PP o cómo hacer de la necesidad virtud

13 / 07 / 2016 Agustín Valladolid
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Doble y difícil compromiso de Rajoy: renovar el partido y no usar el Gobierno para compensar a los descartes.

Han sido bastantes los intelectuales y políticos de consistente formación que, con especial énfasis a partir del desenlace del siglo XIX, han expresado de diferente forma esa inclinación autodestructiva tan arraigada en el carácter español. A mí me parece insuperable este lamento que encontré en Velázquez, pájaro solitario, una joya publicada por la editorial Pre-Textos y escrita por el pintor Ramón Gaya: “Hay en todo lo español, incluso en aquello que puede parecer más alejado de la cerrazón y la opacidad, algo así como una sordera voluntaria, una sordera, diríamos, gustosa, orgullosa, y si se quiere, llena de arrogante hermosura, pero que lo ahogará, lo estrangulará todo”.

Todavía no vislumbramos el precipicio, pero está ahí. Los problemas siguen inalterados, algunos pudriéndose. No ha pasado una semana desde que volviéramos a votar y ya se han vuelto a abrir paso en los titulares: sistema de pensiones insostenible, deuda, déficit, empleo precario, un ajuste de, según las fuentes, entre 8.000 y 20.000 millones, Cataluña… La sordera perdió la hermosura el 20-D y ahora puede ser sordera a secas, desvanecida en el tiempo hasta esa arrogancia nuestra tan peculiar y tan estéril.

El profesor Miguel Ángel Quintanilla pide “activar una nueva corriente de opinión que prestigie la voluntad de acuerdo y la búsqueda de consensos”. Quintanilla, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salamanca, ha escrito en El Mundo uno de los análisis más luminosos de los que yo he leído sobre lo ocurrido el 26-J. Acuerdo, consenso. Palabras en desuso en la academia infecunda de la política desde tiempo inmemorial. Como cesión, renuncia o generosidad.

Mientras, más allá de los Pirineos, e incluso en el Sur, nos empiezan a mirar con la misma cara que a Boris Johnson o Nigel Farage, aquí, en suelo patrio, estamos a un paso de convertir el desgobierno –figura en la que puede acabar deviniendo el Gobierno en funciones– en una nueva commodity de la política. Eso en el mejor de los casos, porque, en función de cómo evolucione el sainete, podría ocurrir que alguien se viera tentado de usar tal calamidad como arma de negociación. Para evitarlo, sería muy conveniente que los principales líderes políticos pusieran en práctica los sabios consejos del profesor Quintanilla, empezando por hacer un hueco en sus agendas a una cierta pedagogía del acuerdo.

Predicar con el ejemplo

Ciertamente, el primero que ha de predicar con el ejemplo es aquel sobre quien las urnas han depositado la mayor carga de responsabilidad. Como dice con su habitual copiosidad un buen amigo, “al PP hay que exigirle un cambio radical antes de pedirle al PSOE que se baje los pantalones”. Dicho en términos menos abruptos: es el Partido Popular el que debe actuar con la máxima generosidad, y no tanto por ser el primer partido del país, con una ventaja de 52 escaños sobre el segundo, sino sobre todo porque es el más obligado a ejecutar un ambicioso plan de rectificación. Mariano Rajoy puede encastillarse en sus 137 diputados y en su mayoría absoluta en el Senado, o hacer de la necesidad virtud poniendo encima de la mesa un proyecto de Gobierno de compromiso y comprometido, activando paralelamente un plan de renovación interna en toda regla.

El PP ganó las elecciones del 26 de junio por diversos factores, entre los que no conviene despreciar la torpeza de sus oponentes y el miedo a lo desconocido. Pero también porque supo aprovechar la prórroga de los seis meses transcurridos desde los fallidos comicios de diciembre para reforzar la presencia pública de las nuevas caras del partido. Cuando en junio de 2015 Rajoy incorporó a la dirección a Levy, Casado, Maroto o Martínez Maíllo, se quedó a medias, pero al menos dio alguna pista de que podía estar empezando a entender el mensaje.

El presidente está en su derecho –y puede que hasta en la obligación– de corresponsabilizar al que tiene la llave maestra de la gobernabilidad, el PSOE, en la conducción del país. Cuenta además con la opinión favorable de algunas de las cabezas más lúcidas de los socialistas, como Borrell, Gabilondo o Sevilla, a un acuerdo que permita formar Gobierno. Incluso los resultados del 26-J le conceden un vigoroso argumento para continuar al frente del Ejecutivo. Pero si quiere ponérselo difícil al PSOE, lo que primero tiene que hacer es ponérselo muy fácil. Y no es suficiente con asumir el compromiso de concertar los grandes temas de Estado.

Mariano Rajoy en primera persona, y la dirección del PP en su conjunto, debieran ser conscientes de que nadie sensato querrá compartir con ellos el desgaste de la gobernación del país sin antes haber constatado la irreversible voluntad de terminar lo que dejaron a medias; de renovar el partido y no usar el Gobierno para dar satisfacción a los descartes; de convencer a la ciudadanía, con hechos, de que hay voluntad firme de dejar atrás un pasado demasiado renegrido. De otro modo, casi nada será posible.

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