El PSOE pide tiempo y el otoño del dictador-mito

05 / 12 / 2016 Jesús Rivasés
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El PSOE necesita tiempo y calma interna y externa para reorganizarse. No hay ningún pacto, nada escrito, pero todo está ahí y los socialistas han pedido ese tiempo y esas condiciones a Rajoy y al PP, que las han aceptado, aunque precisan que siempre hay líneas rojas. 

El PSOE necesita tiempo para reorganizarse y se lo ha pedido a Mariano Rajoy y al PP que son quienes pueden proporcionárselo. Los socialistas también reclaman una cierta tregua de hostilidades políticas, en ese caso, unilateral. Es decir, que el PP y el Gobierno no arremetan contra ellos a las primeras de cambio. No ha habido pactos, ni nadie ha rubricado nada, ni en público, ni en privado. Sin embargo, por las cañerías de la política española circulan los fluidos necesarios que permiten que el PSOE tenga el tiempo y la tranquilidad que reclama, al mismo tiempo que el Gobierno encaja críticas de sus adversarios y más de una derrota parlamentaria. Son los términos no escritos de un acuerdo que no existe, pero que está ahí y que, eso sí, tiene fecha de caducidad, aunque tampoco esté determinada, lo que añade incertidumbre.

(Paréntesis. Mario Vargas Llosa que, tras la muerte de Fidel Castro, se ve a sí mismo como el último personaje de toda una era, constata que la moderna literatura iberoamericana ha retratado con bastante tino a los diferentes dictadores/tiranos de la zona y le extraña
–hasta cierto punto– que la tragedia de la droga –cárteles y violencia incluidos– no haya generado grandes obras. Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, La fiesta del chivo, del propio Vargas Llosa y claro, El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez son, por ejemplo, tres obras maestras inspiradas en dictadores/tiranos como Stroessner (Paraguay), Trujillo (República Dominicana) o Juan Vicente Gómez (Venezuela).

Fidel Castro, sin embargo, no ha sido el protagonista de ninguna obra maestra de los llamados grandes del “boom latinoamericano”. La mayoría de ellos apoyó la Revolución cubana en sus inicios y, posteriormente, casi todos empezaron a distanciarse poco a poco hasta el punto de estar abiertamente en contra de un personaje que sintetizaba en su persona al mito y al dictador. La excepción habría sido García Márquez, con quien Castro mantuvo excepcionales relaciones durante años, aunque al final también se debilitaron, sin que el Nobel colombiano quisiera nunca hurgar en la herida. Vargas Llosa, en la última etapa de su carrera, no escribirá la gran novela con Castro al fondo y, sin duda, esa tarea queda para los nuevos escritores iberoamericanos, quizá incluso un cubano que novele lo que Guillermo Cabrera Infante tantas veces pensó, pero nunca remató. La historia, además de los vencedores, también la escriben los novelistas.

Fidel Castro, que quizá no tuvo quien le escribiera como él quería, fue un mito, un icono y también un dictador. Cuando asaltó el poder, en 1959, Cuba, con 380 dólares, duplicaba la renta per cápita de la España de la época, que apenas llegaba a los 170 dólares. En 2015, todo era muy diferente, la renta per cápita del país caribeño, 5.500 dólares, era más de cuatro veces menor que la española, que superaba los 23.000 dólares. Castro descabalgó del poder al golpista y dictador Fulgencio Batista, pero tampoco convocó nunca elecciones libres. Mejoró espectacularmente la sanidad y la educación en la isla, pero reprimió y purgó con crueldad a sus adversarios y estranguló cualquier libertad, un ejemplo que durante décadas hipnotizó a una parte de la izquierda que, finalmente, aceptó la evidencia, pero que otra más radical y actual parece añorar y desearía poner en práctica, después incluso del otoño del dictador-mito. Fin del paréntesis).

Mariano Rajoy, a quien más allá del pésame oficial y de enviar al rey emérito Juan Carlos a los funerales nunca se le pasó por la imaginación hacer ningún otro gesto, tuvo presiones en su propio partido para no acceder a lo que reclamaban los socialistas post Pedro Sánchez. Los más radicales en el PP pedían otras elecciones, en las que esperaban mejorar los resultados y el líder de los populares incluso dudó, quizá porque, como escribe Victoria Camps en su luminoso y recién aparecido Elogio de la duda, “dudar es una actitud reflexiva y prudente”. El inquilino de La Moncloa firmaría sin titubear algunas de las reflexiones de la filósofa: “Anteponer la duda a la reacción visceral. Es lo que trato de defender: la actitud dubitativa, no como parálisis de la acción, sino como ejercicio de reflexión, de ponderar pros y contras...”.

Rajoy, al final, despejó sus dudas, concedió tiempo y tranquilidad al PSOE y ahora intenta gobernar. Quiere aprobar los Presupuestos y espera que la legislatura sea más larga de lo que los expertos predicen, pero también es consciente de las dificultades. Por eso tiene sus propias líneas rojas, que se reducen, esencialmente, a aprobar el techo de gasto –que ya tiene casi hecho– y a cumplir con los déficits comprometidos con Bruselas.

El presidente acepta y aceptará alguna derrota parlamentaria más. Tras los revolcones con las reválidas y la ley mordaza, incluso transigirá con ciertos cambios en la reforma laboral y observará con tranquilidad los intentos sindicales de organizar movilizaciones, pero no cederá mucho más en asuntos que considera fundamentales. El inquilino de La Moncloa, al fin y al cabo, es consciente de que es él quien ha salido vencedor y muy fortalecido de casi un año de provisionalidad. Ahora es él quien tiene tiempo para casi todo, incluso el que reclama el PSOE, y además tampoco cree que haya llegado su otoño.

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