Sánchez y la pasokización del PSOE

08 / 02 / 2017 Agustín Valladolid
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Su decisión reabre heridas no cicatrizadas, interrumpiendo el proceso de curación prescrito por la gestora.

“Seré vuestro candidato”, anunció Pedro Sánchez en Dos Hermanas ante un público entregado, adjudicándose el papel de intérprete supremo de la militancia. Luego cogió un espray y sobre una pared preparada al efecto escribió el que va a ser uno de los eslóganes de su campaña en las primarias: “Somos socialistas”. Los demás no; los demás, aquellos que no comparten sus posiciones e ideas, son otra cosa, pero no socialistas. De ahí que no sorprendiera en exceso la reacción de los “demás”, por boca del número dos del PSOE andaluz, Juan Cornejo: “Ya está bien de demagogia, de falacias y de engañar”.

Y es que en los dos años en los que ocupó la secretaría general, las apelaciones de Pedro Sánchez a la militancia fueron más bien escasas. Desde luego, ningún interés demostró en consultar a las bases cuando tomó decisiones de calado estratégico. No lo hizo cuando negoció con Ciudadanos, ni con Podemos, y mucho menos cuando se subió a la burra del “no es no”, a la frontal negativa a que gobernara el partido más votado, y conceder así al país una tregua que permitiera una cierta estabilidad política. Y ahí sigue, en el monte, convencido de que le arrebataron el liderazgo de forma taimada, en contra del sentir mayoritario de los militantes.

Claro, que la culpa no es solo suya. A Pedro Sánchez le regalaron la secretaría general del PSOE sin que hubiera acreditado ningún mérito. El aparato se conjuró para impedir que ganara Eduardo Madina, y les valía cualquiera que asumiera sin rechistar las condiciones de temporalidad exigidas. Sánchez aceptó sin mayores problemas, pasó de ser un eslabón más del aparato al primero de sus representantes. Lo que nadie previó es que le iba a coger gusto al sillón. Parecía que los socialistas, superados los efectos traumáticos del Comité Federal en el que destronaron al indisciplinado líder, habían entrado ya en la fase de recuento de daños y resarcimiento electoral; que ya habían pagado suficientemente por aquel error. Pero no, la decisión de Sánchez reabre las heridas aún no cicatrizadas, interrumpiendo el proceso de curación prescrito por la gestora.

El ejemplo francés

Sánchez tomó la decisión de dar el paso al frente animado por el éxito de Benoît Hamon en la primera vuelta de las primarias del Partido Socialista francés (que ratificó después en la segunda vuelta ante Manuel Valls). Otro llanero solitario de las bases contra el aparato, un populista de izquierdas frente al encargado de hacer el trabajo sucio en un país con un gasto público desaforado, inasumible en el corto plazo. Lo tenía fácil el bueno de Benoît. Valls fue demasiado lejos, se atrevió a decirle a los franceses, socialistas o no, lo que estos no querían oír. Ahí, en ese terreno de las verdades incómodas, el populismo encuentra terreno abonado. Hamon ha prometido aumentar el salario mínimo (que ya es el doble que el español) y pagar una renta universal de 750 euros a todos sus compatriotas mayores de edad.

La consecuencia más probable de la derrota de Valls, que llegó a calificar esta última propuesta de moralmente poco edificante y económicamente derrochadora, es que el Partido Socialista francés caerá eliminado de la carrera en la primera vuelta de las elecciones presidenciales que se celebren en la primavera. En el territorio de los populismos, también se suele elegir el original a la copia. Con la izquierda dividida y la derecha liberal debilitada por el imprevisto accidente de François Fillon, Marine Le Pen está ante su gran oportunidad.

Pedro Sánchez se mira en el espejo de Hamon. Ir contra el aparato es rentable, aunque suponga dividir las fuerzas y partir en dos el partido que te hizo un hombrecito. “Ganar para unir a la izquierda y echar al PP del poder”. Es lo que ha venido a decir, aunque hay quien lo traduce así: destruir el PSOE para confluir con Podemos, o una parte de Podemos. La ventaja de esta tesis es que no se necesita ganar para llevarla adelante. Sánchez e Íñigo Errejón pueden perder sus respectivos pulsos, pero el día después ya no será igual. Dos mitades hacen un todo, y no es descartable que uno y otro se miren a la cara y se gusten. Poco importa que la izquierda acabe dinamitada en decenas de islotes sin capacidad de atraque, a una distancia cósmica del puerto más cercano en el que reparar las vías de agua.

En clave democrática la candidatura de Sánchez es irreprochable. Lo que sucede es que después de ser forzado a dimitir por medio de un mecanismo igualmente democrático –la votación del Comité Federal del 2 de octubre pasado–, es lícito deducir que la no aceptación de las reglas –las escritas y las no escritas– sugiere un grado de ambición hasta tal punto corrosivo que muy bien podría empujar al PSOE a un abismo parecido al del Pasok griego. En ese riesgo, el de partir en dos el PSOE de forma irreversible, radica su debilidad; y la supuesta fortaleza de sus adversarios.

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