El triunfo de Sánchez y el baile de las sillas

26 / 05 / 2017 José Oneto
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La victoria de Pedro Sánchez en las primarias del PSOE ha puesto patas arriba el juego de las sillas en el que se ha convertido la política española.

El 1 de octubre de 2016, el día de la gran tragedia en el que los dirigentes del PSOE estuvieron a punto de llegar a las manos, en la sala Ramón Rubial de la sede central del partido en la calle Ferraz de Madrid, llegó un momento en que Susana Díaz, la presidenta de Andalucía, la que apoyó a Pedro Sánchez frente a Eduardo Madina en las primarias de dos años antes, se echó a llorar. Los sanchistas la acusaban de provocar la gran crisis, la crisis del Comité Federal que provocó, ante la pérdida de la confianza de la dirección, la dimisión de Sánchez como secretario general del partido.

El domingo 22 de mayo, ocho meses después del vergonzoso espectáculo de Ferraz, unas primarias convocadas por una gestora controlada por la presidenta andaluza y apoyada por los históricos del partido (de Felipe González a Alfonso Guerra, pasando por José Luis Rodríguez Zapatero o Alfredo Pérez Rubalcaba), el mismo Sánchez que tuvo que dimitir era repuesto en el cargo por la militancia, que le votaba masivamente en unas primarias en las que su principal contendiente era, precisamente, Susana Díaz, que, por fin, daba el salto a Madrid para hacerse cargo del partido, al tiempo que seguía presidiendo la Junta de Andalucía.

Cuentan que, en esta ocasión, Díaz, casi estuvo también a punto de llorar, pero, rodeada de sus leales, con los que salió para reconocer el triunfo del nuevo secretario general (sin citarlo siquiera por su nombre) y anunciar que seguiría defendiendo su modelo de partido (que nada tiene que ver con el del nuevo dirigente socialista), no llegó a romper en lágrimas, se contuvo, pero su cara, su lenguaje corporal eran el retrato de un fracaso inesperado. Y no era para menos: el exsecretario general Pedro Sánchez volverá a liderar el partido tras derrotar a Susana Díaz y a Patxi López, al lograr casi el 50% de los votos, frente al 40,32% de la presidenta andaluza y el 9,9% de Patxi López. Había ocurrido lo que muchos habían previsto: Díaz, que había logrado 6.000 avales más que Sánchez (lo que hizo pensar a muchos que su victoria estaba decidida), obtenía, sin embargo, 15.000 votos menos que Sánchez. Se hacía realidad el análisis que, en su momento, hizo este cronista: los que avalaron a la andaluza lo hicieron para aparecer, para que se supiera, para no verse perjudicados, pero, a la hora de votar en secreto, optaron por Sánchez que, decían, era el candidato de la militancia.

Y, efectivamente, ese discurso de la militancia había calado en los 188.000 teóricos votantes que acudieron en masa a las Casas del Pueblo a depositar su papeleta, convencidos de que participaban en un acontecimiento histórico que daría lugar a un nuevo PSOE, más participativo y capaz de reformarse para conseguir el voto de quienes le habían abandonado por los resultados de la globalización, los ajustes de Zapatero, el negro presente que están viviendo sus hijos y la falta de sensibilidad ante la precarización de esas clases medias que les dieron 22 años de poder. Una reforma, una refundación, que parte de 85 diputados y cinco millones y medio de votos, frente a los 202 diputados de la mayoría absoluta de 1982, y supone un verdadero reto. Para un PSOE totalmente nuevo se necesitan muchos mimbres y, sobre todo, unidad e integración.

En cuanto a la integración de todos los que durante meses se han apuñalado va a ser realmente complicada. “La integración va a ser difícil. La animosidad personal entre los dos candidatos podría complicar más cualquier esfuerzo por reducir la brecha actual”, dice un conocido dirigente socialista. “Susana y Pedro se odian profundamente. No cooperarán”, decía otro miembro del PSOE. “No creo que haya una división. Pero no se puede descartar completamente”. Algo se intuyó el mismo domingo, cuando para hacer la foto de los tres candidatos juntos hubo que recurrir por parte de los periodistas a todo tipo de presiones, al tiempo que Díaz dejaba claro que seguirá defendiendo su modelo de partido. E insinuando, además, que está dispuesta a convertirse en la “leal oposición”.

Con el triunfo de Sánchez, el Renacido, pierde el aparato del PSOE, el nacional y el andaluz; pierde el grupo Prisa, que ha luchado con obsesión por hacer imposible la victoria del candidato elegido; pierden muchas empresas del Ibex, que le ven como un peligro para la recuperación económica; y pierden, sobre todo, personajes históricos del socialismo español que hasta ahora eran intocables.

El mérito del Renacido es que ha ganado frente a todos. Frente a los gurús del partido; frente a todos los que daban por segura ganadora a Díaz, porque era la presidenta del único territorio en el que nunca han perdido el poder los socialistas; frente a casi la totalidad de los barones; frente a quienes daban por hecho que tenía firmado un pacto con Podemos; y frente a quienes insisten en que el principal objetivo del candidato es la ruptura de España y, a escondidas, el apoyo al derecho a decidir...

En el juego de las sillas en que se ha convertido la política española, al multiplicarse el número de sillas ha cambiado todo el juego y lo ha situado en un estado de permanente cambio. Del bipartidismo hemos pasado al cuatripartidismo a la italiana. Y en la primera ocasión que ha surgido, Podemos ha ocupado la silla del PSOE, dejando a los socialistas de pie. Su objetivo es quedarse con esa silla, absorbiendo al PSOE como ha absorbido a IU, mientras que el objetivo del PSOE es recuperar esa silla, aprovechando las contradicciones de Podemos, el ego de Pablo Iglesias y las divisiones internas no resueltas en Vistalegre II. —

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