Pilar Urbano, el Opus, la desmemoria y el relato ficción

11 / 04 / 2014 José Oneto
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El libro de Urbano es un ejercicio de novela histórica, un género de moda, que no debería ser presentado como la gran investigación periodística sobre la Corona.

Se acercó a mí porque debió de reconocerme y, después de decirme que había leído varios libros míos sobre la caída y dimisión de Adolfo Suárez, la Transición, el golpe de Estado del 23-F y el juicio militar de Campamento (cuatro, me recordó) me preguntó si lo que contaba la autora sobre las peleas subidas de tono, incluso con insultos, entre Suárez y el Rey, sobre la operación Armada y el golpe de Estado y, sobre eso, que a ella le parecía escandaloso, de que el Rey era el “Elefante blanco” que tenía que presentarse aquella noche en el Congreso de los Diputados, era verdad.

Estábamos en la librería de El Corte Inglés de la calle Serrano de Madrid, delante de la mesa donde se encontraban colocados los libros de Pilar Urbano sobre La gran desmemoria que acababan de ponerse a la venta y, la señora del barrio de Salamanca, muy educada, se dirigió a mí, preocupada sobre todo por lo que le habían contado sobre el polémico libro, para añadir que ella sabía que la autora era miembro numerario del Opus Dei, que vivía en una casa de la Obra, que tenía los tres votos y que todos sus ingresos económicos, entre ellos los generados por el libro, tenía que entregarlos a la organización religiosa fundada por José María Escrivá de Balaguer. Alguien, tan del Opus, razonaba, no puede escribir algo que no sea verdad, ¿no? Ni... tampoco inventarse conversaciones, ¿no?, ni fabular, como había dicho la Casa Real, ¿no? “Nadie que quiera escribir con honestidad personal al margen de las ideologías, de lo que piense, puede hacer eso”, le respondí, en un intento de salir del aprieto. “Al margen –añadí– de que sea del Opus Dei, de la Asociación de los Castillos de España, o de la Iglesia Adventista de los Santos del Séptimo Día”. “Éticamente es despreciable”, insistí.

Efectivamente, como decía mi informada interlocutora, Pilar Urbano es numeraria del Opus Dei, ha abandonado el periodismo, donde ha tenido todo tipo de problemas en los medios donde ha trabajado por no respetar el off the record, por no reflejar fielmente las palabras de sus entrevistados y por su sentido exagerado de la narración, donde muchas veces la ficción se confunde con la realidad, y se ha dedicado a hacer libros. La mayoría de ellos, laudatorios, sobre el fundador del Opus Dei (El hombre de Villa Tevere), o sobre el juez Baltasar Garzón (El hombre que veía amanecer), o sobre la Reina, a la que accede a través de su secretaria, Laura Hurtado de Mendoza, también del Opus y a la que coloca en una situación imposible por esa costumbre suya de mezclar ficción con realidad o de inventar situaciones y diálogos que coinciden con su forma de pensar, basados en recuerdos, porque ella presume de no tomar notas ni grabar nada para dar más confianza al entrevistado.

En esta ocasión, a la Urbano se le ha ido la mano, porque su libro, que he leído en la noche del viernes al sábado de la semana pasada intentando encontrar, inútilmente, en los índices, en las notas y en los anexos finales de la voluminosa obra el origen, por ejemplo, conversaciones entre el Rey y Suárez, o detalles íntimos que solo pueden conocer muy pocas personas, o supuestas nuevas aportaciones para esclarecer el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, es una versión mejorada del reportaje de ficción operación Palace, de Jordi Évole. Es más, en esta ceremonia de la confusión en la que vivimos, no me extrañaría que pronto descubramos que uno de los guionistas del reportaje de ficción haya sido, precisamente, nuestra novelista-historiadora, que haya liado al propio Évole.

Comienzo por aclarar que Urbano ha hecho una buena obra de recogida de libros de memorias sobre la Transición, sobre el golpe y sobre aquellos años tan convulsos y, también, tan apasionantes. Le pediría que me quitase del índice con las citas de mi último libro, 23-F La historia no contada, y el de la caída de Suárez Los últimos días de un presidente (editorial Planeta, 1981), que aparecerá los próximos días en formato digital, del que extrae datos, situaciones y documentación, sin cita. Algo que, además, se deduce de la lectura de su La gran desmemoria, que es un gran y concienzudo ejercicio de corta y pega, con citas y aclaraciones disimuladas al final, donde no se sabe, ni se puede llegar a saber, y ahí está la trampa, lo que es de la autora o lo que pertenece a la amplísima bibliografía que ha utilizado y que le ha servido para novelar un extensísimo texto que ella insiste en que se tiene que leer como si se estuviese “en las estancias del poder, permitiéndose asistir a escenas electrizantes y escuchar en toda su crudeza los diálogos de los protagonistas tal como fueron”. Y es ella, ni más ni menos, la que se encarga de meter a los lectores en esa estancia.

Y con esa bibliografía, cualquiera que esté más o menos al día sabe que lo que cuenta de la operación Armada y de que Suárez intentó volver el día siguiente del golpe para hacer una depuración en el Ejército, ya lo contaron en su momento el escritor Jesús Palacios (con excelentes relaciones con Armada); Luis Herrero, en su biografía de Suárez; el coronel Martínez Inglés; Castro Villacañas; este cronista, e, incluso aparece en las memorias de Leopoldo Calvo-Sotelo y de Jordi Pujol. Nada nuevo sobre la operación Armada (conocida también como operación De Gaulle), una operación cívico-militar para llevar a la presidencia del Gobierno, ante el agotamiento de Adolfo Suárez, a alguien capaz de montar un gran Gobierno de coalición o de “salvación”, presidido por un independiente o por un militar de prestigio que, precisamente, era Armada.

