De Fiesta Nacional a fiestón sevillano

25 / 10 / 2016 Jesús Mariñas
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El pasado 12 de octubre se celebró por todo lo alto el Día de la hispanidad con una recepción en el Palacio Real a la que asistió una parte de la Familia Real y personalidades de la política y el artisteo.

Tres looks femeninos sobresalieron en la palaciega gala de la Fiesta Nacional, como el de Cristina Cifuentes, amparada en el para algunos provocador paraguas rojigualdo, algo tan común entre souvenirs norteamericanos e ingleses, que usan sus coloristas banderas hasta en slips. Como España es diferente, tenemos a la enseña nacional más respeto que devoción. La sentimos como pendón representativo sin atrevernos a convertirla en algo cotidiano, cercano o inspiración de recursos turísticos. Seguimos vendiendo lunares y panderetas cuando el rojo con amarillo es muy lucido.

Gesto histórico el de la presidenta madrileña con Javier al lado, fiel a su coleta sobre una especie de abrigo-túnica animando la cómoda negrura. A ella recurrieron la televisiva Ana Rosa Quintana. Y también muy elegantes negruras llevó Susanna Griso. Quintana entibió su traje en cuero y espalda celosía, fue atrevida como siempre y cauta en sus comentarios, donde con medias palabras lo dice todo. Repaso a los labios de Susanna, crecida en sandalias de tiras. Susana Díaz destacó en rojo vivo. Concentró atención con sonrisa siempre luminosa como la de la vicepresidenta en funciones Soraya Sáenz de Santamaría. Para ella fueron los corrillos más numerosos ante el gesto tenso de Luis De Guindos y el escurrido Cristóbal Montoro buscando anonimato. Imposible. Lo contrario prodigó Jorge Fernández Díaz, quien mantuvo sonrisa infrecuente. Del artisteo, Víctor Ullate y María José Montiel. Pero la palma fue para la inmensa Ángela Molina. Acudía por primera vez y oyó piropos.

Salón de Alabarderos

Ana Palacio, que fue ministra entrañable, tiene despacho en Bruselas. Elogiaban su dulzura contrapunteada de ironía. Llevó un dos piezas azulado y tailleur gris Ángela Molina, la cara más bella y dramática de nuestro cine. Anduvo sobre tacones increíblemente finos acompañada de su duradero marido francés. Es tan respaldo protector como el arrogante y adelgazado Juan de Ana Rosa. El duque de Alba estrenó su nuevo título respaldado por el ringorrango palaciego de salones atestados. Nunca hubo tanto invitado y en el Salón de Alabarderos muchos se retrataron ante el retrato de la antigua Familia Real de Antonio López. Está frente a redorada silla de Carlos V (1530). Así junta dos grandes etapas de nuestra monarquía. El pintor hiperrealista optó por tonos gris claro, nada de claroscuros goyescos. Juan Carlos, solo ante el peligro. Felipe, distanciado como ahora, cierra el revelador posado. Sobrepasa los dos metros y lo fecha entre 1994 y 2014. Como Velázquez y Goya, nada lameteros pintores de Corte, retrata más de lo que se ve. Luminosidad aclaradora. Cristina es primera a la izquierda, con su habitual gesto seco y falda midi, al lado de Elena, a quien don Juan Carlos, muy afectuoso, pasa el brazo por encima del hombro. Son colegas y heredó su carácter como Cristina sus piernas. Doña Sofía repite el gesto inalterado durante todo su reinado. En muchos extrañó la ausencia de don Juan Carlos y Sofía en la lluviosa mañana festiva. Para aclararlo estaba María Teresa Álvarez, ex amadísima esposa de Sabino Fernández Campos. Volvía de Roma, donde está y vive enamorada. Rebrillaba mientras que Mar Utrera y Alberto Ruiz-Gallardón, regresaban de Méjico. En marzo casan a Federico, su tercer hijo. Ella amadrina madraza.

“¿Cómo hay que llamarle: ministro, alcalde o presidente?” –pregunté, orientándome y para no faltar al protocolo; pisar Palacio Real tiene tal servidumbre–. “Llámame Alberto” –me dijo, mientras la dulce Mar me contó de su padre, el leal Utrera Molina que “cumplió 90 años recientemente pero sigue arreglándose como si tuviera 30”. “¿Volverá a la política?” –le insistí a Alberto–. “Acabé harto, aunque con la satisfacción del deber cumplido durante veinte años” –me respondió él, evitando confrontaciones. Aunque más bien, comparaciones, diría yo.

