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Hablar claro, jugar limpio

05 / 08 / 2015 Agustín Valladolid
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Frente a la ficción de los independentistas, el Estado se debe ceñir a la verdad sin alimentar el victimismo. 

Probablemente las elecciones del 27 de septiembre sean las que conciten la más alta participación ciudadana de todas las autonómicas de Cataluña. El independentismo más irreductible, ese sector para el que las consecuencias sociales y económicas de la secesión no cuentan, está movilizado al 99%. Se trata ahora de hacer lo propio con los contrarios a la separación. La afluencia de los catalanes en las elecciones generales siempre ha sido más alta que en las autonómicas. Las nacionales, salvo en 2011, las ganaba el PSC-PSOE, y cuando tocaba elegir al Parlament, muchos de los votantes de los partidos “constitucionalistas” se quedaban en casa, no se sentían concernidos. Pero esta vez será distinto.

Esta vez el electorado catalán es consciente de lo que hay en juego. A pesar de la irritante inacción de la que ha hecho gala el Estado durante demasiado tiempo, del quietismo de un Gobierno que ha tardado siglos en reaccionar, serán muchos los ciudadanos de Cataluña que el 27-S acudirán a votar para derrotar al separatismo. Y lo harán, en primer lugar, por razones esencialmente afectivas, si se quiere sentimentales, porque aunque ningún dirigente político lo haya sabido expresar con convicción, han cobrado repentina conciencia de lo que en términos de convivencia podría romperse de manera irreversible. Son estos españoles y catalanes los que pueden dar un vuelco a la situación, los que pueden dejar para dentro de treinta o cuarenta años un nuevo intento del soberanismo.

Por seguridad. Luego están las razones prácticas: la expulsión de la Unión Europea, la implantación de aranceles a los productos catalanes, la huida de las empresas a otros lugares o el largo peregrinaje que aguardaría al nuevo Estado por el limbo internacional. En definitiva, razones relacionadas con el bolsillo y un seguro empobrecimiento económico colectivo cuya profundidad es hoy difícil de calcular.

Tampoco conviene perder de vista otras consecuencias, no suficientemente tasadas, que afectarían a la vida cotidiana de los ciudadanos, como el muy probable aumento de la delincuencia, al menos en los primeros años, tras quedar Cataluña al margen de las directivas relacionadas con la seguridad y los acuerdos de cooperación que en materia policial y judicial tienen firmados los países miembros de la UE entre sí y con terceros.

Hasta ahora nadie ha querido tocar este asunto. Se entiende. Pero forma parte del catálogo de preocupaciones. ¿Creen Mas y Junqueras que la sustitución de las funciones que hoy ejercen la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía podría hacerse de forma inocua y automática? Por su ubicación geográfica, Cataluña es uno de los puntos calientes sobre el que basculan determinadas organizaciones criminales, no siendo la menor de las amenazas la notable actividad detectada en su territorio de grupos afectos a la yihad islámica. ¿Pretenderán las autoridades del Estado catalán que las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia españoles dejen de operar en el interior de las nuevas fronteras?

Ofensiva pedagógica. Dejémoslo ahí, pero en todo caso estas y otras “verdades” van a formar parte de la ofensiva “pedagógica” que prepara el Gobierno de aquí a las plebiscitarias. Ya hay dos fases definidas: en primer término desmontar el “España nos roba”, detallando las inversiones del Estado en la comunidad y el papel de este en la estabilización financiera de una Generalitat al borde de la quiebra (se estudia lanzar una campaña en los medios catalanes, aunque esta idea puede chocar con la legislación electoral, que prohíbe la publicidad institucional en vísperas de unas elecciones); y, paralelamente, desgranar de forma pormenorizada el rastro inacabable de secuelas negativas que acarrearía la secesión.

Sin embargo, la estrategia de reacción diseñada sería incompleta sin una oferta política que abriera la puerta a un segmento de la población que ha ido en aumento a tenor de los acontecimientos: el de los indecisos. En este sentido, el Gobierno, de acuerdo con el PSOE, podría anunciar que acepta debatir la reforma de la Constitución para abordar los cambios pendientes y reformular el encaje de Cataluña en España. Y lo haría, según un alto responsable del PP, asumiendo como punto de partida la tesis de Francisco Rubio Llorente, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, que defiende la “reforma asimétrica” de la Carta Magna porque “España es una nación de naciones en la que hay identidades distintas”.

Por primera vez se vislumbra una reacción coherente. El independentismo recula según las encuestas y lo que ahora procede es contar la verdad sin estridencias y sin alimentar el victimismo. Ya sabemos que Artur Mas no es el hombre adecuado, y que Junqueras ha transmutado en visionario prisionero de una mística tan inútil como anacrónica, que antepone un “bien superior” al “bien común”. Pero no es tiempo de dosieres. Lo mejor que puede hacer el Estado en este punto es hablar claro y jugar limpio. Única forma de vencer desafectos y desmontar ficciones.

El guadiana de la gran coalición

La imagen de lo que entendemos como “gran coalición” oscila entre lo imprescindible y la perversión política, según sea la circunstancia y el interlocutor de turno. Ahora, la idea se abre paso de nuevo empujada por las tozudas encuestas, que dibujan un panorama de difícil digestión tras las elecciones generales. Muy pocos creen en la viabilidad de una macro coalición de izquierdas, y solo a un pacto PP-Ciudadanos se le da alguna opción. De ahí que vuelva a estar encima de la mesa un acuerdo PP-PSOE por lo que pudiera suceder en Cataluña.

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