Lecciones francesas

18 / 05 / 2017 Agustín Valladolid
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En las peores circunstancias, Francia ha mantenido la apuesta por sus valores republicanos en lugar de ceder ante el miedo.

Francia nunca nos ha sido indiferente. La historia de nuestras relaciones con los vecinos del Norte ha pasado por etapas desiguales en las que han prevalecido los desafectos, y ha sido en épocas muy recientes cuando se han estabilizado en favor de un mayor y mejor entendimiento. Esta positiva evolución se ha debido en buena parte a un factor: la pertenencia de España y Francia a un mismo club, la UE, en el que, a pesar de la vocación centroeuropea de la mayoría de inquilinos del Elíseo, muy a menudo hemos hecho causa común. Sur contra Norte.

Francia fue durante los últimos años del franquismo el espejo en el que nos mirábamos, la vía de escape hacia horizontes desconocidos en los que la libertad no era una ensoñación. Pero, sorprendentemente, luego, tras la muerte del dictador, en muchas ocasiones desde París se nos negó la ayuda que necesitábamos. Todo empezó a cambiar el 12 de junio de 1985, cuando España sellaba su ingreso en lo que entonces se denominaba Comunidad Económica Europea. No asistimos a cambios radicales, pero ya nada fue como antes, ya podíamos discutir de tú a tú.

Una Francia fuera de la UE, la Francia de Marine Le Pen, habría sido un desastre para Europa y muy particularmente para España. De ahí el alivio que ha supuesto para el sur del continente la victoria de Emmanuel Macron. De ahí, la importancia transcendental que tiene para nosotros que Macron acierte, y que se le ayude a acertar. Porque nada es seguro. Se ha pasado una prueba, pero el histórico resultado del Frente Nacional anuncia emociones fuertes, e insinúa seguras dificultades futuras. A la Europa de las libertades, de la solidaridad, le interesa que Macron tenga éxito, pero para eso habrá de atravesar por una fase que incluye sacrificios, y es en ese terreno en el que la extrema derecha se mueve como pez en el agua.

Puede resultar sorprendente que el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Junker, haya dado la bienvenida a Macron con un tirón de orejas, recordándole las enormes proporciones de un gasto público que no se aguanta, la incapacidad reformista de Francia. Pero es que el retraso acumulado es enorme. Francia es un país cuya salud política y económica es imprescindible para avanzar en la Europa de los ciudadanos. Y, sin embargo, de no corregir sus graves patologías, se puede llevar a Europa por delante. Francia no es Portugal, ni Grecia. Francia es la sexta potencia económica mundial, pero ese lugar en el ranking no hace sino incrementar la urgencia de un nuevo y verosímil modelo de estabilidad financiera y social. 

Referente mundial

Francia es un país rico y en muchos aspectos admirable, pero que, debido precisamente a esa riqueza, a esa auto asumida obligación de seguir siendo uno de los principales referentes mundiales, ha descuidado la revisión y actualización de políticas que hace tiempo dejaron de ser viables. Un gasto público descomunal que ha favorecido la indolencia y el nepotismo; el nivel de imposición obligatoria (45,7%) más alto de Europa; una Administración lenta y sobredimensionada, a pesar del centralismo; un paro en aumento y sin visos de detenerse; un pasivo de dos billones de euros (35.136 por habitante); unos sindicatos del siglo pasado que se niegan por principio a cualquier modificación legal que implique pérdida de privilegios. Esta, la misma que por si fuera poco ha sufrido como nadie el azote del terrorismo islamista (Charlie Hebdo, Bataclan, Niza...), es la Francia en la que ha hecho carrera Le Pen y que hereda Macron.

Hay, sin embargo, otra lectura, compatible necesariamente, por inaplazable, con la primera, pero también real y más cercana a la mentalidad de los que solemos ver el vaso medio lleno en lugar de medio vacío. La que nos muestra una Francia lúcida, consciente de su responsabilidad para con los demás europeos; una Francia que, en las peores circunstancias de su reciente historia, ha sabido dar ejemplo no solo cuando ha sufrido el zarpazo del terror, sino también, y sobre todo, en el momento crucial de afrontar la nada fácil elección entre redoblar la apuesta por sus valores republicanos o apostar por el miedo.

Una Francia que ha frenado el avance del populismo apostando por un candidato que, tras el brexit y Donald Trump, ha roto la inercia murfiana (de la ley de Murphy) apostando por más Europa, reformas y un nuevo modo de hacer política. Macron ha vendido ilusión, pero no ha ocultado la necesidad de hacer sacrificios. De Macron se espera que introduzca nuevos aires en la política europea, pero antes tendrá que abrir de par en par las ventanas en su país: “La tarea será dura, pero os diré la verdad”.

Y un breve apunte para terminar: Francia, los franceses, le han enseñado la puerta de salida a la izquierda que antepone la ortodoxia ideológica a los problemas reales de la gente. Ha jubilado al vencedor de las primarias socialistas, Benoît Hamon, y puesto en su sitio a Mélenchon. Quién sabe si aquí alguien ha tomado nota.

La cuestión musulmana

Uno de los factores de mayor incidencia en las elecciones francesas, principalmente en favor de Marine Le Pen, ha sido el relacionado con los problemas de integración de un sector de los diez millones de musulmanes que viven en el país vecino.
 En algunos departamentos, la presión de esta comunidad llega al extremo de condicionar el principio de laicidad. Un ejemplo flagrante: hay ayuntamientos en los que se han aprobado ordenanzas que obligan a hombres y mujeres a hacer uso de las piscinas públicas en horarios distintos.

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