La escritora no solo prepara libro sobre una reina asturiana del siglo XII llamada Urraca. Lo lanza en noviembre y hace novela de lo histórico tal años atrás hiciera Maruja Torres con ¡Oh, es él! Pilar Eyre saca Amor oriental, donde ficciona el amor-desamor de Julio Iglesias por Isabel Preysler y donde Alfredo Fraile aparece con nombre supuesto, como los propios protagonistas. “No nos deja mal parados, menos mal. Y siempre podríamos decir que es solo ficción, o que no somos nosotros”, me cuenta Fraile. Lo vi ufano cavilando volver tras una vida afincado en Miami. Comió con los periodistas de Cuarto Poder en su gastronómica sede de Casa Lucio, cuyo restaurador, el propio Lucio, ha sido elegido el mejor entre 1.800. Se ufanaba contándolo y fiel a los platos de siempre. No necesita modernizarlos ni adornarlos. Hay lo que se ve. Importa más el sabor que la presentación. Su comida entra por los ojos y Fraile siente la misma pasión que Esperanza Aguirre por los boquerones en vinagre.

En Palacio, la política habló castiza de su culo, “empapado por la lluvia aliviadora de la pertinente sequía”. Puede comer hasta cinco fuentes de lo que luego son anchoas. Fraile no se anduvo por las ramas, feliz de estar bajo un guayasamín de casi dos metros. La obra de este ecuatoriano internacional anda a la baja, se ve en las subastas. Lucio es sota, caballo y muy rey. Don Juan Carlos hasta tiene rincón propio con nombre y busto igual que Mario Vargas Llosa. “Come muy bien y le gusta todo”, reveló el exitoso restaurador. Alejandra, su hija, entrevistó a la Preysler, que dice solo vivir de verdura y fruta: “Sin embargo, los dos matrimonios cenamos hace unos días e Isabel tomó pasta filipina –parece ser que en casa tiene una cocinera exclusivamente para eso– dos filetes y un tiramisú edulcorado”, me dice.

La vice y la presi

La Reina con enramada lanilla blanquinegra de Felipe Varela, muy raro de carácter. Es incomparable a cómo la llevaba sin ostentación Lorenzo Caprile. Resultó sencillez nada cortesana, algo preciso en tal conmemoración patria, bajo los tizianos del Gran Comedor Real, imponente y barroco. Supuse que cenar ahí cortaría el apetito ante tamaña suntuosidad, que me detalló María Teresa Álvarez antes de apartarse con Susana Díaz. Llamativo dúo sostuvieron la vice Soraya y la presi Cifuentes. Dieron qué imaginar inquietando al entorno. “Pero ¿de qué estarán hablando? ¿De Mariano Rajoy, del nuevo Gobierno?”, cavilaban los demás ante los abrazos que se pegaron hasta el achuche las dos políticas y que no afectaron a los florones que salpicaban la negrura hasta el cuello con que vestían. Tranquilizó la vice con una sonrisa y con un “no es sitio para hablar de política” (¡pero si no comentaban otra cosa! ¿Dónde, entonces?). Lo soltó irónica, acaso advertidora. Era tema general, como también inquietud nacional. Su calidez tranquilizaba, reconocieron ante Cuxa y Mariano Puig, recién emparentados ahora con Ana Botín por la reciente boda –eso sí fue un bodón y no el de Kiko o Rociíto, tan de tercera– de sus hijos.

Puestos a detallar, notaron que Soraya fue la única que hizo reverencia, como  Carlos Alba (quejoso de engordar sin parecerlo) que dio tan modélico cabezazo a la impertérrita Letizia que todo el besamanos miró al infinito. Paloma O’Shea, como la exquisita Ana Abelló, siguen fieles a Valentino, versionado y rebajado de coste por quienes como las hermanas Molinero compran sus patrones para repetir el modelo original. Incluso lo mejoran.

Alfredo Fraile también habló de reyes: de que Carmen Ordóñez medió para que conociese a Hassan de Marruecos por mediación del ministro Azulay. Entonces decían que nuestra “divina” competía con una de las princesas. Fue más que leyenda rebotada en la Expo-92, donde a la semana de ser ella relacio-
nes públicas y su hermana Belén ayudante del pabellón alauita, las despidieron fulminantemente tras visitarlo la
Lala, supuestamente afectada por la belleza descarada de Carmen (nunca Carmina, que vivía en Marrakech). Dijo que Silvio Berlusconi, al que introdujo en España, fue su mejor jefe “y no reconozco al de ahora. A mi hijo enfermo, lo visitaba mañana y tarde”. Es historia viva, demasiado leal y debería escribir sobre lo callado de tantos.

Final de arsa y toma: ante el chic de Margarita Vargas, los escaparates sevillanos premiaron el arte con esmoquin de la bella Estrella Morente, la eternidad de Ana Obregón, el realce de Cecilia Gómez, la elegancia de Padilla, remarcada por parche y zapatos de empeine azul, el brío de Jaime Ostos, la cincuentona belleza de Celia Forner y el lado empresarial de las Segrelles. Estuvieron la refinada marquesa de Saltillo, los rubísimos Vittorio-Luccino, Víctor Puerto, Óscar Higares, Tony Benítez, que teme por Paquita Rico tras caer en casa con 87 recién cumplidos, y Juan Pedro, felicitado por cómo aderezó a Isabel Pantoja en la boda –no bodón– de Kiko. Impactó la Plaza de España tan monumental hecha comedor. 

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