La cara B de la lucha contra la corrupción

08 / 03 / 2017 Agustín Valladolid
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La batalla no pasa por medidas que rebajen la calidad de nuestros políticos y escleroticen la iniciativa empresarial.

Primero fue el último informe de la UE sobre España en el que se deja expresa constancia de que los mecanismos activados en nuestro país contra la corrupción son insuficientes. Poco después, hace tan solo un par de semanas, nos desayunamos con el índice de percepción de la corrupción que realiza anualmente Transparencia Internacional (TI), y que nos sitúa por detrás de Emiratos Árabes Unidos, Bután o Bahamas. Puesto 41 sobre un total de 176 países. “Nos mantenemos con 58 puntos, pero perdemos puestos respecto a otros. Nunca habíamos tenido una posición tan mala comparativamente con el mundo. Los resultados deberían producirnos tristeza”, ha declarado uno de los coordinadores del informe de TI, el catedrático de Ciencia Política Manuel Villoria.

“En España apenas hay corrupción a día de hoy. Lo que ocurre es que debido a la lentitud de la Justicia y a la acumulación de causas penales iniciadas hace años y que afectan al ámbito de la política, lo que se percibe es justamente lo contrario”. Palabra de un alto cargo de la Fiscalía. No son necesariamente contradictorias la tesis del fiscal y la de Villoria. Pero es la de este último la que mayor impacto tiene en nuestras vidas. Es la verdad percibida y no la realidad cotidiana la que afecta a la credibilidad, a la seguridad jurídica, a las inversiones, a la prosperidad. Y hasta que esta nueva realidad se convierta en percepción, no hay nada que hacer.

La corrupción no es solo el más eficaz disolvente del crédito institucional. En clave económica es una de las variables cualitativas de mayor influencia en las decisiones estratégicas de, por ejemplo, las grandes empresas multinacionales. La corrupción, en España, tiene mucho que ver con algunas de las debilidades estructurales de nuestra economía, empezando por la resistencia percibida en ciertos sectores a una verdadera liberalización, pasando por el daño causado al empresario honesto al privilegiar en concursos públicos y decisiones privadas al corrupto frente al más legal y competitivo, y terminando por la enorme desconfianza que el “modelo español” –corrupción + insuficiente liberalización + lentitud de la Justicia– ha despertado durante décadas en el inversor extranjero.

 

Prácticas peligrosas

Al impacto directo de la corrupción hay que añadirle el inducido y el intangible. Y todavía uno más, menos evidente pero también dañino: el que provoca la falta de un general consenso, de fondo y formas, para combatirla. En España, a la corrupción se la viene persiguiendo de forma desordenada, cada cual a su manera, sin una estrategia global que unifique criterios y medios. Y la ausencia de un pacto eficaz contra esta lacra produce distorsiones casi tan perniciosas como la hasta no hace mucho escasa eficacia en su combate. Para luchar contra la corrupción, sin provocar que el remedio acabe provocando tantos problemas como la enfermedad, hay que hacerlo desde el acuerdo y ordenadamente, evitando caer en soluciones simplistas y erradicando prácticas aparentemente eficaces pero muy peligrosas.

Tres ejemplos que ilustran lo que digo: 1) Mantener la tesis de que un político debe dimitir cuando es investigado, y no en el momento en el que un tribunal decide sentarlo en el banquillo, es una concesión al populismo punitivo que además deja abierta la puerta a que cualquier indeseable retire de la circulación a diputados o concejales honestos y molestos. Los principales partidos debieran zanjar este tema cuanto antes y sin ningún complejo, pero no lo harán. 2) En demasiadas ocasiones, las Policías varias han hecho la guerra por su cuenta, asumiendo, también en excesivas ocasiones, la dirección práctica de la instrucción de casos resonantes con la complicidad de unos jueces y fiscales que han aceptado, por presión ambiental o falta de medios, el papel de meros tramitadores, tal y como ha denunciado, entre otros, el catedrático de Derecho Penal y abogado Luis Rodríguez Ramos. El derecho constitucional a la defensa es el gran pagano de esta práctica y de la ausencia de un verdadero juez de garantías. 3) Se está produciendo una especie de “huelga de celo” de firmas a la hora de aprobar gasto público. Hay miedo a meter la pata y que un juez te acuse de prevaricación o algo peor. La modalidad de “contrato menor” (hasta 18.000 euros), que no exige demasiados controles, se ha puesto de moda en todas las administraciones. Por encima de esa cantidad, los funcionarios se la cogen con papel de fumar. Resultado: una ralentización del gasto, la inversión pública y, por consiguiente, del crecimiento.

Acabar con la corrupción, o convertirla en una práctica residual, requiere algo más que proclamas y buenos deseos. Debiera ser uno de los grandes consensos con vocación de largo plazo que quedaran establecidos en la presente legislatura. Pero sin caer en soluciones simplistas que contribuyan a rebajar aún más la calidad de nuestra clase política y escleroticen la iniciativa empresarial y frenen el despliegue del talento.

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