La operación De Gaulle había sido diseñada por miembros de los servicios de información militar cercanos a Armada, en vista de la situación política del país, tras la primera moción de censura del PSOE contra Suárez, en mayo de 1980, y era complementaria de otra que en el servicio secreto se bautizó como SAM (Supuesto Anticonstitucional Máximo), una intervención militar destinada, supuestamente, a salvar la Constitución en un momento de crisis política que supusiese un riesgo para la unidad nacional. La operación De Gaulle se basaba en la hipótesis de que si la transición política en España llegaba a precipitarse por caminos sumamente peligrosos para la estabilidad de la Corona y de la democracia, se podría acudir a la misma fórmula que utilizó Francia en la IV República, cuando, en plena guerra de la independencia de Argelia y con el país al borde de la confrontación civil, se elige al general Charles de Gaulle como jefe de Gobierno, y posteriormente, presidente de la V República.

Aquí, el De Gaulle español era el general Armada, destinado, tras forzar la salida de Adolfo Suárez, a presidir un Gobierno de concentración para dar el correspondiente “golpe de timón” a una Transición que, según muchos militares, estaba tomando, por el grave problema del terrorismo y las exigencia de las autonomías (especialmente la vasca y la catalana), un camino que conducía, según insistía una y otra vez Armada, a la “desvertebración de España y a la consiguiente ruptura de su unidad”. Este es el marco en el que se produce la operación Armada que, según la tesis de Urbano, prácticamente monta el Rey. No es que el Rey planee el golpe de Estado (el que lo planea es Armada con la ayuda de parte de los servicios de inteligencia, el Cesid, y el que lo para, y eso es indiscutible, es el Rey, porque si hubiese querido, con no hacer nada el golpe hubiera triunfado), sino que apoya la operación Armada, en su deseo de terminar con Suárez, al que no puede cesar porque se lo impide la Constitución.

Como he mantenido en el libro que publiqué en el 30º aniversario del golpe (23-F: 30 años después, Ediciones B) al Rey en todo caso habría que reprocharle (y en eso coincido con Javier Cercas, el autor de Anatomía de un instante) que no debería haber abandonado la estricta neutralidad de su papel de árbitro entre instituciones que le otorga la Constitución. No debería haber alentado la sustitución de Suárez. No debería haber barajado soluciones alternativas a Suárez. No debería haber hablado con nadie (militares, empresarios, periodistas...) ni permitido que nadie hablara con él de la posibilidad de sustituir el Gobierno de Suárez por un Gobierno de coalición, concentración o unidad presidido por un militar. No debería haber presionado hasta el límite al Gobierno para que aceptase al general Armada como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, autorizándole a concebir y propagar la idea de que lo traía a Madrid para convertirlo en presidente de un Gobierno de coalición, concentración o unidad.

Sin ahorrar críticas a determinados comportamientos de don Juan Carlos, lo que Pilar Urbano no puede hacer, sin ningún tipo de pruebas, es adjudicar prácticamente la autoría de la operación Armada a quien es el que desmonta el golpe del 23 de febrero de 1981 y que, según nuestra novelista, es el Elefante blanco, el personaje que tiene que presentarse en el Congreso de los Diputados aquella madrugada. Para defender la peregrina idea de que Suárez creía que el Elefante blanco era el Rey, nuestra autora se basa en que “es una conjetura de Sabino [ya muerto] muy bien traída a partir de dos frases. El Rey: ‘Yo sabía quién era el Elefante blanco y solo lo sabíamos dos personas’, y Suárez: ‘Solo lo sabíamos dos y yo no lo era”. “¡Bingo!”. Con lo cual era el Rey... fantástica investigación.

Que hubo diferencias y tensiones ente Suárez y el Rey tampoco es una novedad. Que esas tensiones desembocasen en peleas tabernarias con insultos e invocaciones a la legitimidad de cada uno, y con la intervención de un perro pastor alemán que se le echó encima a Suárez en medio de las voces provocadas por la discusión, para defender al Rey de la agresividad del expresidente, es tan disparatado como creer que los dos personajes puedan utilizar ese tipo de lenguaje, en el que el monarca llama “cabrón” al presidente del Gobierno y este recurre a todo tipo de amenazas para echarle en cara su falta de respeto a lo que establecen las normas constitucionales.

Suárez era exquisito y tremendamente respetuoso en el trato con el jefe del Estado, igual que el Rey con el presidente del Gobierno, aunque hubo momentos de falta de entendimiento entre los dos. Si esa pelea entre gritos e insultos termina con supuestos testimonios de personajes que ya han muerto o de otros que no tenían entidad para conocer absolutamente nada de lo que ocurrió aquellos días, como sucede en La gran desmemoria, estamos ante un ejercicio de una novela histórica, un género que está muy de moda pero que se debería haber presentado al próximo premio Planeta, pero no airearlo, días después de la muerte de Suárez, como la gran investigación periodística sobre la Corona... Estamos ante un gran engaño y ante una gran manipulación.

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