Pedro Sánchez y el bipartidismo de cuatro partidos

26 / 06 / 2017 Jesús Rivasés
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Cuarenta años después de las primeras elecciones de 1977, el escenario electoral y el reparto de escaños izquierda-derecha (y nacionalismos) apenas ha cambiado.

Pedro Sánchez esta vez no se andará con remilgos. Además tiene experiencia y está escarmentado. Quiere todo el poder en el PSOE, como un moderno Julio César socialista, y ha empezado a poner los medios para ello. Las baronías en el partido de Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba empezaron a ser historia tras el 39º Congreso Federal del PSOE, clausurado con la declaración de intenciones de Sánchez de “nosotros solo competimos contra el PP”, que también es el primer mensaje de la próxima campaña electoral, sea cuando sea. Susana Díaz quedará, y solo si gana elecciones, como el último eslabón del PSOE de otra época, pero disidencias se tolerarán las mínimas. Emiliano García Page, presidente de Castilla-La Mancha, que estuvo en el banco de la presidenta andaluza quizá tenga una vía de escape –ya lo ha apuntado– con unas elecciones autonómicas anticipadas en su comunidad para resolver el bloqueo, derivado de la falta de entendimiento entre socialistas y la versión local de Podemos. Unas elecciones en Castilla-La Mancha pillarían a contrapié al PP, con María Dolores de Cospedal, su presidenta regional, de ministra de Defensa y, por tanto, obligado a buscar cabeza de cartel. Además, una campaña, aunque autonómica, le daría a Sánchez la visibilidad que no tendrá al no ser diputado. Un buen resultado, muy probable, salvaría a García Page, que prometería fidelidad a Sánchez y a este le permitiría esgrimir un éxito en las urnas.

Sánchez, al mismo tiempo, quiere ser el líder del PSOE los próximos diez años y ha empezado a poner los cimientos para ello. Por eso trabaja para tener todo el poder orgánico y un Comité Federal totalmente fiel. En 2016 se precipitó en su asalto fallido a La Moncloa porque temía, como ocurrió, ser defenestrado desde dentro de su partido. Zapatero hubiera corrido la misma suerte si no hubiera ganado –contra todo pronóstico– las elecciones de 2004. Pedro Sánchez, ahora, sueña con llegar cuanto antes a La Moncloa, pero ya no tiene urgencias. Además es metódico y en pocos meses habrá taponado cualquier para otro golpe de Estado interno contra él. Está convencido de que saldrá airoso en las próximas elecciones, algo que se reduce a acercarse a cien diputados, pero si no lo logra, tendrá un partido que tampoco le moverá la silla. Hasta entonces, su estrategia –no sin riesgos– consiste en diferenciar todo lo posible al PSOE del PP, seducir a los votantes de Podemos y escorar todavía más a Pablo Iglesias. Y si tiene que pactar con Podemos, antes o después, no dudará en hacerlo, pero sueña con que ese acuerdo se produzca sin que Iglesias esté al frente de la formación morada.

Sánchez aspira a todo en un mapa político bipartidista, aunque con cuatro partidos y cuatro cabezas de cartel. Cuarenta años después de las elecciones de 1977, la aritmética electoral y parlamentaria apenas ha cambiado. En 1977, los partidos de centro y derecha –UCD y Alianza Popular– sumaron 181 escaños y los de centro izquierda e izquierda acumularon 145, mientras que el resto quedó en manos de nacionalismos y regionalismos de todo tipo que, también, de alguna manera, sobreviven. Cuarenta años después, PP y Ciudadanos tienen 169 diputados y socialistas y podemitas, 156. Mínimas variaciones, con un ligero deslizamiento a la izquierda, que es lo que justificaría que Benito Arruñana, el catedrático de la Pompeu Fabra, pueda decir que “el PP está a la izquierda de los partidos de derechas europeos y muy a la izquierda del Partido Demócrata americano”.

Los datos demuestran que electoralmente España ha cambiado muy poco en 40 años. Tampoco el País Vasco o Cataluña. Convergència tuvo ocho diputados en 1979, la primera vez que se presentó como tal, y ahora mantiene los mismos. También entonces el PNV obtuvo los mismos cinco que ahora le representan en el Congreso. El bipartidismo, pues, no ha muerto. Simplemente, como la materia, se ha transformado y ahora se trata de un bipartidismo con cuatro cabezas, que pueden volver a ser dos, como ha ocurrido en el Reino Unido, donde prácticamente han desaparecido UKIP, el partido antieuropeo de Nigel Farage y los liberal demócratas. Los votantes, varias generaciones después, parecen comportarse de forma similar. Sánchez, al frente del PSOE, pretende recuperar todos –nuevos y antiguos– los votos que han recalado en Podemos, liderado por Iglesias, al que nadie ve de presidente. Albert Rivera cada vez lo tiene más claro, lucha por una gran parte del electorado del PP y, por eso, no puede prestarse a aventuras para la galería como un fantasmal pacto triple con el PSOE y Podemos para echar al PP de La Moncloa, donde Mariano Rajoy pretende alargar la legislatura todo lo posible. El líder del PP debe decidir si vuelve a presentarse, porque Rivera no volvería a votarle a él otra vez –pero quizá sí a otro candidato– en otra investidura. Mientras, el César Sánchez espera su momento, pero el PSOE siempre ha sido mucho PSOE y alguien apunta que el New York’s Public Theatre, dirigido por Oskar Eustis, había puesto en escena una versión del Julio César de Shakesperare en el que César es Donald Trump y como el romano también es asesinado por su propio entorno. A Trump no le ha gustado, los patrocinadores se han retirado y la obra ya no se representa, pero esa es otra historia.

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