Los Mossos, la CUP y la izquierda esthéticienne

01 / 02 / 2017 Agustín Valladolid
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Es muy grave lo que ocurre en Cataluña con las Fuerzas de Seguridad, pero casi es peor la pasividad de los políticos.

Debía ser más o menos octubre o noviembre de 1991 cuando Pasqual Maragall, por aquel entonces alcalde de la Ciudad Condal, en una sala de reuniones contigua a su despacho de la plaza de Sant Jaume, escuchaba con atención las explicaciones que sobre el plan de seguridad previsto para Barcelona 92 le ofrecían los entonces responsables del Ministerio del Interior. La preocupación de estos era más que evidente y, aunque no se quería alarmar a la opinión pública, al señor alcalde no se le podía ocultar la verdad. Era preciso recabar toda la colaboración de las fuerzas de seguridad desplegadas en la ciudad, incluida la Guardia Urbana.

Los servicios de información del Cuerpo Nacional de Policía y de la Guardia Civil tenían múltiples datos que confirmaban lo evidente, señalando a los Juegos Olímpicos como objetivo prioritario de ETA. La ansiedad de los jefes policiales era manifiesta. Ese mismo año, en mayo, el comando Barcelona había colocado un coche cargado con 70 kilos de amonal en la casa cuartel de la Guardia Civil de Vic, asesinando a nueve personas. Al día siguiente, 30 de mayo, dos miembros de ese comando murieron y otros dos fueron detenidos tras enfrentarse a los miembros de las unidades especiales del instituto armado, tras haber sido localizados en una urbanización cercana a la capital.

En la sala de reuniones del consistorio nadie estaba para bromas. El Gobierno de la nación buscaba la colaboración del alcalde para blindar la ciudad y evitar un más que probable atentado que, además de provocar seguras víctimas, habría deteriorado extraordinariamente la imagen de Barcelona, Cataluña y España. Pero Maragall, ante la sorpresa de los presentes, no estaba del todo por la labor. Pidió que la Policía no patrullara por las calles con armas largas y estuvo muy cerca de hablar de “Estado policial”. De hecho, él no lo llegó a expresar así, pero dejó el trabajo de desacreditar el plan de seguridad en manos de otros. Al día siguiente, las críticas a Interior fueron generalizadas, y algunos sí llegaron a calificar los propósitos de los responsables de la seguridad nacional como “Estado policial”.

Como después se pudo comprobar, a Maragall no se le hizo el menor caso y, en buena parte gracias a la detención de la cúpula de ETA en Bidart pocos meses antes de las Olimpiadas, Barcelona 92 fue un éxito rotundo. Tras la clausura del evento, una encuesta encargada por La Vanguardia daba a la seguridad la mejor nota, por encima de los resultados deportivos o las mejoras urbanísticas. Nada ocurrió, en contra de lo vaticinado, y aquellos Juegos colocaron a Barcelona en el mapa. Un atentado también la habría colocado, pero de otro modo. La Ciudad Condal no sería hoy la misma si el terrorismo hubiera logrado su objetivo. Y los responsables de que no pasara nada fueron, en primer término, la Policía y la Guardia Civil. A esos a los que ahora no se les permite participar en el Festival de la Infancia. Tampoco a los Mossos d’Esquadra.

La impunidad de la CUP

La izquierda en general, y la catalana en particular, siempre ha tenido un reflejo antipolicial, sin apenas matices. Pudo ser comprensible en los primeros años del posfranquismo. Pero ya en los 90 del siglo pasado apenas estaba justificado. Era grave entonces, en Cataluña, y es grave ahora. Es grave permitir que una minoría, no muy alejada ideológicamente de aquellos que quisieron sabotear violentamente los Juegos, no solo cuestione la labor policial, sino que se tome la libertad de acosar a los Mossos d’Esquadra, exigiéndoles el incumplimiento de las leyes vigentes, la rebelión contra las órdenes de las legítimas instituciones del Estado.

Pero es aún peor que esa otra izquierda maragalliana, heredera de los sectores más ambiguos del PSC y del PSUC, hecha carne mortal en la figura de Ada Colau, esa Juana de Arco de la clase obrera, legitime a los destroyers de la CUP expulsando de los lugares comunes, en los que todos debieran estar representados, a los que impiden que la inseguridad en Cataluña vaya a mayores. Mucho peor que los antisistema insulten impunemente a la Policía, es que esa izquierda esthéticienne esconda la cabeza cuando, en una imagen insólita, miembros de las fuerzas de seguridad locales, autonómicas y nacionales recorren las calles del centro de Barcelona pidiendo protección institucional.

Lo contamos aquí el pasado año (Tiempo, 27 de julio de 2016): en clave de amenaza terrorista, Cataluña es una bomba de relojería, uno de los focos en los que el riesgo de actividad yihadista es de los más elevados de Europa. Y ya no se trata solo de que la frivolidad de cierta izquierda –por no hablar de irresponsabilidad– cuestione su capacidad para gestionar los intereses reales de los ciudadanos; es que, con su actitud tan neutral, a lo que de verdad contribuyen es a generar mayores niveles de inseguridad. Y lo pueden (podemos) pagar muy caro.

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