las constelaciones.

Coloqué a Haitink en su hornacina, entre los santos de mi santoral, cuando oí lo que hizo con Mahler: primero en la integral de sus sinfonías, grabada hace casi medio siglo (un chiquilín de 40 años  metiéndose nada menos que ahí), y luego con la Quinta que grabó en 1989. La primera hazaña la logró con su orquesta, el Royal Concertgebouw de Amsterdam, que él modeló a su imagen y semejanza durante 25 años; la segunda con la Filarmónica de Berlín. No cabía ninguna duda. Aquel holandés de aspecto tímido y modales exquisitos estaba dotado del don de la precisión, de la fidelidad, de la servidumbre a la partitura y de una elegancia casi inconcebible. Es de los batutas que dirigen para la orquesta, para que la orquesta suene como tiene que sonar; no para gesticular delante del público (“qué bien se ha movido hoy el maestro, ¿verdad, querida?”) ni para sí mismos, como hay tantos.

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