La difícil gestión de Cataluña

02 / 10 / 2015 Agustín Valladolid
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¿Se sabrá gestionar desde el Estado una Cataluña de más difícil gobernación, más inestable y más enfrentada que nunca?

Artur Mas vota en las pasadas elecciones catalanas.

Para solucionar un problema es premisa indispensable realizar un análisis desprejuiciado de lo ocurrido. Y en lo que concierne a Cataluña, y a los resultados del domingo 27 de septiembre, ninguno de los actores principales ha tenido todavía el valor de hacerlo. En su vertiente táctica la política es, como otras actividades, un juego en el que el disimulo –cuando no el engaño– es una herramienta inevitable, pero cosa distinta es negar la realidad para eludir la asunción de responsabilidades o la toma de decisiones. La realidad catalana es prolífica, heterogénea, múltiple. Pero desde un lado y otro hay quienes pretenden constreñirla a solo dos mitades uniformes, reduciendo a escombros la pluralidad y estrechando los campos de visión de los ciudadanos. La más nociva es, desde luego, la posición de un independentismo simplón, que la única receta que aporta para solucionar los complejos problemas de la sociedad es la de un mayor aislamiento de los catalanes. Pero tampoco es pequeña la miopía de quienes se empecinan en no aceptar la transversalidad de un sentimiento que en un plazo muy corto –para lo que son los usos normales en política– ha penetrado en todas las capas de la población, como ha puesto de manifiesto ese 48% de sufragios en favor de la independencia.

Una segunda vez. ¡Esta era la gran oportunidad de los independentistas!, dicen algunos. “Si no han podido ahora, jugando en campo propio y con el árbitro claramente a favor –argumentan–, ya nunca podrán”. Yo no estaría tan seguro. Es cierto que el secesionismo no ha alcanzado su principal objetivo (ganar el recuento de votos), y que, con esa tarjeta de visita, ni Artur Mas ni nadie puede ahora reclamar la atención de ningún Gobierno o institución internacional. Mas y Junqueras lo saben: sin apoyos externos no hay proceso que valga. Al menos de momento. Pero solo de momento. Porque, en contra de lo que opinan los optimistas antropológicos escuela Zapatero, sí que puede haber una segunda vez, y podría ser que no estuviera muy lejos en el tiempo.

El crecimiento de los apoyos al secesionismo en estos últimos años ha sido brutal, y el problema político que se deriva de ese hecho no parece que vaya a desaparecer de la noche a la mañana. Tampoco a medio y largo plazo si no se activan cuanto antes respuestas distintas a las ya conocidas: incredulidad, desidia gubernamental e incomparecencia de las fuerzas constitucionalistas. En Qué hacer con España, editado en 2013 por Destino, César Molinas ya avisaba: “El presente borbotón independentista tiene un aire de gran improvisación, de estar liderado a empujones. Absorbe de manera directa las energías de buena parte de los nacionalistas y de manera indirecta el malestar de gran parte de la población catalana por la crisis económica y por la ineptitud de los sucesivos Gobiernos de España”. Un diagnóstico que el 27-S demostró certero y sobre el que urge meditar si no queremos ver cómo se pasa de la improvisación al método.

La regañina de Aznar. Las autonómicas, o plebiscitarias, dejan una Cataluña de más difícil gobernación, más inestable y más enfrentada que nunca. Esa es la consecuencia principal del desafío independentista. Pero el panorama se puede complicar aún más si, como parece, los partidarios de la uniformidad joseantoniana se reactivan, los mismos que, pretendiendo lo contrario, lo único que han hecho históricamente es contribuir a la centrifugación de España.

José María Aznar, que en 1996 entregó unilateralmente al Gobierno de Jordi Pujol competencias de alto valor simbólico en lo político y muy relevantes en lo económico, abronca ahora a Rajoy y le exige abrir “un proceso muy profundo de reflexión, extraer todas las consecuencias y ponerse a ello”. Al tiempo, llama “extravagancias” a las posibles soluciones basadas en el diálogo y la negociación, no ya con el independentismo, sino con otros partidos que defienden la oportunidad que para el entendimiento y la convivencia duradera puede ofrecer una Constitución renovada.

El análisis del expresidente es cortoplacista. Le falta profundidad. No tiene en cuenta, en lo que se refiere al PP, que el problema no es la incapacidad demostrada “de representar a la mayoría de las fuerzas constitucionales de Cataluña”, como dice en su regañina. Esa es solo la consecuencia que se deriva de uno mucho mayor: la escasa credibilidad de un partido –que durante el liderazgo de Aznar acumuló demasiada basura debajo de las alfombras– para enfrentarse con posibilidades de éxito a esa parte del nacionalismo catalán que ha camuflado bajo el inmaculado manto del independentismo su propia corrupción. Y es aquí, en el vacío que deja ese déficit de legitimidad del PP, donde Albert Rivera ha empezado a construir una historia paralela. De esa historia, y de sus riesgos, hablaremos más adelante.

LA ENCUESTA FANTASMA

Poco después de que cerraran los colegios electorales, y tras conocerse la encuesta de TV3 a pie de urna que daba al independentismo la mayoría absoluta, alguien puso en circulación otra israelita cuya autoría se adjudicó a Atresmedia, pero de la que el grupo de comunicación no tardó en descolgarse. Los resultados de esta dejaban a la suma de los partidarios de la secesión fuera de esa mayoría (Junts pel Sí, 55-59; CUP, 6-8). Ante la falta de copyright, nadie se atrevió a hacerla pública. Gobierno y Partido Popular niegan el encargo. 

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