Democracia defectuosa y votantes incompetentes

03 / 05 / 2017 Jesús Rivasés
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Rajoy esperaba una primavera plácida, aunque en el PP sabían que el juez Velasco actuaría. Todavía confía en su baraka celta, pero, ahora sí, piensa en prolongar la legislatura todo lo posible. Mientras, España se afirma entre las “democracias plenas” y Estados Unidos cae al grupo de las "democracias devaluadas", como Italia o Francia.

Mariano Rajoy, además de perseverancia y resistencia, también tiene algo de aquella legendaria “baraka” que acompañó a José Luis Rodríguez Zapatero hasta que, harto de negar la realidad –es otra variante del síndrome de La Moncloa, que quizá se hereda con el cargo–, la Gran Recesión se lo llevó por delante y le concedió una mayoría absoluta al líder del Partido Popular. “Baraka” es una palabra, procedente del árabe marroquí, aceptada por la Real Academia Española, que significa algo más que suerte.

El inquilino de La Moncloa volvió de las vacaciones de Semana Santa convencido de que tenía por delante una primavera con todo a su favor: unos datos económicos cada vez mejores –refrendados además por el Fondo Monetario Internacional–, reconocimiento, prestigio e influencia internacionales –sobre todo en Europa– y futuro político inmediato bastante despejado mientras el PSOE acaba de resolver, si es que lo logra, sus líos internos, porque las primarias de mayo pueden no ser el final de la pelea fratricida.

Juan María Nin, exvicepresidente de Caixabank, en su muy interesante libro Por un crecimiento racional, cuenta cómo Angela Merkel pensaba que el orgullo español le impediría a Rajoy pedir 100.000 millones de euros –el doble de lo necesario– para el rescate financiero y tranquilizar a los mercados en 2012. Nin, al que Merkel había llamado tras conocer una intervención del financiero en el grupo Bildeberg, le habló de las raíces celtas del presidente –algo de lo que la canciller alemana no tenía ni idea– y que, por eso, no habría ningún problema con el orgullo.

La baraka de Rajoy tiene, por eso, algo de celta, lo que deja al orgullo y a otros en muy segundo lugar. Eso no impide, no obstante, que el presidente –siempre en su tono contenido– tuviera algo más que palabras con sus más próximos cuando supo, casi por el telediario, que había sido citado a declarar por el llamado caso Gürtel. “Es insólito y también inédito que un presidente en ejercicio de una democracia occidental plena tenga que declarar ante la Justicia”, explican en el PP quienes se quejan de que al presidente y a su equipo les cogiera por sorpresa.

Rajoy, sin embargo, sí tenía que saber el tsunami judicial que iba a protagonizar Ignacio González y sus diferentes derivadas. En el PP eran conscientes –y lo decían, este semanario lo publicó el 17 de marzo en su número 1.786– de que el juez Eloy Castro iba a actuar, que tenía más información de la que en ese momento parecía y, sobre todo, que alguno de sus interrogados habría cantado sobre bastantes episodios ocurridos en la Comunidad de Madrid desde el lejano 2004, cuando Esperanza Aguirre llegó a la presidencia y, especialmente, de la época más reciente en que le sustituyó Ignacio González, que, como tantos otros, se creyó inmune. Parece imposible que nadie en el PP advirtiera a Rajoy de lo que se avecinaba, aunque no consta, y el presidente ha establecido su particular Línea Maginot en los hechos, reales, de que él impidió a Ignacio González ser presidente de Bankia y que intentara repetir como candidato a la presidencia de la comunidad. El problema es que, tanto en el Gobierno como en el partido, algunos/bastantes creen que el daño sufrido por el PP es ya muy grande y que pueden pagarlo en las próximas elecciones.

El presidente del Gobierno, por todo eso, ahora sí, salvo que se viera entre la espada y la pared, intentará prolongar la legislatura todo lo posible, con la esperanza de que el tiempo, como siempre, y su baraka celta vuelvan a ser sus grandes aliados “porque España es país en el que existen virtudes tan grandes que impiden observar sus propios vicios, que a veces son tan grandes los vicios que parecen ocultar todas sus virtudes”. Tampoco consta que lo haya leído, pero es lo que escribe Mario Garcés, secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, en un libro tan deslumbrante como infrecuente, El Antipríncipe. Garcés, que sería ministro si no fuera aragonés (Jaca, 1976) y no hubiera cuotas de género y territoriales, subtitula su obra Tratado sobre el arte del mal (o buen) Gobierno, que es algo así como una relectura moderna de El Príncipe de Maquiavelo, en el que dedica un capítulo luminoso sobre “la corrupción”, que remata con aquello de “por un ladrón, pierden ciento mesón”. Lectura obligatoria.

El Antipríncipe coincide con el último ejemplo español de ocultamiento de virtudes. Acaba de aparecer el Democracy Index que elabora la Economist Intelligence Unit. Analiza la calidad democrática de 167 países independientes y determina que solo se pueden considerar democracias plenas –full democracies– 19 países, entre los que figura España, en el puesto 17, por detrás del Reino Unido. En esa categoría no están Japón, Italia o Francia, porque son consideradas democracias defectuosas –flawed democracies–, categoría a la que también han descendido los Estados Unidos tras la elección de Trump. En La Moncloa no lo han celebrado como merece. Quizá están muy ocupados en un estudio de Rafael di Palla y Julio Rotember, de la escuela de negocios de Harvard, realizado tras la victoria de Trump y que se pregunta “¿por qué los votantes americanos eligen candidatos incompetentes?”. La incógnita es si eso solo ocurre en Estados Unidos. 

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