Universo Albéniz

07 / 01 / 2011 0:00 Ignacio Vidal-Folch
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El soberbio espectáculo del homenaje al músico quedó deslucido por la lluvia, que dejó la velada en un chasco.

DURANTE MI INFANCIA, la caja de galletas Birba, caja de lata en cuya tapa estaba reproducida la airosa silueta de un puente de piedra, de un puente románico, me hechizó. Me parecía una contradicción la imagen del puente medieval, que me parecía austera, severa, y la experiencia gozosa a la que daba paso. El arco del puente me parecía hasta angustioso, las galletas en cambio me parecían estupendas, especialmente unas redondas que llevan engastada en el centro la ovalada alhaja de una almendra. Fue una experiencia que tuvo algo de milagro, un día que íbamos de excursión con la mochila a la espalda hacia el pueblecito de Setcases, ver la cosa en sí, descubrir que existía de verdad el puente, el precioso puente de las galletas Birba. El puente del pueblo de Camprodón. Una maravilla que te deja sin aliento cada vez que lo vuelves a ver.

El año pasado se cumplió no sé qué centenario de la muerte prematura de Isaac Albéniz, que nació precisamente en ese pueblo. Con tal motivo se organizó en la orilla del río a su paso bajo el puente un fastuoso espectáculo audiovisual que explica la vida y la obra del compositor, que allí es naturalmente muy querido y que tiene un museo y un festival que lleva su nombre y se celebra cada año. El puente enmarcaba la pantalla donde se proyectaban imágenes; el contenido musical y argumental fue a cargo del musicólogo Jorge de Persia, con la orquesta y coros de RTVE y con media docena de solistas, y lo había organizado Cuki Pons, nativo de Camprodón y un organizador de grandes eventos cuya solvencia profesional tuve ocasión personal de comprobar cuando se encargó, con Manuel Huerga, de poner en marcha BTV, televisión municipal barcelonesa que rompió moldes y esquemas pese a su limitado presupuesto. Me gusta la vida legendaria y cosmopolita de Albéniz, un talento inmenso y una persona buena y generosa que fue muy celebrada en toda Europa y querida por los mejores colegas de su tiempo, pero que en nuestro país no tuvo éxito; me gusta la Suite Iberia –de Saco Gordo, como firmaba sus cartas Albéniz–, lamentablemente apenas he oído otra cosa tan bonita, colorista, luminosa, intensa y difícil de interpretar, que no sólo es, según el criterio general, la mayor aportación de un compositor de nuestro país al repertorio pianístico mundial sino también un endemoniado tour de force para los intérpretes; confío ciegamente en la solvencia e imaginación de Cuki Pons; así pues me sobraban los motivos para tomar el coche e ir a Camprodón a ver ese espectáculo titulado Universo Albéniz.

El espectáculo es soberbio, pero la velada fue un chasco. A los veinte minutos de empezar, cuando en la pantalla se deslizaba el tren que llevaba a Albéniz a su última residencia en Cambó-les-Bains, empezó a llover. Aun así pude apreciar los encantos de ese relato un tanto onírico, pero indudablemente el espectáculo quedó pasado por agua. Desde entonces, que yo sepa, no se ha vuelto a representar, hasta programarse para el pasado martes, 28 de diciembre, en el Teatre del Liceu, en una escenografía menos sensacional que el puente de Camprodón, pero a cubierto de las inclemencias de la meteorología y con toda la pompa y circunstancia que el evento y el personaje merecen. El martes 28 de diciembre, sin embargo, yo estaba ya en el pueblecito gallego donde estoy ahora, demasiado lejos del Universo Albéniz. Le voy a pedir a los Reyes Magos otra oportunidad.

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